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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juegos de ingenio (68 page)

—¿Te eduqué bien?

—Tú no tuviste nada que ver con mi educación.

Peter Curtin sacudió la cabeza.

—Yo he tenido muchísimo que ver con tu educación. —Volvió a alzar el intercomunicador.

—¿Y ella qué pinta en esto…? —empezó a protestar Jeffrey.

—Todo.

En medio del silencio que siguió, Caril Ann Curtin musitó de nuevo:

—Peter, deja que los mate a los dos ahora. Por favor. Te lo ruego. Todavía estamos a tiempo.

Pero Peter Curtin denegó su petición con un gesto de la mano.

—Vamos a medirnos en un juego, Jeffrey. Un juego de lo más peligroso. Y ella será la única pieza.

Jeffrey se quedó callado.

—Hay mucho en juego. Tu vida contra la mía. La vida de tu madre y tu hermana contra la mía. Tu futuro y el suyo contra mi pasado.

—¿Cuáles son las reglas?

—¿Reglas? No hay reglas.

—¿Pues en qué consiste el juego?

—Vaya, Jeffrey, me sorprende que no lo reconozcas. Se trata del juego más básico de todos. El juego de la muerte.

—No te entiendo.

Peter Curtin le dedicó una sonrisa sardónica.

—Por supuesto que lo entiendes, profesor. Es el juego que se juega en un bote salvavidas, por ejemplo, o en la ladera de una montaña cuando llega el helicóptero de rescate. Se juega en trincheras y en edificios en llamas. ¿Quién vive, quién muere? Consiste en tomar una decisión aun sabiendo las consecuencias catastróficas que puede tener para terceros. —Aguardó, como si esperase oír una respuesta, pero al no obtener ninguna, prosiguió—: Te diré cuál será el juego de esta noche. Si la matas, ganas. Ella muere, y tú ganas a cambio tu vida, la de tu hermana, la de tu madre y la mía, pues serás libre de quitármela. O, si lo prefieres, podrás entregarme a las autoridades. O simplemente obligarme a prometer que no volveré a matar, y yo cumpliré esa promesa. De este modo, podrías dejarme con vida sin mancharte las manos de sangre con el más edípico de los asesinatos. Pero la elección será tuya. Ocurrirá lo que tú quieras. Yo estaré a tu entera disposición. Y para ganar lo único que tienes que hacer es matarla… —en la habitación se respiraba un aire sofocante—, matarla por mí, Jeffrey.

El hombre mayor se interrumpió y observó el impacto de sus palabras en el semblante de su hijo. Alzó el intercomunicador, pulsó el botón del receptor y, por unos segundos, dejó que los desgarradores sollozos de la joven aterrorizada inundasen la sala.

El trecho entre el límite del bosque y la parte posterior de la casa era más corto que por la parte delantera, pero aún quedaba por cruzar una extensión considerable del claro iluminado. Susan Clayton contempló ese espacio con recelo; era más o menos la misma distancia a la que podía tirar una mosca artificial con precisión hacia un pez que nadase a velocidad moderada. Casi podía oír el zumbido del sedal por encima de su cabeza al lanzarlo hacia delante con un gruñido de esfuerzo, sobre las aguas azules y rizadas de su tierra. Esto era algo que sabía que se le daba bien, calibrar la fuerza necesaria para arrojar una pequeña ilusión hecha de plumas, acero y pegamento en la trayectoria de su presa. No estaba tan segura de su capacidad para calcular la velocidad a la que podía cruzar el claro.

Diana Clayton también estaba evaluando su posición.

No le veía demasiado sentido. Respiró lentamente, intentando poner en orden sus pensamientos. Ella y su hija se hallaban tiradas boca abajo sobre la tierra húmeda, con la vista al frente, pero su mente estaba en otro sitio, intentando recordar cada detalle de la vida que llevaba hacía un cuarto de siglo y, lo que es más importante, cada rasgo del hombre con quien había convivido.

—Puedo llegar hasta allí —susurró Susan—, pero sólo si no hay nadie vigilando. —Luego negó con la cabeza—. De lo contrario, me verán antes de que avance dos metros. —Hizo una pausa—. Supongo que no tengo elección.

Diana tendió la mano y agarró a su hija del antebrazo.

—Algo no va bien, Susie. Necesito que me ayudes un momento.

—¿Cómo?

—Bueno, para empezar, sabemos que hay dos puertas aquí detrás. La puerta trasera normal, que es la que vemos y da a la cocina. Es como cualquier otra puerta trasera. O al menos lo parece. Y luego hay una puerta oculta por la que se sale al exterior desde la sala de música. Debemos encontrarla. Tendría que estar por allí, a la izquierda, junto al garaje.

—Vale —dijo Susan—, nos moveremos en esa dirección.

—No, hay algo más que me inquieta. Deberíamos toparnos con el pabellón aislado. Ya sabes, el que según el contratista no aparece en los planos. Debería estar por aquí detrás, en algún lugar. Creo que nos convendría encontrarlo.

—¿Por qué? Jeffrey está dentro de la casa. Y él también…

—Porque —dijo Diana eligiendo sus palabras con cuidado— ¿cuál es exactamente el propósito de un sistema de alarma? ¿Por qué asegurarse de, si alguien se acerca por el bosque o por el camino particular, poder detectarlo? ¿Por qué instalar este sistema sofisticado e ilegal aquí en este estado? —Sacudió la cabeza—. Sólo se me ocurre una razón. Para ganar algo de tiempo. Para estar prevenido. No es para protegerse de nada, y menos aún de la policía. Se trata simplemente de un sistema de aviso que le permitirá sacar unos minutos de ventaja, ¿no? Para disponer de un poco de tiempo. ¿Por qué habría de querer eso?

La respuesta a esta pregunta era evidente. Susan contestó en voz baja, en un tono que ponía de manifiesto que había comprendido perfectamente.

—Sólo hay una razón. Porque, si alguien viniese a buscarlo, alguien que sabe quién es y qué ha estado haciendo, necesitaría tiempo para marcharse. Para huir.

Diana asintió.

—Eso es lo que me parece a mí —dijo.

—Una ruta de escape —continuó Susan, pensando en voz alta—. David Hart, el hombre a quien Jeffrey me llevó a ver en Tejas… él dijo que había que prever eso: una vía de entrada y otra de salida.

Diana se dio la vuelta y miró la oscuridad a su espalda.

—¿Qué dijo el contratista que había allí detrás? Susan sonrió.

—Un páramo despoblado, sin urbanizar, desiertos y montañas. Una zona protegida. Un parque estatal. Se extiende kilómetros y kilómetros…

Diana escrutó la negrura de la noche, que parecía haberlas seguido lentamente hasta allí, pisándoles los talones mientras ellas avanzaban por el bosque.

—O tal vez —dijo con suavidad— sea la salida trasera del estado cincuenta y uno.

Las dos comenzaron a retroceder, apartándose del borde de la zona iluminada y alejándose oblicuamente de la casa, para escrutar la espesura que tenían detrás. El sotobosque parecía más denso allí, y sintieron como si muchas manos huesudas les tirasen de la ropa y les arañasen el rostro. Pese al fresco de la noche, ambas sudaban a causa del agotamiento y la tensión, y seguramente también del miedo. Susan se sentía como si estuviese intentando nadar en un lodazal fétido. Se abría paso agresivamente, luchando contra el bosque como si de un enemigo se tratara. La luz procedente de la casa era difusa, difícil, y su avance parecía sembrado de sombras y hoyos oscuros. Susan maldijo entre dientes, dio un paso, notó que el jersey se le enganchaba en un espino, le dio un tirón, perdió el equilibrio y se tambaleó hacia delante con un grito ahogado. Su madre la seguía, batallando contra las mismas dificultades.

—¡Susan! ¿Te encuentras bien? —le preguntó en un susurro.

Susan no respondió de inmediato. Estaba lidiando con varias cosas a la vez: la sorpresa de la caída, un arañazo que le había hecho una espina en la mejilla, un golpe en la rodilla contra una roca, y, lo que era más importante, el tacto de metal frío bajo su mano. En aquella penumbra apenas se veía nada, pero avanzó a tientas, haciendo caso omiso de las otras sensaciones, y de pronto notó un objeto puntiagudo que le hizo un corte en la palma. Soltó un gemido de dolor.

—¿Qué pasa? —inquirió Diana.

Susan no le contestó. Palpó aquella punta aguzada con cuidado, encontró una segunda y luego una tercera, todas ocultas bajo arbustos y matas.

—Carajo —dijo—. Mamá, ven, toca esto.

Diana se puso a cuatro patas junto a Susan. Dejó que su hija guiara su mano hacia delante hasta que ella también palpó la hilera de estacas que sobresalían del suelo.

—¿Tú qué crees que…?

—Vamos por buen camino —aseveró Susan—. Imagínate que vienes por aquí, pero no quieres que ningún vehículo te siga. Los neumáticos quedarían bonitos después de pasar por aquí, ¿no? Ve con cuidado, puede haber otras trampas.

Tres metros más adelante, Susan topó con una zanja poco profunda, pero capaz de romper los ejes de un coche, excavada en la tierra. Volvió la mirada atrás, hacia la casa. Resplandecía, a quizás unos cien metros de distancia, proyectando su luz hacia el cielo. Alcanzó a distinguir, a duras penas, una banda muy angosta de terreno despejado que atravesaba el bosque en dirección a la luz. Era un sendero, pensó, pero tan invadido por matojos y hierbas que, si uno no sabía exactamente adónde se dirigía, acababa atrapado en el sotobosque, como ellas. Sin embargo, si uno conocía bien el trayecto, podía moverse con rapidez por aquel terreno tan sumamente difícil.

—Ahí está —dijo su madre de pronto.

Susan se volvió y, tras dejar que los ojos se le acostumbrasen una vez más a la oscuridad, vio lo que Diana estaba señalando. Unos seis metros más adelante se alzaba un edificio pequeño, casi invisible entre los árboles y el follaje. Era de poca altura, de un solo piso, y alguien había plantado matas y helechos junto a los costados y en el tejado. Se acercaron lentamente al edificio. En la fachada había una puerta semejante a la de un garaje. Susan extendió el brazo hacia ella y se detuvo.

—Podría haber una alarma —dijo—, o quizás incluso alguna trampa.

No sabía si estaba en lo cierto respecto a esto, pero había muchas probabilidades de que así fuera. Y si era lo bastante inteligente para sospechar que habría algún dispositivo en la puerta, se dijo que más valía obrar en consecuencia.

Diana se había abierto paso trabajosamente hasta un costado.

—Aquí hay una ventana —dijo.

Susan se apresuró a situarse a su lado.

—¿Llegas a ver el interior?

—Sí. Apenas.

Susan apretó la nariz contra el frío cristal y echó un vistazo al interior del edificio. Exhaló un lento suspiro.

—Has dado en el blanco, mamá. Tenías razón.

Las dos mujeres vislumbraron la figura cuadrada de un vehículo cuatro por cuatro moderno y caro pintado con colores de camuflaje. Por lo que podían ver, estaba cargado con bolsas y maletas, preparado para partir.

Diana se apartó de la ventana.

—Tiene que haber un camino. No uno en muy buen estado, pero un camino al fin y al cabo. Debe de pasar por entre los árboles. Él tendrá una ruta trazada, una vía de escape…

—Pero ¿por qué no aviones, o helicópteros, tal vez?

Diana se encogió de hombros.

—Montañas, desfiladeros, bosques… ¿quién sabe? Debe de haber imaginado cómo lo perseguirían, y habrá tomado medidas al respecto. ¿Sabes qué? Seguramente habrá otro garaje, a kilómetros de aquí, con otro vehículo. Y quizás un tercero, cerca de la frontera con Oregón. O en el camino hacia California. Pensándolo bien, esto último es más probable. Es un estado donde uno puede desaparecer fácilmente. Y está a tiro de piedra de México, donde no te hacen tantas preguntas, sobre todo si eres rico.

Susan movió la cabeza afirmativamente.

—No tiene que ser perfecto, sólo imprevisible. Eso es todo lo que él necesita. Una pequeña grieta por la que escurrirse.

Susan se dio la vuelta hacia la casa, respirando hondo.

—Tengo que entrar —dijo—. Estamos tardando demasiado, y tal vez Jeffrey esté en un buen aprieto. —Se volvió hacia su madre, que estaba respirando el viento frío de la noche—. Tú quédate aquí —indicó— y espera a que pase algo.

Diana sacudió la cabeza.

—Debería ir contigo.

—No —repuso Susan—. Lo último que queremos es que él escape. Además, creo que podré moverme más deprisa y tomar decisiones más rápidamente si sé que estás a salvo aquí abajo.

Diana podía apreciar la lógica de aquello, aunque no le gustara.

Susan señaló el sendero semioculto que discurría por el sotobosque hacia la casa.

—Ése es el camino. No le quites ojo.

Por un instante le vinieron ganas de abrazar a su madre, y decirle algo sensiblero y afectuoso, pero reprimió el impulso.

—Nos vemos dentro de un rato —dijo con entusiasmo fingido. A continuación giró sobre sus talones y echó a andar al paso más veloz que pudo de regreso hacia donde creía que se encontraba su hermano, pendiente del hilo psicológico más delgado.

Jeffrey tenía la garganta irritada, como si hubiese echado una carrera rápida en un día caluroso y seco. Se lamió los labios para humedecérselos, pero tenía la lengua igual de reseca.

—¿Y si me niego? —preguntó con voz quebradiza.

Su padre sacudió la cabeza.

—Dudo que te niegues, cuando pienses bien en la oferta que te estoy haciendo.

—No lo haré.

Peter Curtin se removió en su asiento, como si la respuesta de su hijo le pareciera inadecuada, incompleta.

—Es una decisión instintiva y poco meditada, Jeffrey. Reflexiona sobre la oferta con mayor detenimiento.

—No me hace falta.

Su padre frunció el entrecejo.

—Claro que sí —replicó en un tono entre burlón y exasperado, como si no estuviese seguro de cuál era el más apropiado—. La alternativa para mí, claro está, es simplemente hacerle caso a mi amada esposa aquí presente y aceptar el consejo que me ha estado dando con tanta insistencia. ¿Cuánto crees que me costaría, Jeffrey, decirle a Caril Ann: «Resuelve este dilema por mí» ? Y ya sabes lo que haría.

Jeffrey echó una ojeada a la mujer de expresión dura, que permanecía rígida, deslizando de forma casi imperceptible el dedo sobre el gatillo de su pistola. Seguía fulminándolo con la mirada, conteniendo a duras penas su ira. Jeffrey supuso que, del mismo modo que su padre había previsto ese encuentro, ella también. Se preguntó qué le habría contado él a lo largo de los años, y qué experiencias homicidas había compartido con ella, a fin de prepararla para ese último acto. Despacio pero con firmeza, como quien encarniza a un perro. Ella mantenía los ojos fijos en él, y los músculos tensos bajo su suéter. Y, al igual que ese perro cuya esencia entera está contenida en una sola orden de su amo, ella aguardaba a que él pronunciara la palabra indicada. «Es una mujer —pensó Jeffrey— que ha desechado toda idea o sentimiento, y no ha dejado más que rabia en su interior. Y toda esa rabia está centrada en mí.» La fuerza de la mirada de Caril Ann era como la de un viento intenso y maligno.

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