Juegos de ingenio (47 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

—¿Cobraba usted bien por ello?

—Cuando uno es joven, sin muchos recursos, y un hombre le dice que le pagará cien mil dólares al año sólo por dedicar una hora a hacer operaciones bancarias… —El abogado encogió sus hombros desnudos—. Bueno, era un buen negocio.

—Hay algo más, su muerte.

—Su muerte se fraguó sólo en el papel.

—¿A qué se refiere?

—No se produjo accidente alguno. Sí hubo, no obstante, un informe sobre el accidente. Reclamación al seguro. El pago de una incineración. Avisos enviados a los periódicos y a la escuela donde había trabajado. Se tomaron todas las medidas posibles para dar visos de realidad a un suceso que nunca ocurrió. Se conservan copias de esos papeles en el dossier. Pero no hubo muerte.

—¿Y usted le ayudó a hacer todo eso?

El abogado volvió a encogerse de hombros.

—Decía que quería empezar de cero.

—Explíquese.

—Nunca dijo directamente que quisiera convertirse en otra persona. Y yo me guardé mucho de hacerle preguntas, aunque cualquier imbécil se habría dado cuenta de lo que estaba pasando. ¿Sabe? Hice unas pequeñas averiguaciones sobre su pasado, y descubrí que no estaba fichado por la policía, y desde luego su nombre no constaba en ninguna base de datos oficial, al menos en ninguna de las que consulté. Dígame, señor Clayton, ¿qué tendría que haber hecho? ¿Rechazar el dinero? Un hombre que aparentemente no tiene motivos para ello, un hombre respetado entre los de su profesión, sin una necesidad evidente por razones delictivas o sociales, quiere dejar atrás su vida y empezar una nueva en algún otro sitio. En un lugar distinto. Y está dispuesto a pagar una suma fabulosa por ese privilegio. ¿Quién soy yo para interponerme en su camino?

—¿No se lo preguntó?

—En mi breve reunión con su padre, me llevé la impresión clara de que no era responsabilidad mía interrogarlo respecto a sus motivos. Cuando mencionó a su ex esposa y dejó una carta para ella, saqué el tema a colación, pero él se crispó y me pidió que me limitara a hacer aquello por lo que me pagaba, un cometido con el que me siento de lo más cómodo. —Señaló la habitación con un gesto amplio—. El dinero de su padre me ayudó a crear todo esto. Fue lo que me permitió empezar. Le estoy agradecido.

—¿Puedo rastrear su nueva identidad?

—Imposible. —El abogado sacudió la cabeza.

—¿Por qué?

—¡Porque ese dinero no era negro! ¡Estableció un sistema de blanqueo para fondos que no lo necesitaban! ¡Y es que lo que intentaba proteger no era el dinero, sino a sí mismo! ¿Entiende la diferencia?

—Pero seguro que Hacienda…

—Yo pagaba los impuestos, tanto estatales como federales. Desde su punto de vista, no había delitos perseguibles. No por ese lado. Ni siquiera acierto a imaginar dónde acababa todo, ni qué uso se le daba al dinero muy lejos de aquí, con qué propósito, para conseguir qué objetivo. De hecho, la última vez que su padre contactó conmigo fue hace veinte años. Aparte de lo que ya le he contado, fue la única ocasión en que me pidió algo.

—¿Qué le pidió?

—Que viajara a Virginia Occidental y fuera a la penitenciaría del estado. Debía representar a una persona en una vista para la condicional. Conseguí que se la concedieran.

—¿Y esta persona tenía un nombre?

—Elizabeth Wilson. Pero no podrá ayudarle.

—¿Por qué no?

—Porque está muerta.

—¿Y eso?

—Seis meses después de quedar en libertad, se emborrachó en un bar de la pequeña ciudad de provincia donde vivía y se fue con unos degenerados. Alguna prenda suya apareció en el bosque, ensangrentada. Las bragas, creo. Ignoro por qué su padre quiso ayudarla, pero fueran cuales fuesen sus motivos, todo quedó en agua de borrajas. —El abogado parecía haber olvidado su desnudez. Se levantó y rodeó el escritorio, con el dedo en alto para subrayar sus palabras—. A veces lo envidiaba —admitió—. Era el único hombre verdaderamente libre que he conocido. Podía hacer cualquier cosa. Construir lo que fuera. Ser quien quisiera. A menudo me parecía que el mundo estaba a su disposición.

—¿Tiene usted alguna idea de en qué consistía ese mundo?

El abogado se paró en seco, en medio de la habitación.

—No —dijo.

—Pesadillas —respondió Jeffrey.

El abogado titubeó. Bajó la vista hacia la pistola que sujetaba Jeffrey.

—¿De modo —preguntó despacio— que de tal palo, tal astilla?

17
La primera puerta sin cerrar

Diana y Susan Clayton avanzaban por la pasarela de la aerolínea con su equipaje de mano, un número considerable de medicamentos, unas armas que les sorprendió que les dejaran llevar consigo y una dosis indeterminada de ansiedad. Diana miró el río de pasajeros elegantes de clase preferente que la rodeaban, confundida momentáneamente por las luces brillantes y de alta tecnología del aeropuerto, y cayó en la cuenta de que era la primera vez en más de veinticinco años que salía del estado de Florida. Nunca había visitado a su hijo en Massachusetts; de hecho, él nunca la había invitado. Y como se había aislado tan eficazmente del resto de su familia, no había nadie más a quien visitar.

Susan también era una viajera poco experimentada. Su excusa en los últimos años era que no podía dejar sola a su madre. Pero la verdad era que sus viajes se desarrollaban en la satisfacción intelectual de los pasatiempos que ideaba o en la soledad de sus paseos en la lancha. Cada expedición de pesca era una aventura única para ella. Aun cuando navegaba en aguas conocidas, siempre encontraba algo diferente y fuera de lo común. Lo mismo pensaba sobre las creaciones de su álter ego, Mata Hari.

Subieron al avión en Miami abrumadas por la sensación de que se aproximaban al desenlace de una historia que nunca les habían dicho que tuviese que ver con ellas, pero que dominaba sus vidas de manera tácita. Sobre todo Susan Clayton, tras enterarse de que el hombre que la acechaba era su padre, estaba embargada por una extraña emoción de huérfana que había desplazado muchos de sus miedos: «Por fin sabré quién soy.»

Sin embargo, mientras los reactores del avión las acercaban al desconocido nuevo mundo del estado cincuenta y uno, la confianza que suele acompañar a la emoción perdió fuerza, y para cuando viraron para iniciar el descenso a las afueras de Nueva Washington, las dos estaban sumidas en un silencio preñado de dudas.

«El conocimiento es algo peligroso —pensó Susan—. El conocimiento sobre uno mismo puede ser tan doloroso como útil.»

Aunque no expresaban estos temores en voz alta, ambas eran conscientes de la tensión que se había acumulado en su interior. Diana en especial, con la angustia incipiente que una madre experimenta ante todo lo que escapa a su comprensión inmediata, sentía que sus vidas se habían vuelto inestables, que se hallaban a la deriva ante una tormenta que se avecinaba, haciendo girar desesperadamente la llave en el contacto, escuchando el chirrido del motor de arranque mientras el viento burlón arreciaba alrededor. Cerró los ojos cuando el tren de aterrizaje golpeó la pista, deseando poder recordar un solo momento en que Jeffrey y Susan eran pequeños y los tres vivían solos, pobres pero a salvo, en su pequeña casa de los Cayos, ocultos de la pesadilla de la que habían escapado. Quería pensar en un día normal, rutinario, corriente, en que no hubiese ocurrido nada digno de mención. Un día en el que las horas transcurriesen sin más, inadvertidas y sin nada de especial. Pero los recuerdos de ese tipo parecían huidizos y de pronto imposibles d aprehender.

Cuando las dos se encontraban en la pasarela, sin saber muy bien adónde dirigirse, el agente Martin se separó de la pared del fondo del pasillo, donde había estado reclinado sobre un letrero grande y optimista que decía BIENVENIDOS AL MEJOR LUGAR DEL MUNDO. Debajo había unas flechas que indicaban INMIGRACIÓN, CONTROL DE PASAPORTES Y SEGURIDAD. El inspector cubrió con tres zancadas la distancia que lo separaba de ellas, disimulando su frustración por verse obligado a realizar una tarea que consideraba más propia de un chófer, y, con una sonrisa amplia y probablemente transparente, saludó a madre e hija.

—Hola —dijo—. El profesor me ha enviado a recogerlas.

Susan lo observó con desconfianza. Estudió su identificación durante un rato que al inspector le pareció un segundo o dos demasiado largo.

—¿Dónde está Jeffrey? —preguntó Diana.

El agente Martin le dedicó una sonrisa cuya falsedad detectó Susan esta vez.

—Pues lo cierto es que yo esperaba que usted me lo dijera. La única información que me dio fue que volvía al lugar de donde había venido.

—Entonces se ha ido a Nueva Jersey —dijo Diana—. Me pregunto qué estará buscando.

—¿Seguro que no lo sabe? —inquirió Martin.

—Ahí es donde nacimos los dos —le explicó Susan al inspector—, donde nacieron muchas cosas. Lo que ha ido a buscar es alguna pista que indique dónde van a terminar todas estas cosas. Yo habría pensado que esta conclusión resultaría obvia, sobre todo para un policía.

El agente Martin frunció el entrecejo.

—Usted es la que inventa juegos, ¿verdad?

—Veo que ha hecho los deberes. Así es.

—Esto no es un juego.

Susan desplegó una sonrisa forzada.

—Sí que lo es —replicó—. Lo que ocurre es que no es un juego muy agradable —añadió con sarcasmo.

El inspector no contestó y se impuso un momento de silencio entre ellos.

—Y ahora —dijo Susan al cabo—, ¿nos llevará a algún sitio?

—Sí. —Martin señaló a los pasajeros de clase preferente que hacían cola diligentemente ante los controles de Inmigración—. He hecho algunas gestiones, de modo que podemos saltarnos el papeleo habitual. Las llevaré a un lugar seguro.

Susan rio con cinismo.

—Excelente. Siempre he querido conocer ese lugar. Si es que existe.

El inspector se encogió de hombros y recogió una de las maletas que Diana había dejado caer al suelo. Extendió la mano hacia la de Susan también, pero ella declinó la oferta con un gesto.

—Mis cosas las llevo yo —dijo—. Siempre lo he hecho.

El agente Martin suspiró y sonrió.

—Bueno, como quiera —dijo con mas jovialidad ungida, y decidió que, a juzgar por su primera impresión, Susan Clayton no le caía muy bien. Ya sabía que su hermano no le caía bien, e intuía que no se formaría una opinión en un sentido u otro sobre Diana Clayton, aunque tenía curiosidad por saber cómo era una mujer que se había casado con un asesino. La esposa de un homicida. Los hijos de un homicida. Por un lado, no le interesaban demasiado; por otro, sabía que eran imprescindibles para que él alcanzara sus propósitos. Alargó el brazo hacia delante, apuntando a la salida, recordándose a sí mismo que, al final, le importaría un comino si la familia Clayton entera moría resolviendo el problema que aquejaba al estado cincuenta y uno.

El agente Martin llevó a las Clayton en una rápida visita guiada por Nueva Washington. Les enseñó las oficinas del estado, pero no por dentro, y menos aún el espacio que compartía con Jeffrey. Él les daba explicaciones animadamente mientras recorrían en coche las calles de la ciudad y los bulevares del ajardinado distrito financiero. Las paseó por algunas de las urbanizaciones más cercanas, todas ellas zonas verdes, y al final acabaron ante una fila algo aislada de casas adosadas, a la orilla de unos barrios residenciales más exclusivos y a una distancia considerable de las empresas del centro.

Las casas adosadas —diseñadas a imitación de las que había en ciertas partes de San Francisco, con adornos abarrocados y enredaderas con flores— estaban en una calle sin salida al pie de unas estribaciones escabrosas, a unos kilómetros de las montañas que se alzaban al oeste. Había una piscina comunitaria y media docena de canchas de tenis al otro lado de la calle, así como un pequeño parque salpicado de toboganes y columpios diseñados para niños de corta edad. Detrás de las casas adosadas había unos terrenos de dimensiones modestas con césped en los que apenas cabía una mesa, unas sillas, un hoyo para barbacoas y una hamaca. Una valla de madera maciza de tres metros de altura delimitaba la parte trasera de cada patio. Más que como protección contra los ladrones, la valla se había construido para evitar que los niños pequeños se despeñaran por un profundo barranco que se abría en los límites de la urbanización. Al otro lado había una extensión de terreno no edificado, cubierto de matorrales, malas hierbas y artemisas de ramas nudosas.

La última casa de la fila era propiedad del estado.

El agente Martin giró para entrar con el coche en un aparcamiento pequeño.

—Hemos llegado —anunció—. Aquí estarán cómodas.

Se acercó a la parte posterior del vehículo, sacó las bolsas que pertenecían a Diana, y le dejó el maletero abierto a Susan. Echó a andar por la corta acera hacia la casa cuando oyó a Susan preguntar:

—¿No va a cerrar los seguros de las puertas?

Él se volvió y negó con la cabeza.

—Ya se lo dije a su hermano. Aquí no hace falta cerrar el coche con seguro, ni echar la llave a la puerta de la calle, ni obligar a los niños a llevar dispositivos localizadores, ni activar el sistema de alarma cada vez que uno entra o sale de casa. Aquí no. De eso se trata. Ésa es la belleza de este sitio. Uno no tiene que cerrar sus puertas con llave.

Susan se detuvo y dejó que su mirada se deslizara por la calle sin salida, inspeccionando la zona con cautela.

—Nosotras las cerramos —repuso. Sus palabras parecían fuera de lugar entre los sonidos de peloteo procedentes de las canchas de tenis y el jolgorio distante pero inconfundible de niños que jugaban.

Al inspector no le llevó mucho tiempo enseñarles la casa a las dos mujeres. Había una cocina comunicada con un comedor que se prolongaba en una pequeña sala de estar. Al lado estaba la habitación de medios audiovisuales, que contenía un ordenador, una cadena de música y un televisor. Había otro ordenador en la cocina, y un tercero en uno de los tres dormitorios de la planta superior. Toda la casa estaba amueblada con un estilo anodino, un poco superior al de un buen hotel, pero un poco inferior a aquello en lo que invertiría una familia. El agente Martin explicó que el estado alojaba en esa casa a los ejecutivos que preferían no quedarse en ninguno de los hoteles.

—Pueden conseguir lo que necesiten por medio del ordenador —le dijo a Susan—. Hacer un pedido de comestibles. Una película. Una pizza. Lo que sea. No se preocupen por los gastos, lo cargaré todo en una de las cuentas del Servicio de Seguridad. —Martin encendió uno de los ordenadores—. Ésta es su contraseña —indicó mientras escribía KARO—. Ahora pueden pedir que les traigan lo que quieran hasta la puerta de su casa. —El tono jovial de su voz parecía enmascarar una mentira—. Muy bien —agregó al cabo de un momento—. Las dejo para que se instalen. Pueden comunicarse directamente a través del ordenador. Su hermano podrá también, cuando regrese, pero sospecho que se pondrá en contacto antes. Entonces podremos reunimos todos y decidir cuál es el siguiente movimiento.

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