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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juegos de ingenio (66 page)

El sendero torcía en ángulo recto hacia la derecha, y Jeffrey se quedó al abrigo de los últimos árboles que se alzaban al borde de una extensión de césped despejada y bien cuidada al pie de una loma. La casa se encontraba a unos cincuenta metros, justo en el centro de la suave elevación. No había matas, ni obstáculos, ni formas tras las que ocultarse al acercarse por ese último tramo de terreno. La luz de la luna bañaba la hierba, que despedía un brillo plateado como un estanque apacible.

La casa era de dos plantas y diseño del Oeste actualizado; moderna, amplia, con un exterior elegante y atractivo que denotaba que se había gastado dinero en detalles. Estaba totalmente a oscuras, sin atisbo de luz por ninguna parte.

Jeffrey exhaló despacio, parado al borde del claro, entornando los párpados y mirando al frente.

Intentó imaginarse la casa como una fortaleza, como un objetivo militar. Se llevó las gafas de visión nocturna a los ojos y comenzó a escrutar el exterior. Había arbustos bajo cada ventana de la planta baja. Supuso que no se trataría de arbustos comunes y corrientes; debían de estar repletos de espinas afiladas como cuchillos y resultar, por tanto, impenetrables. Además, estarían plantados en grava suave del tipo que hace un ruido inconfundible cuando se pisa.

A un lado vislumbró una galería acristalada, pero incluso ese recinto estaba rodeado por densas marañas de arbustos.

Jeffrey sacudió la cabeza. Había tres formas de entrar: por la puerta principal, por una puerta trasera o por la entrada oculta a la habitación en que Kimberly Lewis había aprendido que el mundo no era precisamente el sitio seguro y perfecto que le habían contado. Desde donde él estaba no veía la puerta de atrás, pero recordaba su ubicación en los planos; a un lado de la cocina. Sin embargo, ésa no sería su característica más destacada, pensó, sino un campo de disparo despejado tanto en el exterior como dentro.

Jeffrey bajó los prismáticos para continuar buscando algún otro punto de acceso a la casa aparte de las dos puertas, delantera y trasera, sabiendo que no lo encontraría. Se encogió de hombros y pensó que no era tan terrible: cuando uno va a enfrentarse a algo maligno, tal vez sea más conveniente desde el punto de vista psicológico atacar de frente en lugar de intentar acceder por detrás a hurtadillas. Por supuesto, esperaba que su hermana fuese lo bastante juiciosa para colarse por la parte posterior, tal y como habían acordado. Le preocupaba este detalle; Susan tenía algo de impredecible, y podía tomar una decisión diferente. De un modo extraño, Jeffrey contaba con ello.

Observó de nuevo la casa a oscuras.

Que no viera ninguna luz no significaba nada. No creía que su padre hubiese huido, o que se hubiese ido a dormir. Sabía que su padre se sentía cómodo en la oscuridad y que nunca perdía la paciencia cuando esperaba a que su presa acudiese a él.

Jeffrey sujetó el arma automática contra su pecho. Era básicamente una pieza de utilería. No tenía intención de utilizarla. Pero llegar armado a la casa formaba parte de la ilusión.

Una vez más, soltó el aire despacio. Había permanecido demasiado tiempo indeciso en la periferia del claro, al igual que en la periferia de su vida, y había llegado el momento de dar un paso al frente. Exhalando lentamente y doblado por la cintura, salió de entre los árboles y arrancó a correr a toda velocidad hacia la parte delantera de la casa. Un pensamiento fugaz le vino a la mente: durante toda su vida adulta había sido profesor y científico, había vivido en un mundo de planificación y resultados, de estudio y expectativas; y, en este momento, se había precipitado en un mundo muy distinto, un mundo de incertidumbre absoluta. Recordaba haberse adentrado en un lugar así una vez, en un almacén abandonado de Galveston, buscando a David Hart. Pero entonces lo acompañaba un par de agentes de sangre fría, y la ansiedad que lo había invadido no era más que una sombra de la tensión que estaba acumulando esa noche. Y esta vez, pese a la presencia de su hermana y su madre, que avanzaban sigilosamente en algún punto de la extensa oscuridad que tenía a su espalda, se sentía profundamente solo. Recordaba lo que le había dicho a su hermana hacía unos días: «Si quieres vencer al monstruo, debes estar dispuesto a descender hasta la guarida de Grendel.» Notaba que sus dedos apretaban con fuerza el metal del arma. Parecían resbaladizos a causa de la inquietud.

Comenzó a respirar agitadamente cuando se abalanzó hacia delante a la carrera.

La distancia pareció expandirse. Jeffrey oía el golpeteo de sus pies sobre la hierba brillante, que parecía cubierta de escarcha e inestable. Tragó saliva y, de pronto, como por sorpresa, la distancia se comprimió bruscamente, y se encontró a pocos metros de la puerta principal. Continuó corriendo y finalmente se arrojó contra la gruesa madera, con la espalda contra la casa, intentando encogerse todo lo posible, jadeando.

Por un instante, vaciló.

Estaba a punto de coger la palanca pequeña para forzar la puerta, pero algo lo hizo detenerse. Se acordó de la puerta de su apartamento, en Massachusetts, que él mismo había electrificado. Pensaba que cualquiera que quisiera entrar por la fuerza probaría primero con el pomo. De modo que, en lugar de reventar la cerradura con la palanca, extendió la mano y la posó en la manija de la puerta.

Giró con toda facilidad.

No estaba cerrada con llave.

Se mordió el labio, sin soltar el pomo. Alcanzó a oír el tenue sonido que hacía el mecanismo de la puerta al deslizarse. Empujó suavemente la madera maciza.

«Una invitación», pensó.

«Me esperan.»

Se quedó inmóvil por unos instantes, dejando que este último pensamiento lo llenase de fascinación y a la vez de terror. Cobró consciencia de que estaba abriendo algo más que la simple puerta de una casa; tal vez era también la puerta a todas las preguntas que se había planteado en la vida sobre sí mismo. Por un momento acarició la idea de dejar la puerta abierta tras de sí, pero sabía que eso no tenía sentido. Utilizando ambas manos para recuperar el equilibrio, la cerró sin hacer ruido, dejando fuera la luz de la luna y sumiéndose en una oscuridad aún más densa.

Dio unos pasos cautelosos hacia delante, dando la espalda a la puerta y empuñando la metralleta con las dos manos. Respiró hondo de nuevo y echó a andar lentamente, como un cangrejo, a través del vestíbulo. Se esforzó por visualizar el plano de la casa y repasar cada espacio mentalmente. La entrada comunicaba con la sala de estar, y ésta con el comedor y la cocina. Unas escaleras ascendían hacia la derecha hasta los dormitorios, entre los que se hallaba encajonado un pequeño despacho, sin duda donde él tenía los monitores de videovigilancia. Detrás de la escalera había una puerta que conducía al sótano. Dentro de la oscuridad reinaba una negrura absoluta; de repente lo asaltó el miedo a tropezar y caer sobre una mesa o una silla, derribar una lámpara o hacer añicos un jarrón, lo que delataría su presencia de forma torpe y desafortunada.

Se detuvo y tendió el brazo para palpar la pared, esperando que los ojos se le acostumbraran de nuevo. Buscó en sus bolsillos la linterna tamaño bolígrafo de luz roja que había utilizado antes en el coche. Estaba desesperado por encenderla, sólo para ver dónde se encontraba y orientarse. Pero sabía que revelaría su posición incluso con la luz más pequeña e insignificante.

«¿Dónde estará él?», se preguntó.

«¿En la planta de arriba? ¿Abajo?»

Dio un solo paso al frente, despacio, atento a cualquier sonido que pudiese ayudarlo en su búsqueda, muy concentrado. Se paró en seco y estiró el cuello hacia delante cuando percibió un sonido leve y áspero, un gemido o grito ahogado, procedente de algún lugar apartado y recóndito. Primero pensó que se trataba de la joven, que debía de estar abajo, en la sala de música. Avanzó otro paso, con la mano extendida ante sí, buscando la pared opuesta.

Entonces oyó un segundo ruido. Una oleada de frío nocturno le revolvió el estómago; fue un ligero chasquido tras su oreja derecha seguido del tacto repentino y aterrador del cañón de una pistola en la nuca, como una esquirla de hielo.

Luego, una voz, a medio camino entre un siseo y un susurro.

—Si te mueves, eres hombre muerto.

Se quedó paralizado.

Sonó un chirrido cuando la puerta oculta de un armario se abrió en la pared a la que él se había arrimado hacía unos segundos, y una figura vestida de negro salió al vestíbulo. La figura, la voz, la presión de la pistola contra el cuello, todo parecía formar parte de la noche.

—Las manos sobre la cabeza —le ordenó la voz a su espalda.

Jeffrey obedeció.

—Bien —dijo la voz, y luego, en un tono un poco más alto, añadió—: Ya lo tengo.

—Excelente. Quítale las gafas.

Como en una explosión, todas las luces de la casa se encendieron de golpe, y tuvo la sensación de que se le quemaban las retinas como si hubieran abierto un horno al rojo. Jeffrey parpadeó repetidamente mientras las imágenes se le agolpaban en los ojos. Muebles, obras de arte, piezas de diseño, alfombras. Las paredes blancas de la casa parecían resplandecer en torno a él. Se sintió mareado, casi como si le hubiesen asestado una bofetada fuerte. Apretó los párpados, como si la luz le doliese. Al abrirlos, vio ante sí unos ojos que por un segundo se le antojaron los suyos propios, como si estuviera mirándose en un espejo. Aspiró bruscamente.

—Hola, Jeffrey —dijo su padre con suavidad—. Llevamos toda la noche esperándote.

2
El último hombre libre

Al ver la súbita explosión de luz en el interior de la casa, Diana Clayton reprimió un grito y Susan profirió una exclamación, «¡Dios!», casi como si el espacio oscuro que tenían delante hubiese estallado en llamas de repente. Ambas mujeres se encogieron ante la claridad que se extendió a toda velocidad sobre el césped, amenazando con dejarlas al descubierto en la linde del bosque, no muy lejos de donde Jeffrey había hecho un alto pocos minutos atrás. Susan se quitó despacio del cuello la correa de las gafas de visión nocturna y las tiró a un lado.

—Ya no tiene sentido seguir cargando con esto —farfulló.

Diana se acercó arrastrándose, recogió las gafas y se las colgó del cuello. Las dos mujeres estaban tendidas boca abajo aspirando el olor húmedo y terroso a hojas secas y arbustos silvestres descuidados. La casa en el centro del claro seguía brillando con una intensidad sobrenatural, como burlándose de la noche.

—¿Qué está pasando? —preguntó la mujer mayor, de nuevo en susurros.

Susan sacudió la cabeza.

—O Jeffrey ha activado algún tipo de alarma interior que ha encendido todas las luces de la casa, o ellos han encendido todas las luces de la casa y han pillado a Jeffrey. De cualquier forma, él está dentro, y no hemos oído disparos, de modo que podemos suponer sin temor a equivocarnos que lo que tenía que pasar, fuera lo que fuese, ya ha empezado a ocurrir…

—Entonces tenemos que acercarnos a la parte de atrás —dijo Diana.

Susan asintió.

—Mantente agachada y haz el menor ruido posible. Vamos allá.

Empezó a abrirse paso rápidamente entre la maraña de arbustos y árboles. Iluminaba el sombrío sendero la luz artificial procedente de la casa, que se filtraba por la fronda. Por un momento, a Susan le pareció inquietante: el resplandor había eclipsado por completo la luz de la luna, haciéndola sentir como si ya no estuviesen solas y se cerniese sobre ellas el peligro constante de que las descubriesen. Avanzaba con agilidad, inclinada, corriendo de árbol en árbol como un animal nocturno temeroso del amanecer, esforzándose al máximo por permanecer oculta. Su madre la seguía trabajosamente, apartando matojos de su camino y soltando algún que otro improperio cuando la ropa se le enganchaba en una espina o una ramita la golpeaba en la cara. Susan aflojó el paso, por deferencia a las dificultades de su madre, pero sólo ligeramente; no sabía si les quedaba mucho tiempo o si ya era demasiado tarde, pero el corazón le decía que debía darse prisa, sin precipitarse, una distinción quizá demasiado sutil, pensó, habiendo vidas en juego.

Se detuvo por unos instantes, respirando agitadamente, pero no por el cansancio, con la espalda apoyada contra un árbol. Mientras esperaba a que Diana la alcanzara, reparó en un sensor de infrarrojos que hendía el aire delante de ella de forma invisible. El dispositivo era pequeño, de unos quince centímetros de largo, y semejaba un telescopio en miniatura. Sin embargo, ella sabía que era maligno y sabía por qué estaba allí. Lo había localizado por pura casualidad. Probablemente había cruzado el haz de media docena de aparatos parecidos mientras avanzaban por el bosque, pensó. De hecho, los tres ya habían previsto que eso ocurriera. Era el deber de su hermano mantener ocupada a la gente del interior de la casa y desviar su atención de la segunda oleada del asalto.

Diana se agachó a su lado, y Susan señaló el dispositivo.

—¿Tú crees que nos han visto? —preguntó Diana.

—No, creo que les interesa más Jeffrey. —No reveló lo que estaba pensando: si su hermano se equivocaba respecto a esto, tal vez los tres morirían esa noche.

Diana Clayton movió la cabeza afirmativamente.

—Déjame recuperar el aliento —musitó.

—¿Te encuentras bien, mamá? ¿Puedes seguir?

Diana tendió el brazo y le dio un suave apretón a la mano de su hija.

—Sólo me estoy haciendo un poco mayor, ¿sabes? No estoy tan en forma como tú para salir de excursión al bosque en plena noche. De acuerdo, vamos.

A Susan se le ocurrieron varias réplicas, y todas le parecieron ridículas, aunque se dio cuenta de que lo más ridículo de todo era que su madre enferma de gravedad estuviera atravesando penosamente un bosque laberíntico con pocas ideas en mente aparte del asesinato. Echó una mirada furtiva a Diana, como intentando calibrar la fuerza y la resistencia de la mujer mayor. Pero sabía que era imposible evaluar estas cualidades con un solo vistazo, que forma parte de la naturaleza de todos los hijos, por muy adultos que sean, creer que sus padres son más fuertes o más débiles, más virtuosos o más imperfectos de lo que son en realidad. Susan supuso que su madre tendría muchos recursos que ella ni siquiera sospechaba, y decidió confiar en ellos, fueran los que fuesen.

Apartó la mirada y la dirigió a la casa de su padre. De pronto cobró consciencia de que pocas semanas atrás el único sentimiento que le había inspirado su hermano era la confusión y que ahora estaba deslizándose por entre el musgo húmedo y los arbustos retorcidos, con un arma en las manos, mientras él se exponía al peor de los peligros y dependía de ella para inclinar la balanza a su favor. Se mordió con fuerza el labio y continuó caminando.

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