Read Kafka en la orilla Online

Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

Kafka en la orilla (13 page)

—¿Y dónde te encuentras ahora?

Le digo el nombre del santuario sintoísta. Ella no lo conoce.

—¿Está dentro de la ciudad de Takamatsu?

—No estoy seguro, pero es posible que sí.

—¡Vamos! No me digas que no sabes dónde te encuentras —dice ella con voz de pasmo.

—Es una historia muy larga.

Ella suspira.

—Coge un taxi por ahí cerca y ve hasta la esquina de la segunda manzana del barrio**. Allí verás un Lawson. Una de esas tiendas que no cierran nunca. Hay un letrero muy grande, lo verás enseguida. ¿Tienes dinero para el taxi?

—Sí —le digo.

—Perfecto —dice ella. Y cuelga.

Paso por debajo del
torii,
[15]
salgo a una calle ancha y busco un taxi. Enseguida se me acerca uno y se detiene.

—¿Conoce un Lawson que hay en la segunda manzana del barrio**? —le pregunto al taxista.

El taxista lo conoce muy bien.

—¿Queda lejos?

—No, no mucho. No creo que llegue siquiera a los mil yenes.

El taxi se detiene frente al Lawson y yo pago con manos temblorosas. Luego cargo con la mochila a la espalda y entro en la tienda. Como he llegado antes de lo que esperaba, Sakura todavía no ha aparecido. Me compro un tetrabrik pequeño de leche, la caliento en el microondas y me la bebo despacio. La leche caliente me atraviesa la garganta, se desliza hacia el estómago y esa sensación serena un poco mi espíritu. Al entrar, el dependiente que vigila posibles hurtos me ha mirado la mochila de reojo, pero luego ha dejado de prestarme atención. Simulo estar eligiendo una revista de las que hay alineadas junto a los ventanales y proyecto mi imagen en el cristal. Aún tengo el pelo alborotado, pero las manchas de la camisa apenas se ven. Y si alguien se fijara en ellas, pensaría que se trata de suciedad. Lo único que falta es que cese el temblor.

A los diez minutos más o menos aparece Sakura. Ya es casi la una de la madrugada. Lleva una sudadera lisa de color gris y unos tejanos desteñidos. El pelo lo lleva recogido en la nuca y se cubre la cabeza con una gorra azul marino New Balance. En cuanto veo su cara, los dientes dejan de castañetearme del todo. Ella se me acerca y me escruta con ojos de estar examinando la dentadura de un perro. Exhala algo parecido a un suspiro que no llega a materializarse en palabras. Luego me da dos suaves golpecitos en la cintura y me dice: «Ven».

Su casa está dos bloques más allá del Lawson. En un pequeño y modesto edificio de dos pisos. Sube las escaleras, se saca una llave del bolsillo y abre la puerta contrachapada de color verde. Un apartamento de dos habitaciones, cocina pequeña y baño. Las paredes son delgadas, el suelo rechina de forma aparatosa, la luz natural que debe de entrar durante el día probablemente no sea más que los intensos rayos del sol de la tarde. Cuando corre el agua de la cisterna del váter en cualquier piso, las estanterías de los otros pisos vibran con un poco de ruido. Pero aquí por lo menos late la vida cotidiana de personas de carne y hueso. Los platos apilados en el fregadero, una botella de plástico vacía, una revista a medio leer, un tulipán mustio en una maceta, una lista de la compra pegada con cinta adhesiva a la nevera, unas medias colgando del respaldo de una silla, un periódico encima de la mesa abierto por la página de la programación televisiva, un cenicero y una cajetilla larga y estrecha de Virginia Slims, varias colillas. Ese panorama, extrañamente, me tranquiliza.

—Este piso es de una amiga —me explica—. Antes trabajaba conmigo en una peluquería en Tokio, pero el año pasado tuvo que volver a Takamatsu. Y ahora se ha ido un mes a la India y me ha pedido que, mientras tanto, viva yo aquí y le cuide la casa. Además, de pasada, la estoy sustituyendo en el trabajo en una peluquería. Es que yo pienso que de vez en cuando es bueno alejarse un tiempo de Tokio. Mi amiga es una chica muy
New Age
, y como resulta que se ha ido a la India, pues no tengo muy claro que se quede allí sólo un mes, la verdad.

Me hace sentar a la mesa. Saca unas latas de Pepsi-Cola de la nevera. Sin vaso. Normalmente no bebo refrescos de cola. Los encuentro demasiado dulces y son malos para los dientes. Pero tengo tanta sed que me bebo una lata entera.

—¿Tienes hambre? Sólo hay unos Cup Noodle, si te basta con eso.

Le digo que no estoy hambriento.

—Oye, tienes una cara espantosa. ¿Lo sabías?

Asiento.

—¿Y qué diablos te ha sucedido?

—Ni yo mismo lo sé.

—Ni siquiera tú lo sabes. Tampoco sabías dónde estabas. Es largo de explicar… —va enumerando Sakura como si quisiera comprobar los hechos—. En fin, que estás en un aprieto.

—En un gran aprieto —digo. Desearía hacerle entender la gravedad de mi situación.

Durante unos instantes reina el silencio. Mientras tanto, ella me mira con el entrecejo fruncido.

—Oye, tú no tienes parientes en Takamatsu, ¿verdad? Tú te has escapado de casa.

Asiento.

—Cuando tenía tu edad, yo también me escapé una vez. Así que entiendo muy bien cómo te sientes. Por eso, al despedirnos, te di mi número de móvil. Pensé que a lo mejor te serviría.

—Gracias —digo.

—Yo vivía en Ichikawa, en la prefectura de Chiba. Me llevaba fatal con mis padres y odiaba la escuela, así que les robé dinero y me fui lejos. Tenía dieciséis años. Llegué hasta cerca de Abashiri. Me dirigí a una granja que vi por allí y les pedí que me dieran trabajo. Les dije que haría cualquier cosa, que trabajaría duro. Y que no tenían por qué pagarme, que me bastaba con la comida y con un sitio para dormir en el altillo, debajo del tejado. La señora de la casa fue muy amable, me invitó a un té, me dijo que esperara un momento. Y ahí estaba yo, esperando, cuando llegó un coche de policía y me enviaron de vuelta a casa. Al parecer, no era la primera vez que les pasaba. Y entonces yo reflexioné. «Cualquier cosa vale», me dije, «pero tengo que espabilarme para poder encontrar un trabajo vaya a donde vaya». Así que dejé el instituto, entré en una escuela de formación profesional y me hice peluquera. —Sakura sonríe alargando los labios simétricamente de derecha a izquierda—. ¿No te parece una manera muy sana de pensar?

Le doy la razón.

—¿Qué? ¿Me lo explicas todo desde el principio? —pregunta y saca un cigarrillo de la cajetilla de Virginia Slims y le prende fuego con una cerilla—. Total, esta noche no parece que vaya a poder dormir bien. Así que escucharé tu historia.

Se la explico desde el principio. Desde que salí de casa. Pero, por supuesto, me callo lo de la profecía. Esto es algo que no puedo contarle a nadie.

10

—Así pues, ¿no le importa que Nakata le llame señor Kawamura? —le preguntó Nakata por segunda vez a un gato a rayas marrones. Despacio, separando las palabras, con una voz fácil de entender.

El gato le había dicho que creía haber visto por allí cerca a Goma. (Un año de edad. Rayas negras, marrones y blancas. Hembra). Sin embargo, el gato —o al menos eso le parecía a Nakata— hablaba de una manera bastante rara. Por lo visto, tampoco él acababa de entender lo que estaba diciéndole Nakata. Así pues, su conversación se limitaba a ratos a un cruce de palabras incomprensibles.

—No tengo problema. Cabeza alta.

—Lo siento. Pero Nakata no entiende a qué se refiere. Mil perdones, pero es que Nakata no es muy inteligente.

—Vamos, caballa.

—¿Me está usted diciendo que le apetecería comer caballa?

—¡No! Las manos agarran, más adelante.

Nakata no tenía, ya de buen principio, grandes expectativas con respecto a la calidad de su comunicación con los gatos. En una conversación entre un ser humano y un gato sería pedir demasiado que no existiera ni el más mínimo problema. Para empezar, la capacidad comunicativa del propio Nakata —hablase con un hombre o con un gato— no era gran cosa. La semana anterior había sido capaz de mantener una conversación fluida y distendida con el señor Ôtsuka, pero se trataba más bien de una excepción. Sumaban más las veces en que le costaba sudor y lágrimas intercambiar mensajes sencillos. En casos extremos era como si un día de fuerte viento estuviese de pie junto a un canal hablando con alguien que se encontrara en la orilla opuesta. Y hoy era uno de esos días.

Tras haber clasificado a los gatos por tipos, a Nakata, vete a saber por qué, le resultaba especialmente difícil sintonizar con los gatos a rayas marrones. Con los gatos negros no solía tener problemas. Y con los que mejor se entendía era con los siameses, aunque, por desgracia, andando por la calle no tenía muchas oportunidades de encontrarse con gatos callejeros de esa especie. Los gatos siameses solían estar en las casas, mimados por sus dueños. Y entre los gatos callejeros, por una u otra razón, abundaban los gatos a rayas marrones.

Pero, al tal señor Kawamura, Nakata no lo entendía en absoluto. Su pronunciación era deficiente, sus frases, una ristra de palabras inconexas. Más que frases parecían enigmas. Sin embargo, Nakata era de natural muy paciente y, además, tenía todo el tiempo del mundo. Así pues, le repetía lo mismo a su interlocutor una y otra vez y éste hacía lo propio. Los dos llevaban ya cerca de una hora sentados en el bordillo que enmarcaba un parque infantil construido dentro de una manzana de casas, y la conversación seguía casi en el mismo punto.

—Lo de Kawamura es sólo un nombre. No significa nada en especial. Es que Nakata, para acordarse de los gatos, tiene que llamarlos de algún modo. No querría molestarle, bajo ningún concepto. Sólo le estoy pidiendo que me deje llamarlo señor Kawamura.

Kawamura empieza a refunfuñar no se sabe qué al respecto y, como parece que la cosa va para largo, Nakata pasa con decisión a la siguiente fase. Y le enseña de nuevo la fotografía de Goma.

—Señor Kawamura, ésta es Goma. La gata que Nakata está buscando. Es una gatita de un año a rayas marrones, negras y blancas. Estaba en casa de los señores Koizumi, en Nogata 3-chôme, pero hace días que no se conoce su paradero. Se escapó saltando por una ventana que la señora de la casa había dejado abierta. Así que se lo preguntaré una vez más. Señor Kawamura, ¿ha visto usted a este gato?

Kawamura vuelve a mirar la fotografía, y luego asiente.

—Kwamura, si es caballa, agarra. Si agarra, busco.

—Perdone, pero tal como le he dicho antes, Nakata es muy estúpido y no entiende bien lo que usted le dice. ¿Podría repetírmelo otra vez?

—Kwamura, caballa. Si encuentra, ata.

—Por caballa, ¿se refiere usted al pescado?

—Caballa, caballa. Si ata, Kwamura.

Nakata reflexionó pasándose la palma de la mano por los cortos cabellos negros entreverados de gris. ¿Cómo salir de aquella conversación laberíntica sobre la misteriosa caballa? Pero por más vueltas que le dio, no pudo encontrar la clave. Por lo general, el pensamiento lógico no era su fuerte. Mientras tanto, ajeno a todo, Kawamura había levantado la pata de atrás y estaba rascándose bajo la barbilla con fruición.

Entonces se oyó una risita a sus espaldas. Al volverse, Nakata vio una preciosa gata siamesa de cuerpo alargado sentada sobre el muro bajo de bloques de cemento de la casa vecina, que los estaba mirando con los ojos entornados.

—Perdone, pero usted ha dicho que es el señor Nakata, ¿no es cierto? —preguntó la gata siamesa con voz aterciopelada.

—Sí, en efecto. Me llamo Nakata. Buenas tardes.

—Buenas tardes —dijo la gata siamesa.

—Desde esta mañana está nublado, por desgracia, pero no parece que vaya a llover —dijo Nakata.

—Esperemos que no.

Era una gata más o menos de mediana edad, a sus espaldas erguía orgullosamente la cola y, alrededor del cuello, llevaba un collar con una placa donde se leía su nombre. Sus facciones eran hermosas y a su cuerpo no le sobraba ni un gramo.

—Llámeme Mimí. Mimí, de
La Bohème
. Incluso me dedican una canción: «Me llamo Mimí…».

—¡Aah! —exclamó Nakata.

—Hay una ópera de Puccini que se llama así. Es que a mis dueños les gusta la ópera —dijo Mimí sonriendo afablemente—. Me gustaría cantársela, pero por desgracia carezco de aptitudes para ello.

—Lo importante es que la haya conocido a usted, señorita Mimí.

—Lo mismo digo, señor Nakata.

—¿Vive usted por aquí cerca?

—Sí, en aquella casa de dos plantas de allá. Mis dueños se llaman Tanabe. Mire, delante del portal hay un BMW 530 de color crema, ¿lo ve usted?

—¡Aah! —exclamó Nakata. No acababa de entender qué significaba BMW, pero allá se veía un coche de color crema. Quizás era aquello a lo que llamaban BMW.

—Oiga, señor Nakata —comenzó a hablar Mimí—. Yo, por así decirlo, soy muy independiente y lo cierto es que tengo un carácter un tanto peculiar y no me gusta meterme donde no me llaman. Pero ese chico, ése al que usted llama señor Kawamura, si le soy sincera, ése no tiene grandes luces. El pobre, cuando era pequeño, chocó con un niño del barrio que iba en bicicleta, salió disparado y dio de cabeza contra un canto de hormigón. Desde entonces ha sido incapaz de articular una frase coherente. Así que, por más que se esfuerce, dudo que usted saque de él nada en claro. Desde hace un rato que los estoy observando y la verdad es que no he podido evitar intervenir. Dudaba en hacerlo, ya que no es propio de mi carácter actuar de este modo.

—¡Oh, no! No diga eso. Muchísimas gracias por su consejo. Yo, al igual que el señor Kawamura, soy muy estúpido y no sé qué sería de mí si no me ayudaran. El señor gobernador, por ejemplo, cada mes me da un subsidio. Y ni que decir tiene que también sus opiniones, señorita Mimí, me son de gran valor.

—Está buscando un gato, ¿verdad? —dijo Mimí—. No es que estuviese escuchando a hurtadillas, no crea. Sólo que me encontraba ahí, durmiendo la siesta, y no he podido evitar oírlo. Una gatita que se llama Goma, ¿verdad?

—Sí, en efecto.

—Y el señor Kawamura dice que la ha visto, ¿no es cierto?

—Sí, eso ha afirmado hace un rato. Sólo que lo que ha añadido a continuación no alcanza a entenderlo una persona tan estúpida como Nakata. Y no sé qué hacer.

—Mire, señor Nakata. ¿Y si yo hablara con él? Entre gatos es más fácil entenderse y, además, yo ya estoy acostumbrada a esa manera tan rara de hablar. Así pues, ¿qué le parecería si yo escuchara lo que tenga que contarme y luego se lo explicase, en términos generales, a usted?

—¡Oh, sí! Me haría un gran favor.

La gata siamesa hizo un breve gesto de asentimiento y bajó ágilmente al suelo saltando desde el muro como si marcara un paso de ballet. Y, con su negro rabo levantado como el asta de una bandera, se fue acercando despacio a Kawamura y se sentó a su lado. Éste alargó enseguida el hocico e hizo ademán de olerle el trasero, pero, al momento, la gata siamesa lo detuvo y le dio una bofetada en la mejilla. Luego, sin perder un instante, le atizó con la palma de la mano en el hocico.

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