Juegos de ingenio (57 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

—Pero en realidad no fue el agente Martin quien dispuso que vinieras —dijo Susan despacio—, sino él.

—¿Y él sabía que yo acabaría por traeros a ti y a mamá?

Susan hizo otra pausa.

—Creo que lo mejor es suponer que sí. Tal vez ésa era la razón de que me enviara esos mensajes.

Los dos guardaron silencio por un momento.

—La pregunta sigue siendo: ¿por qué? —dijo Susan.

—No conozco la respuesta. Aún no —murmuró Jeffrey—. Pero sí sé una cosa.

—¿Cuál?

—Que más nos vale dar con él antes de que responda a la pregunta por nosotros.

Diana se retiró a la habitación pequeña donde había un catre, a descansar, lo que no le resultaría fácil. No era sólo que el dolor hubiese elegido ese momento para recordarle su presencia, sino la naturaleza inquietante de la muerte del policía, sumada a sus temores sobre lo que las horas o días siguientes les deparasen a sus hijos y a ella; todo ello conspiraba para mantenerla dando vueltas en la cama. Sabía que en la habitación contigua sus dos hijos intentaban averiguar cómo descubrir la amenaza que se cernía sobre los tres, y sintió una punzada de frustración por verse excluida del proceso.

Los hermanos estaban sentados ante los terminales de ordenador en el despacho principal, identificando los factores que debían investigar.

—En los planos —dijo Jeffrey— aparecería marcada como sala de música.

—¿Y por qué no como un estudio, o una sala audiovisual?

—No. Sala de música. Porque habrá querido revestirla de material para insonorizar.

—También lo necesitaría para una audiovisual.

—De acuerdo. Tienes razón. Busquemos eso también.

—Pero la ubicación dentro de la casa es esencial —añadió Susan—. Si alguien toca el piano, por ejemplo, o incluso el violonchelo, querría que ocupase una posición central. En la planta principal, tal vez junto al cuarto de estar o el salón. Algo así. Porque, ¿sabes?, no querría ocultar lo que hace, simplemente contar con un espacio privado. Nosotros buscamos un tipo de separación distinto.

Jeffrey asintió.

—Aislamiento. Una habitación apartada de las zonas de la casa donde se hace más vida. No enterrada, pues debe ser de fácil acceso, pero casi. Y tal vez con algún tipo de salida secreta también.

—¿Crees que quizá construyó un pabellón de invitados y lo destinó para su música? —preguntó ella.

—No, no necesariamente. Un pabellón de invitados me parece un sitio más vulnerable. Recuerda lo que tu amigo el señor Hart dijo sobre el control del entorno. Y en Hopewell, utilizó el sótano, que estaba apartado pero no separado. Hay otro elemento que influye en esto…

—¿Cuál?

—La psicología del asesinato. Las muertes que él ha llevado a cabo forman parte de él, de su ser más íntimo. Están próximas a su esencia. El quiere tenerlas cerca en todo momento.

—Pero diseminó los cadáveres por todo el estado…

—Los cadáveres no son más que desechos. Productos residuales. No tienen nada que ver con lo que él es ni con lo que hace. Lo que ocurre en esa habitación…

—Es lo que lo convierte en lo que es —dijo Susan, completando la frase—. Eso lo entiendo. Es más o menos lo que tu amigo Hart dijo. —Suspiró, mirando a su hermano—. Debe de ser doloroso para ti —agregó en voz baja.

—¿El qué?

—Que te resulte tan fácil pensar en estas cosas.

Como él no contestó de inmediato, ella supuso que le había planteado una pregunta difícil. Finalmente, Jeffrey hizo un gesto de asentimiento.

—Estoy asustado, Susie. Tengo un miedo terrible.

—¿De él?

Jeffrey sacudió la cabeza.

—No. De ser como él.

Ella se disponía a negarlo rápidamente, pero se obligó a callar, y al hacerlo se le escapó un leve jadeo.

Jeffrey abrió un cajón y sacó despacio una pistola semiautomática de gran tamaño. Pulsó el botón para soltar el cargador, que cayó al suelo, y tiró hacia atrás del cerrojo para hacer saltar de la recámara la bala, que también rebotó con un ruido metálico sobre la mesa antes de caer silenciosamente en la alfombra.

—Tengo varias armas —dijo.

—Todo el mundo las tiene —arguyó su hermana.

—No. Yo soy distinto. Yo no me permito disparar —dijo—. Nunca he apretado un gatillo.

—Pero has participado en tantas detenciones…

—Nunca he disparado. Sí, he apuntado, claro. Y he lanzado amenazas. Pero ¿apretar el gatillo? Nunca. Ni siquiera en prácticas.

—¿Por qué no?

—Tengo miedo de que me guste. —Se quedó callado durante un rato. Depositó el arma en el borde de la mesa, frente a sí—. Nunca jugueteo con cuchillos —prosiguió—. Son una tentación demasiado obvia. ¿A ti nunca te ha molestado esa sensación?

—Nunca.

—¿Y no te asaltaría ni una duda? ¿No vacilarías?

—No… —respondió ella, con menos convicción—. Claro que nunca lo había visto desde esa perspectiva.

Jeffrey asintió.

—Da que pensar, ¿no?

—Un poco.

—Susie, si llega el momento, no dudes. Dispara. No me esperes. No confíes en que reaccione, en que actúe con decisión. Tú siempre has sido la impetuosa de los dos…

—Sí, ya —repuso ella con cinismo—. La que se quedó en casa con mamá mientras tú te fuiste a hacer algo con tu vida…

—Pero lo has sido. Siempre. La que corría riesgos. Yo era Don Empollón. Don No Tengo Vida Excepto el Trabajo y los Libros. No cuentes conmigo cuando ya no quede otra salida que pasar a la acción. ¿Entiendes lo que te digo?

Susan movió afirmativamente la cabeza.

—Por supuesto.

Pero interiormente tenía sus dudas.

Los dos guardaron silencio hasta que Jeffrey volvió su silla de cara a la pantalla de ordenador.

—Muy bien —dijo, con una brusquedad que denotaba determinación—. Veamos si todas estas normas y reglas que rigen en este flamante mundo del mañana nos sirven para dar con él.

Pulsó algunas teclas, y al cabo de un momento aparecieron en pantalla las palabras: PROYECTOS ARQUITECTÓNICOS APROBADOS / ESTADO 51.

Revisar los planos de viviendas era una tarea monótona. Habían limitado la búsqueda a casas construidas en zonas azules, porque dudaban que las de barrios más modestos contaran con los mismos elementos de privacidad. Sin embargo, no era una apuesta exenta de riesgo, pues Jeffrey sabía que al asesino le produce cierta satisfacción realizar sus actividades a una distancia peligrosamente próxima a sus vecinos. La bibliografía sobre el asesinato, le recordó a su hermana, estaba repleta de historias de vecinos indolentes que habían oído gritos desgarradores procedentes de una casa contigua y no les habían hecho ningún caso o bien los habían atribuido a alguna causa inocua pero inverosímil como un perro o un gato. El aislamiento, observó, podía ser psicológico, no era necesariamente físico. Aun así, sabían, por el viaje de Jeffrey a Nueva Jersey, que su padre tenía mucho dinero, por lo que se ciñeron a las casas más caras y diseñadas a medida.

En el ordenador había archivos y planos de todos los chalets, apartamentos, casas adosadas, centros comerciales, iglesias, colegios, gimnasios y jefaturas de seguridad construidos en el estado. También contenía información sobre los proyectos de remodelación de los edificios antiguos de acuerdo con la normativa estatal, que se habían puesto en práctica a medida que se incorporaban nuevos territorios al estado. Jeffrey no dedicó mucho tiempo a esta categoría; sospechaba que su padre había llegado al estado cincuenta y uno con un plan muy definido, y había buscado una pizarra en blanco sobre la que empezar a escribir. Estaba seguro de que sería una casa nueva, que dataría del primer o segundo año del estado en ciernes, la época en que empezaba a cobrar forma, impulsado por las fuerzas del dinero y el ansia de seguridad.

El problema era que había casi cuatro mil viviendas de superlujo en el estado. Al descartar todas las casas construidas después de la primera desaparición confirmada de una joven víctima, consiguieron reducir esa cifra hasta setecientas y pico.

A Jeffrey esto le pareció irónico. «Es un hombre calculador —pensó—, y a la vez espontáneo. Es adaptable, pero rígido al mismo tiempo.

»É1 no habría matado a nadie aquí sin antes estar totalmente preparado, sin haber implementado correctamente todas las medidas estructurales de seguridad. Querría que sus conocimientos sobre el estado y su funcionamiento fuesen exhaustivos. Los preparativos de un asesinato deben de ser tan fascinantes y emocionantes como el acto en sí. Y cuando por fin lo llevó a cabo, con soltura y precisión, debió de sentirse eufórico.»

Pensó en el violín en manos de su padre: practicaba arpegios, escalas, movimientos, digitaciones, tocaba una y otra vez cada nota hasta que sonaba perfecta… y entonces, sólo entonces, interpretaba la sinfonía entera de principio a fin.

Jeffrey abrió otro juego de planos en pantalla. Intentó recordar si algún hijo de un gran músico —cualquier músico cuya obra hubiese sobrevivido al paso de los siglos— había igualado en talento a su padre. No se le ocurrió ninguno. Pensó en artistas, escritores, poetas, directores de cine, y no le vino a la mente ningún caso en que el hijo hubiese superado al padre.

«¿Soy como todos?», se preguntó.

Contempló los planos que flotaban en la pantalla ante él. Le pareció una casa magnífica. Amplia, de formas y espacios elegantes, habitaciones que reflejaban con optimismo el futuro, no el pasado, como muchas de las viviendas en el estado cincuenta y uno.

Pulsó una tecla y relegó los planos al olvido del almacenamiento informático. No era ésa. Le echó una mirada furtiva a su hermana. Ella también estaba sacudiendo la cabeza y pasando a otro juego de planos.

Los dos hermanos se pasaron horas trabajando juntos. Cada vez que uno de ellos encontraba unos planos con una habitación que podía encajar en sus hipótesis, identificaban la casa. Acto seguido, consultaban el mapa de situación para ver su posición respecto a otras viviendas de la misma urbanización. Luego, el ordenador generaba una imagen tridimensional del edificio. Si la habitación en cuestión seguía cumpliendo los requisitos necesarios de emplazamiento, aislamiento y accesibilidad, buscaban entre la información de la empresa constructora si se habían instalado materiales que pudiesen amortiguar el sonido en la estancia.

Mediante este proceso descartaron casi todas las casas. Aquellas pocas con habitaciones que podían utilizarse tanto para hacer música como para cometer asesinatos las seleccionaban y dejaban a un lado.

Varias horas después de la medianoche, habían conseguido reducir la lista de posibles viviendas a cuarenta y seis.

Susan estiró los brazos.

—Ahora —dijo—, la cuestión es cómo averiguar, sin tener que llamar a la puerta de cada maldita casa, cuál pertenece a nuestro padre. ¿Tenemos otro criterio de eliminación?

Antes de que Jeffrey pudiera responder a la pregunta de su hermana, oyó un ruido a su espalda. Giró en su asiento y vio a su madre de pie en el vano de la puerta.

—Deberías estar descansando —dijo él.

—Se me ha ocurrido una cosa. Dos cosas, de hecho —contestó Diana. Cruzó la habitación a grandes zancadas, se detuvo y posó la vista en el dibujo esquemático que mostraba la pantalla del ordenador que Susan tenía enfrente.

—¿De qué se trata? —preguntó Susan.

—Primero de todo, estamos aquí porque él quiere que lo encontremos y tiene tres asuntos pendientes. Eso ya nos lo ha demostrado.

—Continúa —la animó Jeffrey despacio—. ¿A qué te refieres?

—Bueno, ha intentado matarme una vez. Su rencor hacia mí debe de ser simplemente una rabia fría y primaria. Yo le robé a sus hijos. Y ahora, en cierto modo, los dos me habéis traído a él. Me matará y disfrutará con mi muerte. —Diana se interrumpió cuando una imagen la asaltó. «Debe de estar tan ansioso por matarme como un hombre sediento por beberse un vaso de agua en un día caluroso», pensó.

—Entonces debes irte —dijo Susan—. Hemos sido unos estúpidos al hacerte venir…

Diana negó con la cabeza.

—Es aquí donde debo estar —insistió—. Pero lo que tiene planeado para vosotros dos es diferente. Susan, creo que para ti representa una amenaza menor.

—¿Para mí? ¿Por qué?

—Porque fue él quien te salvó en ese bar. Y tal vez haya habido otros momentos de los que no sepamos nada. Para la mayoría de los padres hay algo de especial en las hijas, por muy detestables que sean ellos. Se muestran protectores. Se enamoran de ellas, a su manera. Creo que, pese a lo retorcido que es, desea que tú lo quieras también. Así que no creo que quiera matarte. Me parece que quiere ganarse tu apoyo. Ésa era la intención tras los juegos en los que te ha involucrado.

Susan soltó un resoplido de negación, pero no expresó su disconformidad con palabras. Habría sido una protesta poco convincente.

—Falto yo —dijo Jeffrey—. ¿Qué crees que tiene pensado para mí?

—No estoy del todo segura. Los padres y los hijos compiten entre sí. Muchos padres aseguran querer que sus hijos lleguen más lejos en la vida que ellos, pero creo que la mayoría miente cuando dice eso. No todos, pero casi. Prefieren poner de manifiesto su superioridad, del mismo modo que el hijo aspira a reemplazar al padre.

—Todo eso me parece pura palabrería freudiana —comentó Susan.

—Pero ¿debemos pasarlo por alto? —repuso Diana.

De nuevo, Susan se abstuvo de responder.

Diana suspiró.

—Creo que estás aquí para librar la más elemental de las luchas —dijo—. Para demostrar quién es mejor, el padre o el hijo. El asesino o el investigador. Ése es el juego en el que nos hemos visto envueltos sin darnos cuenta. —Extendió la mano y la posó sobre el hombro de Jeffrey—. Lo que no sé exactamente es cómo se gana esta competición.

Con cada palabra Jeffrey se sentía como un niño, cada vez más pequeño, insignificante y débil. Temía que la voz le temblase y se le entrecortase, y experimentó un gran alivio cuando no fue así. Pero, en el mismo instante, tomó conciencia de una rabia en su interior, una ira que había mantenido reprimida, oculta y olvidada durante toda su vida. Esta furia empezó a bullir en su interior, y noto que los músculos de los brazos y del abdomen se le tensaban.

«Ella tiene razón —pensó—. Sólo libraré una batalla en mi vida; será ésta, y debo ganarla.»

—¿Has dicho que se te había ocurrido otra cosa, mamá? ¿Otra idea? —preguntó Jeffrey.

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