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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

Kafka en la orilla (37 page)

Nakata no encontraba esta vida especialmente solitaria o infeliz. No sentía deseo sexual, ni tampoco la necesidad de estar con alguien. Nakata sabía que él era diferente a los demás. Se había dado cuenta de que la sombra que su cuerpo proyectaba en el suelo era más clara y ligera que la de los demás (aunque nadie más se había percatado de ello). Los gatos eran los únicos a quienes podía abrir su corazón. Los días de fiesta se iba a un parque cercano y se pasaba el día entero sentado en un banco hablando con los gatos. Y, cosa extraña, cuando hablaba con los gatos, jamás se le agotaban los temas de conversación.

Cuando Nakata tenía cincuenta y dos años, murió el dueño de la empresa de muebles y el taller fue cerrado poco después. Aquellos muebles tradicionales de tonos tan lóbregos ya no se vendían tanto como antes. Los artesanos iban ya de camino a la vejez y la gente joven no sentía ningún interés hacia esos trabajos de artesanía tradicional. El taller mismo, que antes se encontraba en mitad de los prados, estaba ahora rodeado de urbanizaciones y las quejas de los vecinos por el ruido del taller y por el humo que se producía al quemar las virutas se sucedían sin interrupción. El hijo del dueño, que tenía un bufete de asesor fiscal en la ciudad, no tenía ningún interés en continuar el negocio que había caído en sus manos de repente y, poco después de morir su padre, cerró el taller y lo vendió a un agente inmobiliario. El agente lo derribó, allanó el terreno y lo vendió a un constructor de pisos. El constructor levantó allí una casa de seis plantas. Los apartamentos se vendieron todos el mismo día en que fueron puestos a la venta.

De esta forma, Nakata perdió su empleo. La empresa había dejado deudas, de modo que la indemnización por el despido no fue muy alta. Después, Nakata no volvió a encontrar trabajo. Era casi imposible que un hombre de más de cincuenta años que no sabía leer ni escribir, sin otra formación profesional que construir muebles de artesanía, pudiera recolocarse.

Nakata había trabajado en el taller durante treinta y siete años sin faltar un solo día, así que tenía algunos ahorros en la oficina de Correos local. Nakata gastaba muy poco en su vida diaria y aquellos ahorros podían proporcionarle una vejez sin privaciones aunque no volviese a trabajar. Como él no sabía leer ni escribir, era un amable primo suyo que trabajaba en el ayuntamiento quien le administraba los ahorros. Sin embargo, el primo, aunque simpático, era un poco irreflexivo y, engatusado por un corredor de bolsa sin escrúpulos, invirtió mucho dinero en un complejo turístico cerca de unas pistas de esquí y se cargó de deudas. Y, de manera casi simultánea a la pérdida del empleo de Nakata, el primo desapareció con toda su familia. Al parecer, lo perseguían unos gánsteres vinculados al mundo de las finanzas. Nadie conocía su paradero. Ni siquiera si estaban vivos o muertos.

Cuando Nakata fue a Correos, acompañado de un conocido, y miró el saldo de su cuenta, apenas le quedaban unas pocas decenas de miles de yenes. Incluso la indemnización que le acababan de transferir se había esfumado. Únicamente se puede decir que Nakata tuvo muy mala suerte. Al tiempo que perdía su empleo, se quedaba sin blanca. Sus parientes se compadecieron de él, pero todos habían sido esquilmados, en mayor o menor medida, por el primo. Algunos se quedaron sin recuperar el dinero que le habían prestado, otros lo habían avalado. Ninguno de ellos estaba en condiciones de ayudar a Nakata.

Finalmente, el mayor de sus hermanos menores se hizo cargo de Nakata y le prestó ayuda. El hermano poseía un pequeño bloque de apartamentos unipersonales en el distrito de Nakano (lo había heredado de sus padres) y cedió una habitación a Nakata. Él administraba el dinero —aunque no ascendía a mucho— que sus padres le habían dejado como herencia a Nakata y, además, consiguió que el gobierno metropolitano de Tokio le asignara un subsidio como discapacitado mental. A esto se redujo la «ayuda» del hermano. Nakata no sabía leer ni escribir, pero era perfectamente capaz de desempeñar las tareas de la vida cotidiana por sí solo y, mientras contara con una vivienda y con dinero para gastos, no necesitaba que nadie lo cuidara.

Sus hermanos apenas se relacionaban con él. Sólo se vieron, al principio, en algunas ocasiones. Nakata había vivido separado de sus hermanos durante más de treinta años y, además, llevaban vidas completamente diferentes. No existía entre ellos el afecto normal entre consanguíneos y, aunque hubiese existido, sus hermanos estaban demasiado ocupados con sus asuntos como para perder el tiempo con un discapacitado mental.

Pero la frialdad con que lo trataron sus hermanos no afectó especialmente a Nakata. Se había acostumbrado a estar solo y que alguien se preocupara por él y le expresara su amabilidad más bien lo incomodaba. Tampoco se enojó cuando su primo desapareció con los ahorros que él había atesorado, moneda a moneda, a lo largo de toda su vida. Por supuesto, comprendía que aquello lo colocaba en una situación «apurada», pero tampoco se sintió especialmente decepcionado por su comportamiento. Qué era un complejo turístico, qué significaba la palabra «inversión», eso Nakata no podía entenderlo. Por cierto, ni siquiera comprendía lo que implicaba la palabra «deudas». Nakata vivía en un mundo de vocabulario reducido en extremo.

Su percepción real del dinero se extendía a la suma de 5000 yenes. Las cifras más altas, fueran 100.000, 1.000.000 o 10.000.000 de yenes; para él representaban lo mismo. Eso era «mucho dinero». Aunque tuviera ahorros, nunca había tocado ese dinero. Le anunciaban: «El saldo asciende a» y le decían la cantidad. Sólo eso. Pero para él no era más que un concepto abstracto. De modo que, aunque le anunciaran que ese dinero había desaparecido de pronto, él no experimentaría la sensación real de
haber perdido algo
.

Por esta razón, los días de Nakata transcurrían apaciblemente, viviendo en el apartamento que le había cedido su hermano, recibiendo el subsidio del ayuntamiento, cogiendo el autobús urbano con el pase especial y hablando con los gatos en el parque del barrio. Aquel rincón de Nakano se había convertido en su nuevo mundo. Al igual que los gatos y los perros, él había marcado su territorio, un área por la que podía moverse con entera libertad y de la que no salía a no ser que pasara algo extraordinario. Allí dentro podía vivir seguro. Sin insatisfacción ni ira. Sin soledad ni incertidumbre acerca del futuro, sin carencias. Limitándose a saborear despreocupadamente los preciosos días que se sucedían uno tras otro. Nakata llevó esta vida durante más de diez años.

Hasta que apareció Johnnie Walken.

Nakata no había visto el mar en años. Porque ni en la prefectura de Nagano ni en el distrito de Nakano hay mar. Y Nakata, en aquel instante, se dio cuenta por primera vez de que se había perdido aquello, el mar, durante un largo periodo de tiempo. En realidad, ni siquiera se había parado a pensar alguna vez en el mar. Lo corroboró dirigiéndose a sí mismo varios movimientos afirmativos de cabeza. Se quitó el sombrero y acarició sus cortos cabellos con la palma de la mano. Volvió a ponerse el sombrero y miró hacia el mar. Lo único que él sabía del mar era que es terriblemente extenso, que allí viven los peces y que el agua es salada.

Sentado en el banco olió la brisa que soplaba desde el mar, contempló las gaviotas que volaban por el cielo, contempló un barco que estaba atracado a lo lejos. No se hubiera cansado nunca de mirarlo todo. De vez en cuando se acercaba al parque alguna gaviota blanquísima y se posaba sobre el verde césped de principios de verano. La combinación de los dos colores era hermosa. Para probar, Nakata le dirigió la palabra a una gaviota que se paseaba por el césped, pero la gaviota se limitó a lanzarle una mirada helada, sin responderle. No había ningún gato. Los únicos animales presentes en el parque eran las gaviotas y los gorriones. Estaba bebiendo té del termo cuando empezó a lloviznar y Nakata abrió su precioso paraguas.

Cuando, poco antes de las doce, volvió Hoshino, ya había dejado de llover. Nakata estaba sentado en el banco, con el paraguas cerrado, mirando el mar exactamente en la misma posición que antes. El joven llegó en taxi. Al parecer, había dejado el camión en alguna parte.

—¡Perdona!, ¿eh? Es que se me ha hecho tardísimo —se disculpó el joven. Llevaba una bolsa de viaje de plástico colgada al hombro—. Tenía que haber acabado mucho antes, pero se me ha liado el asunto. Cuando descargas en los grandes almacenes, siempre hay, como mínimo, un pelmazo que te amarga el día.

—A Nakata no le ha importado en absoluto. Ha estado todo el rato aquí sentado, mirando el mar.

—¡Ah! —exclamó el joven. Y dirigió la vista hacia donde Nakata había estado mirando. Allí sólo había un muelle decrépito y en el mar flotaban grandes manchas de aceite.

—Hacía mucho tiempo que Nakata no veía el mar.

—¿De veras?

—La última vez que Nakata lo vio fue cuando estaba en primaria. Fue a la playa de Enoshima.

—De eso hace mucho tiempo, ¿eh?

—En aquella época, los americanos habían ocupado Japón y la playa de Enoshima estaba llena de americanos.

—¡Qué! Te lo estás inventando, ¿verdad?

—No. No me lo he inventado.

—¡Pero qué dices! —dijo el joven—. ¿Cómo van a ocupar Japón los americanos?

—Nakata no sabe de cosas complicadas. Pero América tenía unos aviones que se llamaban B-29. Y arrojaron bombas muy grandes sobre Tokio. Por eso se fue Nakata a la prefectura de Yamanashi. Y allí se puso enfermo.

—¡Vale, vale! Que a mí no me van las historias largas. Además, nos tenemos que ir. Es tarde. Si seguimos así, se nos va a hacer de noche.

—¿Y adónde vamos?

—Pues a Shikoku. ¿Adónde si no? A cruzar el gran puente. Ahora toca ir a Shikoku, ¿no?

—Sí. Pero ¿y su trabajo, señor Hoshino?

—No pasa nada. Con el trabajo ya me las apañaré. Últimamente he trabajado una barbaridad y, mira, justo estaba pensando que me iría bien tomarme unas vacaciones. La verdad es que nunca he viajado a Shikoku. No estará mal dejarse caer por allí. Además, abuelo, tú no sabes leer, te irá mejor que te acompañe para comprar el billete, ¿no? ¿O te molesta que vaya contigo?

—¡Oh no! A Nakata no le molesta lo más mínimo ir con usted.

—Decidido entonces. Ya he mirado los horarios del autobús. Así pues, ¡nos vamos a Shikoku!

23

Aquella noche, yo vi un espectro.

No sé si la palabra «espectro» es la correcta. Pero, como mínimo, aquello no era un ser vivo. No pertenecía a este mundo… Se apreciaba de una sola ojeada.

De pronto algo me despierta, abro los ojos y veo a aquella jovencita. Pese a ser medianoche, en la habitación reina una extraña claridad. Es la luz de la luna, que penetra a través de la ventana. Antes de acostarme había corrido las cortinas, pero ahora están abiertas de par en par. La silueta de la niña se recorta limpiamente en el claro de luna, bañada por una luz de una blancura ósea.

Debe de tener la misma edad que yo, unos quince o dieciséis años. Seguro que son quince, decido. Hay una gran diferencia entre los quince y los dieciséis años. Es menuda y delicada, pero yergue la espalda y no ofrece una impresión de fragilidad. Tiene el pelo liso, hasta los hombros, y el flequillo le cae sobre la frente. Lleva un vaporoso vestido de color azul claro. Ni largo ni corto. No lleva zapatos ni calcetines. Los botones de los puños están cuidadosamente abrochados. El escote del vestido, grande y redondo, le realza la bella línea de la nuca.

Está sentada frente a la mesa, con la barbilla apoyada en la palma de la mano y la vista clavada en un punto de la pared. Está pensando en algo. Nada complicado, al parecer. Más bien diría que se halla sumida en algún agradable recuerdo no muy lejano. De vez en cuando, una especie de sonrisa, aunque muy tenue, aflora a sus labios. Pero, oculta a la sombra de la luz de la luna, desde donde yo estoy, no puedo apreciarlo al detalle. Finjo dormir. No quiero estorbarla, esté haciendo lo que esté haciendo. Contengo el aliento, trato de pasar inadvertido.

Es evidente que se trata de un «espectro». En primer lugar, es demasiado hermosa. No se trata sólo de que posea bellas facciones. Toda ella es demasiado perfecta para ser real. Parece salida de un sueño. Su belleza pura me provoca un sentimiento de tristeza. Un sentimiento muy natural. Pero, por más natural que sea, es una sensación que nada normal y corriente podría despertar.

Me acurruco entre las sábanas, contengo la respiración. Ella sigue con el codo hincado en la mesa, sin cambiar de postura. De vez en cuando desplaza un poco la barbilla dentro de la palma de la mano, y el ángulo de su cabeza cambia de forma casi inapreciable. Es el único movimiento que se percibe en el interior de la habitación. La gran planta que hay junto a la ventana brilla en silencio bañada por la luz de la luna. No corre aire. A mis oídos no llega sonido alguno. Me siento como si, sin darme cuenta, me hubiese muerto. He muerto y me he hundido con ella en el fondo de un lago volcánico.

De improviso, ella aparta el codo de encima de la mesa y apoya ambas manos sobre las rodillas. Por el dobladillo asoman un par de rodillas blancas. Y ella, como si se le hubiese ocurrido de súbito una idea, deja de contemplar la pared, cambia de posición y mira hacia donde yo me encuentro. Se lleva la mano a la frente y se toca el flequillo. Sus dedos delgados, tan juveniles, se posan un instante sobre su frente como si rebuscasen algún recuerdo en la memoria. Me está mirando. Mi corazón late con un sonido seco. Pero, cosa extraña, no tengo la sensación de ser yo el observado. Tal vez no me esté mirando a mí, sino más allá de mí.

En el fondo del lago volcánico donde ella y yo nos hemos hundido todo es silencio. El volcán hace mucho tiempo que está inactivo. Capas de soledad se acumulan en su fondo como un suave lodo. La tenue luz que penetra en las profundidades irradia una luz blanca que induce a pensar en reminiscencias de recuerdos lejanos. En el abismo no hay señales de vida. ¿Cuánto tiempo permaneció la niña mirándome, a mí o al lugar donde me encontraba yo? Me doy cuenta de que he perdido la noción del tiempo. Aquí, a instancias de las necesidades de la mente, el tiempo se expande, o bien se contrae. Pero ella, al final, sin previo aviso, se levanta de la silla y se encamina hacia la puerta con pasos silenciosos. La puerta no se abre. Pero ella desaparece, sin hacer ruido, a través de ella.

Permanezco inmóvil entre las sábanas. Los ojos entreabiertos, inmóvil.
Ella aún puede volver
. Pienso. ¡No! Lo que yo quiero es que vuelva. Pero, por más que la espero, no regresa. Levanto la cabeza y miro las agujas fosforescentes del despertador. Son las tres y veinticinco. Salto de la cama y palpo la silla donde ha estado sentada. No queda rastro de calor. Miro encima de la mesa. ¿No habrá dejado tras de sí aunque sólo sea un cabello? No encuentro nada. Me siento en la silla, me froto la mejilla con la palma de la mano y exhalo un largo suspiro.

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