Juegos de ingenio (40 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Vaciló, luego abrió la puerta doble despacio. Dentro reinaba un ambiente fresco y sombreado. Un par de ventiladores de madera colgaban de un techo alto, girando perezosamente pero sin parar. Unas prominentes molduras de madera marrón enmarcaban las paredes blancas, y el suelo estaba cubierto por un entarimado pulido del color de las hojas de arce en noviembre. A su derecha, una escalinata amplia y suntuosa subía hasta un descansillo, y a su izquierda, había un escritorio de caoba con una antigua lámpara de banquero en una esquina y una pantalla de ordenador solitaria en la otra. Una mujer de mediana edad y cabello crespo y entreverado de gris que le brotaba del cráneo como pensamientos extraños y repentinos alzó la vista hacia ella cuando entró.

—Hola, querida —la saludó.

Su voz sonó como con eco. A Susan le pareció similar al sonido de alguien que hablara en una biblioteca de investigación. Volvió a mirar en torno a sí, buscando a algún guardia de seguridad. Tampoco vio cámaras espía instaladas en los rincones, ni dispositivos de vigilancia electrónica, detectores de movimiento, sistema de alarma o armas automáticas. En cambio, imperaba un silencio sombrío pero no absoluto, pues se percibían las notas distantes de una sinfonía, procedentes de algún lugar situado en el interior del edificio.

—Hola —respondió.

La mujer le hizo señas de que se acercara. Susan caminó sobre una alfombra oriental azul y roja.

—¿Es usted quien requiere nuestros servicios o tiene a otra persona en mente?

—¿Disculpe…?

—¿Es usted quien se muere o alguien próximo a usted?

Susan se quedó perpleja.

—No, yo no —barbotó.

La mujer sonrió.

—Ah —dijo—. Me alegro. Se la ve muy joven, y cuando ha entrado, la he mirado y he pensado que sería demasiado injusto que alguien tan joven como usted tuviera que estar aquí, porque sospecho que aún le queda mucho por vivir. Eso no significa que no haya aquí bastante gente joven. Sí que la hay. Y, por mucho que nos esforcemos en facilitarles las cosas, es difícil evitar la sensación de que los han estafado. Creo que es más fácil para todos los implicados aceptarlo cuando quien fallece es una persona mayor. ¿Qué es lo que dice la Biblia? ¿Que la plenitud de la edad es a los setenta años?

—¿Esto es una residencia para enfermos terminales? —preguntó Susan.

La mujer asintió con la cabeza.

—¿Qué creía usted que era, querida?

Susan se encogió de hombros.

—No sé… Me parecía algo tan distinto, desde fuera… Antiguo. Algo procedente del pasado y no del futuro.

—Morirse tiene que ver con el pasado —señaló la mujer—, con recordar dónde has estado. Apreciar los momentos que han quedado atrás. —Suspiró—. Cada vez resulta más difícil, ¿sabe?

—¿El qué?

—Morir en paz, satisfecho, con dignidad, amor y respeto. Hoy en día da la impresión de que la gente muere por razones equivocadas. —La mujer sacudió la cabeza y suspiró de nuevo—. La muerte parece apresurada y dura actualmente —añadió—. En absoluto apacible. Salvo para quienes están aquí. Nosotros nos encargamos de que su muerte sea… bueno, apacible.

Susan, casi sin darse cuenta, se mostró de acuerdo.

—Eso que dice tiene sentido.

La mujer volvió a sonreír.

—¿Le gustaría echar un vistazo? Ahora sólo tenemos un par de clientes. Hay algunas camas desocupadas. Y seguramente habrá una más esta noche. —La mujer ladeó la cabeza en dirección al lugar de donde provenían los lejanos compases musicales—.
La Sinfonía Pastoral
—comentó—. Pero los conciertos de Brandeburgo funcionan igual de bien. Y la semana pasada había una mujer que escuchaba a Crosby, Stills and Nash una y otra vez. ¿Los recuerda usted? Son de antes de que usted naciera. Unos viejos roqueros, de los setenta y los ochenta sobre todo. Escuchaba principalmente
Suite Jiidy Blue Eyes
y
Southern Cross
. La hacían sonreír.

—No quisiera molestar a nadie —objetó Susan.

—¿Le gustaría quedarse a ver películas? Esta tarde proyectaremos algunas comedias de los hermanos Marx.

Susan negó con la cabeza.

La mujer no parecía tener mucha prisa.

—Como desee —dijo—. ¿Está segura de que no hay nadie que…?

—Mi madre se muere —soltó Susan.

La recepcionista asintió despacio. Se produjo un breve silencio.

—Tiene cáncer —añadió Susan.

Otro silencio.

—Inoperable. La quimioterapia no dio mucho resultado. Experimentó una mejoría temporal, pero la enfermedad se ha reagravado y la está matando.

La mujer permaneció callada.

Susan notó que se le humedecían los ojos. Era como si una zarpa grande y cruel le estuviese retorciendo y arrancando las entrañas.

—No quiero que muera —jadeó—. Siempre ha estado ahí y no tengo a nadie más. Excepto a mi hermano, pero vive lejos. Sólo estoy yo…

—¿Y?

—Me quedaré sola. Siempre hemos estado juntas, y ahora no podremos…

Susan estaba de pie en una posición incómoda frente al escritorio. La mujer le indicó una silla con un gesto, y Susan, tras una breve vacilación, se dejó caer en ella, aspiró una sola vez y dio rienda suelta al llanto. Sollozó incansablemente durante varios minutos, mientras la mujer de cabello electrizado esperaba con una caja de pañuelos de papel en la mano.

—Tómese todo el tiempo que necesite —le dijo la mujer.

—Lo siento —gimió Susan.

—No tiene por qué —replicó la mujer.

—Yo no hago estas cosas —aseguró Susan—. Yo no lloro. Nunca había llorado. Lo siento.

—¿Así que es una mujer dura? ¿Y cree que eso es importante?

—No, es sólo que, no sé…

—Ya nadie exterioriza sus sentimientos. ¿No ha pensado alguna vez, cuando va conduciendo de vuelta a casa, que nos estamos volviendo inmunes al dolor y la angustia, que la sociedad sólo valora el éxito? El éxito, ser una persona dura.

Susan movió afirmativamente la cabeza. La mujer sonrió una vez más. Susan reparó en la forma irónica en que se le torcían las comisuras de los labios, como si percibiese la tristeza que encierra el humor y las lágrimas que hay detrás de cada carcajada.

—La dureza está sobrevalorada. Ser frío no es lo mismo que ser fuerte —aseveró la mujer.

—¿En qué etapa viene la gente…? —Susan señaló las escaleras.

—Cerca del final. A veces hasta tres o cuatro meses antes del fallecimiento, pero por lo general entre dos y cuatro semanas antes. Pasan aquí sólo el tiempo necesario para alcanzar la paz interior. Recomendamos que los temas exteriores los solucionen antes.

—¿Exteriores?

—Testamentos y abogados. Fincas y herencias. Una vez aquí, a la gente, más que sus bienes materiales, sus acciones o su dinero, le interesa su legado espiritual. Me ha salido un discurso más religioso del que pretendía. Pero así es como funcionan las cosas, al parecer. Su madre… ¿Cuánto tiempo le queda?

—Seis meses. No, eso es demasiado poco. Un año, tal vez. Quizás un poco más. No le gusta que yo hable con los médicos, dice que la afecta mucho. Y cuando, a pesar de todo, hablo con ellos, me cuesta arrancarles una respuesta directa.

—¿No será porque ni siquiera ellos están seguros?

—Supongo.

—A veces parece que confiamos en que la muerte será precisa, dada su inevitabilidad. Pero no lo es. —Sonrió—. Puede ser imprevisible y caprichosa. Y puede ser cruel. Pero no controla nuestra vida, sólo nuestra muerte, y por eso estamos aquí.

—Ella se niega a hablar de lo que le pasa —continuó Susan—, excepto para quejarse del dolor. Creo que quiere estar sola, excluirme, porque cree que de ese modo me protege.

—Vaya. Eso no me parece muy sensato. La mejor manera de afrontar la muerte es con el consuelo que aportan amigos y familiares. Le recomendaría encarecidamente que tomara usted cartas de forma más activa y le dijera a su madre que su deceso es un momento que debe compartir con usted. Y, por lo que me cuenta, parece que todavía les queda tiempo para ello.

—¿Qué debo hacer?

—Poner en orden su relación con su madre, y ayudarla a hacerse cargo de la tarea de morir. Luego, cuando el momento se acerque, tráigala aquí para que ambas asuman los sentimientos que comporta la muerte, se digan lo que tengan que decirse y recuerden lo que tengan que recordar.

Susan asintió. La mujer abrió un cajón de tono oscuro y extrajo una tarjeta y un folleto de papel satinado que semejaba una revista.

—Esto aclarará algunas de sus dudas —aseguró—. ¿Hay algún sitio adónde su madre quiera ir, algún lugar que desee visitar, algo específico e importante que quiera hacer? Le aconsejo que lo hagan a la máxima brevedad, antes de que ella se ponga más débil y enferma. En ocasiones, un viaje, una experiencia, un logro ayudan a hacer más llevadero el fallecimiento.

—Lo tendré en cuenta —dijo Susan. Respiró hondo—. Un viaje, una experiencia, un logro. Mientras todavía le queden fuerzas.

—Suena como un mantra del Lejano Oriente, ¿verdad? —La mujer rio brevemente.

—Pero tiene sentido. Algo…

—Algo en lo que concentrarse, aparte del dolor y el miedo a lo desconocido.

—Un viaje, una experiencia, un logro. —Susan se acarició la barbilla con el índice—. Se lo diré.

—Bien. Y entonces estaré encantada de volver a hablar con usted. Cuando se acerque el momento. Usted sabrá cuándo —agregó la mujer—. Las personas sensibles, como creo que es usted, siempre saben cuándo.

—Gracias —dijo Susan, poniéndose de pie—. Me alegro de haber entrado. —Titubeó de nuevo—. Me he fijado en que la puerta ni siquiera tiene cerradura…

La mujer sacudió la cabeza.

—Aquí no nos asusta la muerte —dijo tajantemente.

Cuando Susan salió de debajo del alero del porche, el sol que se reflejó en el borde de la azotea de un rascacielos cercano la deslumbró por un momento. Se colocó la mano en la frente, como un marinero que escudriña el horizonte, y vio al marginado con el que había hablado antes tambaleándose inquieto en la acera delante de la clínica, aparentemente esperándola. Cuando la vio, el hombre abrió mucho los brazos, como si estuviese clavado en una cruz, y desplegó una amplia sonrisa.

—¡Hola, hola! ¡Aquí estás! ¡Saludos! —gritó, como una representación extrañamente jovial de Jesús disfrutando con su crucifixión.

Ella se detuvo, sin responder. Notaba el peso de la pistola dentro de su bolso.

—¡Algún día todos subiremos la escalera al cielo! —le gritó él.


Stairway to Heaven
. Led Zeppelin. El álbum sin título. Mil novecientos setenta y uno —murmuró Susan para sí. Bajó los escalones de la clínica despacio y avanzando hacia el hombre de la acera.

»¿No crees —le contestó en voz un poco más alta— que deberías tratar de tener fantasías un poco más originales al menos? Las tuyas son demasiado manidas.

El sin techo tenía la cabeza echada hacia atrás. Su abrigo marrón llegaba casi hasta el suelo. Ella advirtió que sus pantalones raídos estaban sujetos a la cintura con un trozo de tela mugriento, hecho jirones y multicolor.

—Jesús nos salvará a todos…

—Si tiene tiempo. Y ganas. Cosa que a veces dudo…

—Nos tenderá la mano a todos y cada uno…

—Si no le importa ensuciársela.

—… Y hará llegar su palabra a nuestros oídos ansiosos.

—Suponiendo que estemos dispuestos a escuchar. Yo tampoco contaría con ello.

De pronto, el hombre dejó caer los brazos a sus costados. Inclinó la cabeza hacia delante, y Susan percibió un brillo en sus ojos que interpretó como señal de una locura corriente e inocua.

—Su palabra es la verdad. Él me lo ha dicho.

—Me alegro por ti —comentó Susan, e hizo ademán de apartar al hombre de su camino para echar a andar por la calle.

—¡Pero si él está aquí! —exclamó el marginado.

—Claro —dijo Susan, escupiendo la palabra por encima del hombro—. Claro que lo está. Jesús ha decidido que el lugar ideal para iniciar el segundo advenimiento es Miami. Yo lo elegiría también.

—¡Pero está aquí de verdad, y me ha insistido en que te transmita un mensaje sólo a ti!

Susan, que se había alejado unos pasos del hombre, se paró en seco y se volvió.

—¿A mí?

—¡Sí, sí, sí! ¡Es lo que intentaba decirte! —El hombre sonreía, dejando al descubierto sus dientes ennegrecidos y cariados—. ¡Jesús me ha pedido que te diga que nunca estarás sola y que él siempre estará aquí para salvarte! ¡Dice que has vagado durante años en unas tinieblas terribles porque no lo conocías, pero que eso cambiará pronto! ¡Aleluya!

Susan notó una oscuridad súbita y gélida en su interior.

«¿Fuiste tú quien me salvó?»

«¿Si ven tufo sume tequila?»

«¿Qué es lo que quieres?»

«¿Quisque queso leeré?»

Dos preguntas en clave, respondidas por un indigente que parecía estar siguiéndola. Sacudió la cabeza.

—¿Jesús te ha dicho eso? ¿Cuándo?

—Hace sólo unos minutos. Apareció en un fuerte destello de luz blanca. Me deslumbró, Señor, me deslumbró el esplendor de su presencia, y me sobrecogió también, y yo aparté la vista, pero él me tendió la mano y supe lo que era la paz; justo en ese momento, me invadió una paz inmensa y absoluta, y él me encomendó una tarea que me aseguró que era crucial, que facilitaría su segundo advenimiento a este mundo. Dijo que ayudaría a allanar el terreno. A despejar el camino, dijo. Me trajo a este sitio, y luego me pidió que fuera su voz. Y además me dio dinero. ¡Veinte pavos!

—¿Qué te ha dicho?

—Me ha dicho que buscara a su hija especial y respondiera a sus dos preguntas.

Susan notó un temblor en la voz. Tenía ganas de gritar, pero las palabras le salieron más bien en algo parecido a un susurro, sin aliento, evaporándose, secándose por el calor del día.

—¿Ha añadido algo? ¿Ha dicho algo más?

—¡Sí, lo ha hecho! —El marginado se rodeó el torso con los brazos, presa de la dicha y el éxtasis—. ¡Me ha convertido nada menos que en su mensajero en esta tierra! ¡Oh, qué gran alegría! —El indigente arrastró los pies adelante y atrás, casi como si bailara.

Susan pugnó por mantener la calma.

—¿Y cuál es el mensaje, el que tienes que transmitirme?

—Ah, Susan —dijo el hombre, pronunciando esta vez su nombre de manera inequívoca—. ¡A veces sus mensajes son misteriosos y extraños!

—Pero ¿qué ha dicho?

El indigente se tranquilizó y agachó la cabeza, como si se concentrase.

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