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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

Kafka en la orilla (28 page)

Ella no volvió a cantar jamás. Se encerró con llave en su habitación, no quería hablar con nadie. Tampoco se ponía al teléfono. Ni siquiera asistió al funeral. Dejó el Conservatorio. Pasaron unos meses y, en cuanto la gente se dio cuenta, ya no estaba en la ciudad. Adónde había ido la señora Saeki o qué estaba haciendo, eso era algo que nadie sabía. Sus padres callaban. Es posible que tampoco ellos lo supieran. Se esfumó como el humo. Ni siquiera la madre de Ôshima, que era su mejor amiga, conocía su paradero. Había quien decía que se había intentado suicidar en los bosques que rodean el monte Fuji, pero que había fracasado en la tentativa y que ahora estaba internada en un hospital psiquiátrico. Otra persona dijo que un conocido se había topado con ella por las calles de Tokio. Según esa persona, ella estaba realizando un trabajo relacionado con la escritura en Tokio. También había quien afirmaba que se había casado y que tenía hijos. Pero todos éstos eran rumores sin fundamento. Y así pasaron más de veinte años.

Lo que sí está claro es que, adondequiera que hubiese ido y hubiera hecho lo que hubiese hecho, no debió de tener problemas económicos. En su cuenta tenía ingresados los derechos de autor de
Kafka en la orilla del mar
. Y representaban una cantidad considerable incluso una vez deducidos los impuestos. Cada vez que se emitía la canción por la radio o se incluía en algún CD compilatorio de la música de aquellos años, ella cobraba una cantidad, aunque no ascendiera a mucho, de derechos de autor o de usufructo de la canción. Y ese dinero le permitía llevar una vida tranquila e independiente en cualquier lugar lejano. A eso tenemos que añadirle que era la única hija de una familia adinerada.

Pero, veinticinco años después, la señora Saeki regresó de repente a Takamatsu. La razón última de su vuelta era asistir al funeral de su madre (a pesar de que cinco años atrás no había ido al de su padre). Presidió un funeral sencillo y, cuando todo hubo acabado, vendió la gran mansión donde había crecido. Compró un apartamento en una zona tranquila dentro de la ciudad de Takamatsu y se estableció allí. Al parecer, con la intención de quedarse. Poco después habló con la familia Kômura (el actual cabeza de la familia Kômura era el hermano que seguía al primogénito fallecido, tres años menor que éste). La señora Saeki y él hablaron a solas. Nada se sabe del contenido de su conversación. Pero, como resultado de ésta, la señora Saeki empezó a encargarse de la administración de la biblioteca.

Ella sigue siendo hermosa, esbelta. Conserva la sencillez intelectual de la fotografía de la funda del disco. Pero de su rostro ha desaparecido aquella sonrisa pura e incondicional. Sigue sonriendo a veces. Su sonrisa está llena de encanto, pero se limita a unos momentos y a unos ámbitos concretos. A su alrededor se levanta un alto muro invisible. Su sonrisa no va dirigida a nadie en particular. Cada mañana conduce su Volkswagen Golf desde la ciudad hasta la biblioteca y, después, conduce de vuelta a casa. Había regresado a su ciudad, pero apenas se relacionaba con sus viejos amigos o con sus parientes. Si coincidían alguna vez, mantenía con ellos una conversación educada pero intrascendente. Los temas sobre los que hablaban eran limitados. Cuando salía a colación algún acontecimiento del pasado (especialmente si tenía que ver con ella), desviaba la conversación de inmediato, aunque con naturalidad, por otros derroteros. Las palabras que se desprendían de sus labios eran siempre corteses y cariñosas, pero carecían del eco de la curiosidad o de la sorpresa que debían de poseer. Sus verdaderos sentimientos —si es que los tenía— no los mostraba jamás. Excepto cuando se le pedía un juicio concreto sobre algo, jamás exponía sus opiniones personales. Hablaba poco, solía dejar hablar a su interlocutor y ella se limitaba a asentir afablemente. Y, la mayor parte de las veces, llegados a cierto punto, a su interlocutor lo embargaba una vaga inquietud. La de si no estaría haciendo malgastar a la señora Saeki sus horas de silencio, la de si no estaría invadiendo su mundo, perfectamente ordenado. Y esa impresión era bastante exacta.

Pese a haber regresado, para la gente continuaba siendo un enigma. Tras su estilo refinado, ella seguía bajo el velo del misterio. Y eso hacía que resultara difícil aproximarse a ella. Incluso sus superiores nominales, la familia Kômura, que era quien le ofrecía empleo, reconocían su superioridad y lo que decían frente a ella se lo pensaban dos veces.

Poco después, Ôshima empezó a trabajar en la biblioteca como ayudante. En aquella época, Ôshima no estudiaba, tampoco trabajaba, se pasaba el día encerrado en casa leyendo o escuchando música. Aparte de algunas personas con las que intercambiaba mensajes por correo electrónico, apenas tenía amigos. También influía lo de su enfermedad, la hemofilia; y excepto cuando iba a hospitales especializados, conducía sin rumbo su Road Star, se dirigía periódicamente al Hospital Universitario de Hiroshima o cuando se encerraba de vez en cuando en la cabaña de Kôchi, apenas se alejaba de la ciudad. Y Ôshima no se sentía muy satisfecho con su vida. Un día, casualmente, su madre se lo presentó a la señora Saeki y a ella Ôshima le gustó de inmediato. A él le pasó lo mismo y se sintió interesado por el trabajo en la biblioteca. Así se convirtió en la única persona con la que la señora Saeki tenía contacto y hablaba habitualmente.

—Por lo que cuentas, parece como si la señora Saeki hubiese vuelto con el propósito de administrar la biblioteca Kômura —digo yo.

—Pues sí, yo también tengo esa impresión. Creo que el funeral de su madre no fue más que un pretexto. Para decidir volver a su ciudad natal, tan llena de recuerdos del pasado, le hacía falta un motivo así.

—¿Y por qué es tan importante la biblioteca para ella?

—En primer lugar, porque él vivía allí. Él, el novio muerto de la señora Saeki, vivía en lo que es ahora la biblioteca. Vaya, en lo que antes era la biblioteca de la familia Kômura. Él era el primogénito y, tal vez por cuestión genética, lo cierto es que leer era lo que más le gustaba en este mundo. Además, lo que también parece ser una característica de la familia, le encantaba la soledad. Así que cuando empezó el instituto, insistió en tener una habitación para él solo, alejada del edificio principal, en la biblioteca, y sus padres satisficieron sus deseos. Era una familia que adoraba los libros y eso podían entenderlo. «¡Vaya! ¿Así que quieres vivir rodeado de libros? Pues muy bien», le dirían. Y él pudo vivir aparte, sin que nadie lo molestara, y sólo se dirigía al edificio principal a la hora de las comidas. La señora Saeki lo visitaba todos los días. Estudiaban juntos, escuchaban música juntos, tenían conversaciones interminables. Y posiblemente se acostaran juntos. La biblioteca fue un paraíso para ellos.

Ôshima, con ambas manos sobre el volante, me mira a la cara.

—Y ahora tú vivirás allí, Kafka Tamura. Y en aquella habitación, además. Tal como te he dicho antes, cuando reformaron la biblioteca hicieron diversos cambios. Pero la habitación sigue igual.

Permanezco en silencio.

—La vida de la señora Saeki, fundamentalmente, se detuvo a los veinte años, la edad que tenía cuando él murió. No, quizás a los veinte años no, sino mucho antes. Yo eso no puedo precisarlo. Pero tú esto debes comprenderlo. Las agujas del reloj sepultado dentro del alma de la señora Saeki se detuvieron justo alrededor de aquel punto. Por supuesto, el tiempo fuera de su alma ha seguido su marcha y su efecto real la ha alcanzado también a ella. Pero este tiempo no significa nada para ella.

—¿Que no significa nada para ella?

Ôshima asiente.

—Es como si no existiera.

—Es decir, que la señora Saeki vive siempre en aquel tiempo que quedó detenido.

—Exacto. Lo que no quiere decir que sea, bajo ningún concepto, una muerta viviente. Cuando la conozcas, tú también lo comprenderás.

Ôshima aparta las manos del volante y las apoya sobre las rodillas. Un gesto muy natural.

—Kafka Tamura, en la vida de los hombres hay un punto a partir del cual ya no podemos retroceder. Y, en algunos casos, existe otro a partir del cual ya no podemos seguir avanzando. Y, cuando llegamos a ese punto, para bien o para mal, lo único que podemos hacer es callarnos y aceptarlo. Y seguir viviendo de esta forma.

Cogemos la autopista. Antes, Ôshima ha detenido el coche y subido la capota. Luego vuelve a poner música de Schubert.

—Hay otra cosa que quiero que sepas —dice Ôshima—. Y es que la señora Saeki, en cierta manera, tiene el corazón herido. Ya sé que esto también se nos puede aplicar a ti y a mí. En mayor o menor medida, seguro. Pero, en el caso de la señora Saeki, esta afirmación va más allá de lo que se entiende en general por tener el corazón herido. El suyo está herido de una manera
particular
. Posiblemente pudiera decirse que su alma funciona de manera distinta a la de los demás. Lo que no quiere decir que ella esté en peligro. Por lo que se refiere a la vida cotidiana, Saeki es una persona muy normal. En cierto sentido, la persona más normal que conozco. Es profunda, inteligente, encantadora. Sólo que no quiero que te preocupes si descubres algo raro en ella.

—¿Algo raro? —repito de manera automática.

Ôshima sacude la cabeza.

—Me gusta la señora Saeki. Y también la respeto. Estoy seguro de que tú sentirás lo mismo por ella.

Esto no es una respuesta directa a mi pregunta. Pero Ôshima no añade nada más. Y, en el momento preciso, pone una marcha más corta, pisa el acelerador, adelanta a una camioneta justo antes de entrar en un túnel.

18

Nakata se encontró tumbado boca abajo entre la maleza. Al recobrar el sentido, abrió los ojos. Era de noche. No había estrellas. Ni luna. A pesar de ello, el cielo mostraba una tonalidad pálida. Percibe el fuerte olor de las plantas del verano. Oye los chirridos de los insectos. Por lo visto, se encontraba en el descampado que vigilaba a diario. Notaba cómo algo le frotaba la cara. Algo rasposo y cálido. Movió ligeramente la cabeza y vio cómo dos gatos se afanaban en lamerle ambas mejillas con sus pequeñas lenguas. Eran Goma y Mimí. Se sentó despacio, alargó los brazos y las acarició.

—¿Estaba dormido Nakata? —les preguntó a las gatas.

Las dos gatas maullaron. Parecían pedir algo. Pero Nakata no logró descifrar aquellos sonidos. Fue totalmente incapaz de entender lo que le estaban diciendo. Aquello eran simples maullidos.

—Lo siento mucho. Nakata no puede entender qué le están diciendo.

Nakata se incorporó, se miró de arriba abajo y comprobó que su cuerpo no presentaba anomalía alguna. No le dolía nada. Podía mover brazos y piernas. Estaba muy oscuro y sus ojos tardaron un tiempo en acostumbrarse a las tinieblas, pero vio con seguridad que no tenía ni las manos ni la ropa manchadas de sangre. Lo que llevaba puesto seguía tal como estaba al salir de casa. Ningún desorden. La bolsa con el termo y la fiambrera continuaba a su lado. La gorra también seguía en el bolsillo de su pantalón. Nakata no lograba entenderlo.

Hacía apenas un instante, había cogido un gran cuchillo y había matado a Johnnie Walken, el «asesino de gatos», para salvar a Mimí y a Goma. Esto Nakata lo recordaba claramente. Aún notaba el cuchillo en la mano. No había sido un sueño. Cuando se lo clavó, la sangre manó del cuerpo de Johnnie Walken y lo empapó a él. Y Johnnie Walken cayó al suelo, murió hecho un ovillo. Es cuanto lograba recordar. Luego Nakata se hundió en un sillón, perdió el conocimiento. Después se encontró tumbado entre la maleza en el descampado. ¿Cómo había conseguido volver? Si él ni siquiera conocía el camino. Además, en su ropa no se veía una sola gota de sangre. Que no había sido un sueño lo probaba la presencia de Mimí y de Goma, una a cada lado. Pero él era incapaz de comprender una palabra de lo que le decían.

Nakata suspiró. No conseguía pensar con claridad. Qué podía hacer. Ya pensaría después. Se colgó la bolsa al hombro, cogió un gato en cada mano y salió del descampado. Al cruzar la valla, Mimí empezó a mover la cola con desasosiego e hizo amagos de querer bajar. Nakata la depositó en el suelo.

—Señorita Mimí, ya puede volver sola a su casa, ¿verdad? Está aquí mismo —dijo Nakata.

Mimí movió enérgicamente la cola como diciendo: «¡Sí, sí!».

—Nakata no tiene la menor idea de lo que ha ocurrido. Además, ya no puede hablar con usted, señorita Mimí, aunque tampoco sabe por qué. Pero lo cierto es que he encontrado a Goma. Voy a llevarla ahora mismo a casa de los señores Koizumi. Allí, todos están esperando que regrese. Señorita Mimí, muchas gracias por todo.

Mimí maulló, agitó el rabo de nuevo y desapareció rauda y veloz tras una esquina. Tampoco en su cuerpo había huellas de sangre. Nakata grabó ese hecho en su memoria.

La familia Koizumi se sorprendió y alegró de ver a Goma. Ya eran más de las diez de la noche, pero las niñas aún se estaban lavando los dientes. El matrimonio Koizumi, que estaba tomando un té mientras miraba las noticias de la televisión, recibió afectuosamente a Nakata. Las dos niñas, en pijama, se pelearon para ver quién era la primera en abrazar a la gatita a rayas blancas, negras y marrones. Goma, por su parte, se arrojó sobre la leche y la comida de gato que le dieron.

—Siento mucho molestarles a estas horas de la noche. Hubiese querido traérsela antes, pero no estaba en mi mano elegir.

—No se preocupe por la hora. ¡Faltaría más! —dijo la señora Koizumi.

—La hora es lo de menos. Este gato es como un miembro más de la familia. Le agradezco mucho que lo haya encontrado. ¿No le apetece entrar un momento? Tómese una taza de té con nosotros —dijo el marido.

—No, muchas gracias. Tengo que irme enseguida. Sólo quería entregarles a Goma lo antes posible.

La señora Koizumi se metió en la casa y preparó un sobre con el estipendio. Su marido se lo entregó a Nakata.

—Es sólo una pequeña muestra de agradecimiento por haber encontrado a Goma. Por favor, acéptelo.

—Muchísimas gracias —dijo Nakata al tomar el sobre e inclinando la cabeza.

—Debe de haberle costado mucho encontrarla, estando todo tan oscuro.

—Sí, es una historia un poco larga. Y no me veo capaz de contarla. Nakata no es muy inteligente y le cuesta explicar historias largas.

—No se preocupe. No sabemos cómo darle las gracias —dijo la señora—. Perdone, no son más que las sobras de la cena, pero si le apetecen berenjenas asadas y pepinillos en vinagre, podría llevarse un poco a casa.

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