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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

Kafka en la orilla (32 page)

20

Ya eran más de las ocho de la noche cuando el conductor del enorme camión frigorífico dejó a Nakata en el aparcamiento del área de servicio Fujigawa de la autopista Tômei. Nakata descendió del alto asiento del copiloto con la bolsa de lona y un gran paraguas en la mano.

—Aquí te podrá coger otro vehículo —le dijo el conductor sacando la cabeza por la ventanilla—. Si vas preguntando, seguro que encontrarás alguno.

—Muchas gracias. Me ha sido usted de gran ayuda.

—¡Buen viaje! —gritó el conductor. Se despidió con la mano y se fue.

«Fujigawa», le había dicho el conductor. Pero Nakata no sabía dónde se encontraba Fujigawa. Lo único que sabía es que debía alejarse de Tokio y dirigirse, poco a poco, hacia el oeste. No tenía brújula, no sabía leer un mapa, pero que debía ir en esa dirección lo sabía instintivamente. Ahora le bastaba con subirse a otro vehículo que fuera hacia el oeste.

Nakata tenía el estómago vacío, así que decidió ir al restaurante a comer unos
raamen
. Los
onigiri
y el chocolate que llevaba en la bolsa los guardaría para un caso de emergencia. Como no sabía leer, le llevó tiempo entender cómo funcionaban las cosas. Antes de entrar en el comedor debía comprar el tiquet de la consumición. Y el tiquet lo expendía una máquina. Nakata, que no sabía leer, tuvo que pedir ayuda.

—Tengo la vista débil y no veo bien —le dijo a una mujer de mediana edad, y ésta introdujo las monedas en la ranura, pulsó el botón, recogió el cambio y se lo entregó. Nakata había aprendido por experiencia que, a según quién, era mejor ocultarle que no sabía leer. Porque se habían dado casos en los que se lo habían quedado mirando como si se tratara de una aparición.

Luego se colgó la bolsa de lona del hombro, cogió el paraguas y se dirigió hacia los hombres que tenían aspecto de camioneros. «Voy hacia el oeste», explicaba, «¿serían ustedes tan amables de llevarme?». Éstos miraban a Nakata a la cara, luego echaban una ojeada a su indumentaria y después hacían un gesto negativo con la cabeza. Era algo muy infrecuente ver a un anciano haciendo autoestop y un hecho tan inusitado como ése los hacía desconfiar. «La empresa nos prohíbe coger a gente», decían. «Lo siento».

Había tardado mucho tiempo en ir desde el distrito de Nakano hasta el acceso a la autopista Tômei. En primer lugar, Nakata apenas había salido del distrito de Nakano. Desconocía, además, dónde estaba el acceso a la autopista Tômei. Podía subir al autobús urbano cuyo uso cubría el pase especial, pero nunca había cogido solo el metro o el tren porque era necesario comprar un billete.

Eran las diez de la mañana cuando, tras embutir en la bolsa de lona unas mudas de ropa, artículos de aseo y algo de comer, y guardar con cuidado el dinero escondido bajo el tatami en una riñonera, Nakata cogió un gran paraguas y dejó su apartamento.

—¿Qué tengo que hacer para ir a la autopista Tômei? —le preguntó al conductor del autobús urbano. Pero lo único que consiguió fue que éste se riera.

—Este autobús sólo llega hasta la estación de Shinjuku. El autobús urbano no circula por la autopista. Tendrás que coger un autocar de alta velocidad.

—¿Y de dónde sale ese autocar de alta velocidad que va a la autopista Tômei?

—De la estación de Tokio —dijo el conductor—. Tienes que ir en este autobús hasta Shinjuku, en la estación de Shinjuku coger un tren para la estación de Tokio y, una vez allí, sacarte un billete de asiento reservado y coger el autocar. Así podrás llegar a la autopista Tômei.

Nakata no acabó de entenderlo, pero decidió coger el autobús y dirigirse a Shinjuku. Se encontró en un barrio gigantesco. Una multitud de personas iba y venía por las calles, Nakata a duras penas podía andar. Por la estación de Shinjuku circulaban muchos tipos diferentes de trenes y él no tenía la menor idea de qué diantres de tren tenía que coger para dirigirse a la estación de Tokio. Encima, no podía leer los letreros indicadores. Preguntó el camino a varias personas, pero las explicaciones que le daban eran demasiado rápidas, demasiado complicadas, llenas de nombres propios que jamás había oído, y Nakata era incapaz de retener tanta información en su cabeza. «Es igual que cuando hablaba con el gato Kawamura», se dijo Nakata. Habría podido dirigirse a un puesto de policía y preguntar, pero corría el riesgo de que lo tomaran por un anciano con demencia senil y que lo retuvieran allí (de hecho, ya le había sucedido una vez). Y mientras se encontraba vagando sin rumbo por la estación, ya sea porque el aire estaba contaminado o porque se oía mucho ruido, empezó a sentirse mal. Nakata se encaminó entonces hacia una zona poco transitada, descubrió una especie de parque pequeño entre los altos rascacielos y se sentó en un banco.

Nakata permaneció allí mucho tiempo completamente perdido. De vez en cuando musitaba algo para sí, se acariciaba la cabeza de cortos cabellos con la palma de la mano. En el parque no había ningún gato. Se acercaron unos cuervos a rebuscar entre las basuras. Nakata alzó varias veces la vista al cielo y dedujo la hora más o menos por la posición del sol. El cielo presentaba una tonalidad extraña a causa del humo de los tubos de escape de los coches.

Pasado mediodía, las personas que trabajaban en los edificios cercanos salieron al parque a comer sus
bentô
. Nakata también se tomó los bollos que llevaba y se bebió el té del termo. Sentadas en el banco, a su lado, había dos jóvenes y Nakata decidió abordarlas. «¿Cómo se va a la autopista Tômei?», les preguntó. Las dos le explicaron lo mismo que el conductor del autobús urbano. Que tenía que coger la línea Chûô, ir hasta la estación de Tokio y, una vez allí, coger el autocar para la autopista Tômei.

—Lo he intentado hace un rato, pero no lo he conseguido —les confesó con sinceridad—. Hasta ahora, Nakata no había salido nunca del barrio de Nakano. Así que tampoco sabe coger un tren. Sólo sabe ir en el autobús urbano. Como no sabe leer, no puede comprar el billete. He venido hasta aquí en el autobús urbano, pero no puedo seguir adelante.

Al oírlo, las dos se quedaron atónitas. ¿Que no sabía leer? Sin embargo, tenía pinta de ser un viejo inofensivo. Sonriente, pulcro y aseado. Chocaba un poco que llevara un paraguas tan grande en un día soleado, pero no parecía un vagabundo. Sus facciones eran agradables, sobre todo los ojos, tan claros y transparentes.

—¿De verdad es la primera vez que sales de Nakano? —le preguntó una de las chicas, la del pelo negro.

—Sí. Intentaba no salir jamás de Nakano. Porque si Nakata se perdía, nadie lo buscaría.

—Y no sabes leer —dijo la otra chica, la que llevaba el pelo teñido de color castaño.

—No. No sé leer ni una letra. Pero los números sencillos sí los conozco, aunque no sé contar.

—¡Vaya! Pues entonces te resultará difícil coger el tren.

—Sí, muy difícil. Es que no puedo comprar el billete.

—Si nos quedara tiempo, te llevaríamos a la estación y te diríamos en qué tren tienes que subir, pero dentro de poco debemos estar de vuelta en la empresa donde trabajamos. No tenemos tiempo de ir hasta la estación. Perdona, ¿eh?

—¡Oh, no! No se disculpe, por favor. Nakata ya se las apañará.

—¡Ya sé! —dijo la de pelo negro—. ¿Tôgeguchi, el del departamento comercial, no decía que tenía que ir hoy a Yokohama?

—Sí, ahora que lo dices, sí. Y si nosotras se lo pedimos, él lo llevará. Es un poco tristón, pero no es mal tipo —dijo la de pelo castaño.

—Oye, si no sabes leer, ¿por qué no haces autoestop? —preguntó la de pelo negro.

—¿Autoestop?

—Una vez allí, si se lo pides a alguien, seguro que te llevan. Hay muchos camiones de largo recorrido. Mejor que preguntes a éstos. Los turismos no suelen coger a nadie.

—Camiones de largo recorrido, turismos. Nakata no entiende bien estas palabras tan difíciles.

—Si vas, ya verás cómo lo consigues. Hace tiempo, cuando estudiaba en la universidad, hice autoestop una vez. Los camioneros fueron todos muy amables.

—Por cierto, ¿hasta dónde vas de la autopista Tômei? —preguntó la del pelo castaño.

—No lo sé.

—¿Que no lo sabes?

—No lo sé. Pero, en cuanto llegue, lo sabré. De momento debo ir por la autopista Tômei en dirección al oeste. Lo demás ya lo pensaré más adelante. En principio, Nakata tiene que dirigirse hacia el oeste.

Las dos jóvenes se miraron, pero las palabras de Nakata poseían un extraño poder de persuasión. Y ellas sintieron una simpatía natural hacia él. Acabaron de comer el
bentô
, tiraron las cajas a la papelera y se levantaron del banco.

—¡Vamos! Ven con nosotras. Algo podremos hacer, ya lo verás —dijo la del pelo negro.

Nakata entró detrás de las dos chicas en uno de los grandes rascacielos cercanos. Era la primera vez que traspasaba las puertas de un edificio tan enorme. Las dos le pidieron a Nakata que se sentara en un banco en recepción y, tras dirigir unas palabras a la chica que se encontraba allí, le dijeron a él: «Espéranos un momento». Luego desaparecieron dentro de uno de los muchos ascensores que se alineaban uno junto al otro. Por delante de Nakata, que permanecía sentado en el banco con el enorme paraguas en una mano y la bolsa de lona en el regazo, iban pasando los oficinistas que volvían de almorzar. Otra escena que él no había presenciado jamás. Todos, como si se hubiesen puesto de acuerdo, iban elegantemente vestidos. Corbatas, maletines relucientes, zapatos de tacón. Todos andaban a paso rápido y todos se dirigían hacia el mismo lugar. Qué debía de estar haciendo allí tantísima gente junta, eso Nakata no logró entenderlo.

Pronto volvieron las dos chicas acompañadas de un señor alto y delgado que llevaba una camisa blanca y una corbata a rayas. Las dos chicas le presentaron a aquel hombre.

—Éste es el señor Tôgeguchi. Ahora mismo sale para Yokohama en coche. Dice que te llevará. Te dejará en el área de servicio de Tôhoku, en la autopista Tômei. Tú, desde allí, puedes subir a otro vehículo. Vas diciendo que quieres ir al oeste y, a los que te lleven, como agradecimiento los invitas a comer cuando os paréis en algún sitio. ¿Entiendes? —dijo la de pelo castaño.

—¿Tienes bastante dinero para eso? —preguntó la de pelo negro.

—Sí, Nakata tiene bastante dinero para eso.

—Oye, Tôgeguchi, el señor Nakata es un conocido nuestro, así que trátalo bien.

—Si vosotras me tratáis bien a mí… —replicó el joven tímidamente.

—¡Vale! Cualquier día de estos… —dijo la de pelo negro.

Al despedirse, las dos chicas le dijeron a Nakata: «Toma, un regalo de despedida. Por si tienes hambre durante el viaje», y le entregaron unos
onigiri
y chocolate que habían comprado en una tienda abierta las veinticuatro horas.

Nakata les dio reiteradamente las gracias.

—Muchísimas gracias. No sé cómo agradecerles su amabilidad. Rezaré con todo mi corazón para que les sucedan cosas buenas a las dos.

—¡Ojalá surtan efecto tus plegarias! —exclamó la de pelo castaño, y la de pelo negro soltó una risita sofocada.

El tal Tôgeguchi le dijo a Nakata que se sentara en el asiento del copiloto de un Hi-Ace, y pasó de la autopista Metropolitana a la Tômei. La carretera iba llena, así que tuvieron tiempo de hablar. Tôgeguchi era un chico más bien tímido y, al principio, apenas abrió la boca. Pero en cuanto se acostumbró a la presencia de Nakata ya no la cerró. Tenía muchas cosas que contar y, además, a una persona como Nakata, a quien no volvería a ver en su vida, posiblemente era fácil abrirle el corazón y contarle cualquier cosa. Hacía unos meses que había roto con su prometida. Ella tenía otro novio. Durante mucho tiempo había estado saliendo a sus espaldas con los dos. No se llevaba bien con sus superiores, incluso se planteaba la posibilidad de dejar la empresa. Cuando estudiaba bachillerato, sus padres se separaron. Su madre se volvió a casar enseguida, pero su marido era un sinvergüenza. Vamos, era poco menos que un estafador. Por su parte, Tôgeguchi había prestado unos ahorros que había logrado reunir a un íntimo amigo suyo, pero no había trazas de que éste se los fuera a devolver. Los estudiantes que vivían en el piso de al lado se pasaban la noche escuchando música a todo volumen y a él no lo dejaban dormir.

Nakata escuchaba con atención lo que le iba contando su interlocutor, asintiendo de vez en cuando y haciendo pequeñas observaciones. Cuando el automóvil entró en el área de servicio de Tôhoku, Nakata ya casi lo sabía todo de la vida del joven. Muchas cosas no alcanzaba a entenderlas, pero, en líneas generales, había comprendido que Tôgeguchi era un chico desgraciado que, pese a sus ansias de vivir, veía su existencia lastrada por una infinidad de adversidades.

—Muchas gracias. Me ha sido usted de gran ayuda trayéndome hasta aquí.

—¡Qué dice! A mí también me ha gustado mucho viajar con usted. Gracias a usted, señor Nakata, ahora me siento mejor. Me ha ido muy bien contárselo todo a alguien. Espero no haberle aburrido hablando de tantas desgracias.

—¡Oh, no! En absoluto. Yo también me alegro mucho de haber podido hablar con usted. No me ha aburrido lo más mínimo. No se preocupe. Estoy seguro de que a partir de ahora le irán mejor las cosas.

El joven sacó una tarjeta telefónica del bolsillo, se la entregó a Nakata.

—Tenga, para usted. Es una de las tarjetas que fabricamos en la empresa. Me sabe mal ofrecerle una cosa tan insignificante, pero le ruego que la acepte como regalo de despedida.

—Muchas gracias —dijo Nakata, la cogió y la introdujo con cuidado en la cartera. Nakata no tenía a nadie a quien llamar, ni siquiera sabía cómo se utilizaba la tarjeta, pero pensó que era mejor no rechazarla. Eran las tres de la tarde.

Nakata tardó casi una hora en encontrar a un camionero que lo llevara hasta Fujigawa. Transportaba pescado fresco en un camión frigorífico. Era un hombre corpulento de unos cuarenta y cinco años. Tenía los brazos gruesos como troncos y una barriga prominente.

—¿No te molesta la peste a pescado? —le preguntó el camionero.

—El pescado es uno de mis platos favoritos —respondió Nakata.

El camionero se rió.

—Tú eres un poco raro, ¿eh?

—Sí. A veces me lo dicen.

—A mí me gusta la gente rara —dijo el camionero—. De los tipos que tienen una cara normal, que parece que lleven una vida normal, yo, mira por dónde, no acabo de fiarme.

—¿Ah, no?

—Pues no. Al menos, yo opino eso.

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