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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

Kafka en la orilla (67 page)

Hizo girar suavemente el pomo de la puerta. No estaba cerrado con llave. Ôshima entreabrió la puerta, atisbó dentro. Y vio a la señora Saeki desplomada sobre el escritorio. Los cabellos le caían hacia delante, tapándole la cara. Ôshima vaciló. Quizá sólo estuviese dormida. Pero él no la había visto ni una sola vez echando una cabezada. Tampoco era de esas personas que se duermen trabajando. Entró en la habitación, se acercó al escritorio. Se inclinó, la llamó por su nombre al oído. Ella no reaccionó. Ôshima le tocó suavemente el hombro, le cogió la mano, posó la yema de un dedo sobre su muñeca. No tenía pulso. Su piel aún conservaba algo de calor, pero incluso éste resultaba indiferente, uno no podía fiarse.

Ôshima le levantó el cabello, le miró la cara. Tenía los ojos entornados. La señora Saeki no dormía. Estaba muerta. Aunque, por la expresión de su rostro, parecía que se hallara inmersa en un apacible sueño. La sombra de una pálida sonrisa flotaba todavía en sus labios. «Incluso muerta es hermosa y digna», pensó Ôshima. Le dejó el cabello tal como estaba, descolgó el teléfono que había encima del escritorio.

Hacía tiempo que era consciente de que aquel día no tardaría en llegar. Pero al quedarse a solas con la señora Saeki muerta, en la misma estancia, se sintió desconcertado. Sentía una gran aridez en el corazón.
«Yo la necesitaba»
, pensó Ôshima. «Probablemente necesitaba su existencia para llenar el vacío que hay en mi interior. Pero yo no pude llenar el de ella. y, hasta el final, el vacío de la señora Saeki fue sólo suyo».

Alguien lo estaba llamando abajo. Al menos le dio esa impresión. La puerta estaba abierta de par en par, se oía a la gente abajo ir y venir atareada. También sonó el teléfono. Pero Ôshima lo ignoró todo. Se sentó en una silla y se quedó contemplando a la señora Saeki. «Que me llamen si quieren, ya se cansarán de llamar. Que telefoneen si quieren, ya se cansarán de telefonear». Poco después se oyó a lo lejos la sirena de una ambulancia. Parecía que se iba acercando. En pocos instantes llegarían y se la llevarían a alguna parte. Para siempre. Levantó el brazo izquierdo y miró el reloj. Eran las cuatro y treinta y cinco minutos. Las cuatro y treinta y cinco minutos del martes por la tarde. «Tengo que grabar esta hora en mi memoria», se dijo. «Tengo que acordarme siempre de esta tarde, de este día».

—Kafka Tamura —susurró dirigiéndose a la pared de al lado—. Tengo que decírtelo. Si es que todavía no lo sabes, claro.

43

Tiro el equipaje y, aligerado del peso, sigo adentrándome en el bosque. Me concentro sólo en avanzar. Ya no tengo por qué dejar ninguna señal en el tronco de los árboles. Tampoco tengo por qué recordar el camino de vuelta. Incluso dejo de fijarme en lo que me rodea. Total, es la misma escena de siempre. Árboles que se yerguen superponiéndose los unos a los otros, helechos y maleza, hiedra colgante, raíces llenas de protuberancias, hojarasca podrida, mudas secas de insectos. Rígidas y pegajosas telarañas. Innumerables ramas —éste es el mundo de las ramas—. Ramas amenazadoras, ramas que se disputan el espacio, ramas que se ocultan con habilidad, ramas retorcidas, ramas pensativas, ramas secas y muertas. La escena se va repitiendo sin fin. Sólo que, cada vez que se repite, el bosque se va volviendo más
y más espeso
.

Con los labios apretados, sigo avanzando por el camino —o lo que parece un camino—. Aunque no deja de subir, la pendiente no es muy pronunciada. Al menos no es tan abrupta como para dejarme sin respiración. De vez en cuando parece que el sendero vaya a morir en un mar de helechos o de arbustos espinosos, pero, a la que avanzo un poco más, lo reencuentro. El bosque ya no me da miedo. Tiene sus reglas. O sus normas. A la que dejas de temerlo, empiezas a verlas delante de ti. Asimilo esta reiteración, la voy sintiendo como una parte de mí mismo.

Ya no llevo nada encima. Ni el aerosol amarillo que hasta hace poco agarraba firmemente con la mano, ni la podadera recién afilada. Tampoco llevo la mochila a la espalda. Ni comida ni bebida. Ni la brújula. Lo he arrojado todo a un lado del camino. Y, al hacerlo, le estoy comunicando al bosque de una manera muy visible que ya no le tengo miedo, que he sido yo quien ha optado por la completa indefensión. O tal vez me lo esté transmitiendo a mí mismo. Y yo, desprotegido de mi dura coraza, únicamente carne y sangre, me encamino solo hacia el centro del laberinto. Me dispongo a abandonarme al vacío que hay allí.

También la música que sonaba junto a mi oído ha cesado en algún instante. Sólo queda un ruido blanco, uniforme. Como una sábana inmaculada, extendida, sin una sola arruga, sobre una cama inmensa. Poso las manos en la sábana, recorro su blancura con las yemas de los dedos. Su blancura se extiende hasta el infinito. El sudor corre por mis axilas. El cielo que asoma de vez en cuando a través de las altas ramas de los árboles está cubierto por una capa uniforme y continua de nubes grises. Con todo, no parece que vaya a llover. Las nubes están inmóviles, preservando la escena tal cual está. Los pájaros posados en las ramas altas de los árboles emiten misteriosas señales a través de sus entrecortados gritos. Los insectos alzan un profético zumbido entre la maleza.

Pienso en la casa deshabitada de Nogata. Probablemente esté cerrada. «No importa. Que siga cerrada», me digo. Que continúe empapada en sangre. A mí eso no me atañe. No pienso volver a pisarla jamás. Muchas cosas habían muerto ya en aquella casa antes del sangriento crimen. No, muchas cosas ya
habían sido asesinadas
allí.

A veces el bosque intenta amedrentarme por encima de la cabeza, y otras veces bajo mis pies. Exhala su hálito helado en mi nuca. Me clava mil ojos en la piel. Trata, de diversas maneras, de expulsar al intruso. Pero yo he ido aprendiendo a sobrellevar sus amenazas. ¿Acaso no es este bosque, en definitiva, una parte de mí? A partir de cierto punto he empezado a verlo de este modo. Estoy efectuando un recorrido dentro de mí, igual que la sangre a través de las venas. Lo que estoy viendo es mi propio interior, lo que parecen amenazas no son más que ecos del terror que anida en mi corazón. Las telarañas que se extienden en el bosque son las telarañas tendidas en mi corazón, los pájaros que gritan sobre mi cabeza son los pájaros que yo he criado. Esta imagen nace dentro de mí y va echando raíces.

Sigo avanzando, empujado, por detrás, por el latido de un corazón gigantesco. El camino me conduce a un lugar especial dentro de mi corazón. La fuente luminosa que hila la oscuridad, la génesis de los ecos mudos. Quiero ver con mis propios ojos qué hay allí. Soy mi propio emisario, custodio una importante carta personal, lacrada y sellada, que va dirigida a mí mismo.

Una pregunta.

¿Por qué ella no me quería?

¿Acaso yo no era digno de recibir el cariño de una madre?

A lo largo de muchos años esta pregunta ha abrasado como un hierro candente mi corazón, ha carcomido mi espíritu. ¿Que mi madre no me quisiera no se debía, tal vez, a un grave defecto que albergaba en mí? ¿No estaría marcado yo, de nacimiento, por una especie de estigma? ¿Era, tal vez, un ser nacido sólo para que la gente apartara la vista de él?

Antes de irse, mi madre ni siquiera me estrechó entre sus brazos. Ni siquiera me dejó una palabra de despedida. Apartó de mí la mirada, se fue de casa sin decir ni una palabra, se llevó sólo a mi hermana. Se disipó de mi lado como una silenciosa columna de humo. Y el rostro que ella había apartado de mí se fue difuminando para siempre.

Sobre mi cabeza, un pájaro suelta un agudo graznido. Alzo la vista al cielo. Sólo hay unas nubes chatas de color gris. No sopla el viento. Continúo andando. Avanzo por la orilla de mi conciencia. Las olas de mi conciencia rompen en la orilla y se retiran. Dejan unas letras escritas y, luego, inmediatamente llega la siguiente ola y las borra. Tengo que leer aquel texto a toda prisa, en el intervalo entre una ola y la siguiente. Pero no es fácil. Antes de que pueda acabar de leerlo, se abate la siguiente ola y lo borra. Y en mi conciencia sólo quedan unas palabras inconexas y enigmáticas.

Mi mente vuelve a la casa de Nogata. Recuerdo con toda claridad el día en que mi madre se fue llevándose a mi hermana. Yo estoy sentado en el porche, mirando hacia el jardín. Es un atardecer de principios de verano, los árboles proyectan sus largas sombras sobre el suelo. Estoy solo en casa. No sé por qué, pero yo ya soy consciente de que me han abandonado, de que me he quedado solo. Soy consciente incluso de que aquel acontecimiento va a influir de manera decisiva en mi vida. Nadie me lo ha dicho.
Simplemente lo sé
. No hay nadie dentro de la casa, está desierta como una atalaya fronteriza que ha sido abandonada. Miro fijamente cómo se pone el sol, cómo las sombras de las cosas van cubriendo, de forma lenta y continua, la tierra. En un mundo donde existe el tiempo, nada puede volver atrás. Los tentáculos de las sombras avanzan erosionando capa a capa la superficie de la tierra; y, poco después, también el rostro de mi madre, que estaba aquí hasta hace poco, acaba siendo succionado hacia el interior de aquel territorio oscuro y frío. Su rostro, firmemente vuelto hacia otro lado, es arrancado de forma automática de mi memoria y va desapareciendo en la distancia.

Mientras camino por el bosque pienso en la señora Saeki. Recuerdo su rostro. Recuerdo su pálida y apacible sonrisa, recuerdo la calidez de sus manos. Trato de imaginármela como si fuera mi madre abandonándome poco después de cumplir yo los cuatro años. Sacudo la cabeza de forma irreflexiva. Aquí hay algo poco natural, poco pertinente.
¿Por qué tenía que hacer la señora Saeki algo así?
¿Por qué tenía que infligirme una herida tan profunda? Debe de existir una razón de peso, una razón oculta, algo con una profunda significación.

Intento sentir lo mismo que ella debió de sentir en aquellos momentos. Ponerme en su situación. Ni que decir tiene que no resulta nada fácil. Yo soy la persona abandonada, ella es quien me abandonó. Pero, con un poco de tiempo, logro separarme de mí mismo. Mi alma se desprende de sus rígidas vestiduras, se convierte en un cuervo negro, se posa en una rama alta de un pino del jardín y, desde allí, me contempla a mí a los cuatro años.

Me convierto en un cuervo negro que esgrime diversas hipótesis.

—No es que tu madre no te quisiera —me dice, a mis espaldas, el joven llamado Cuervo—. Para ser exactos, tu madre te amaba profundamente. Y tú eso tienes que creerlo. Ése es el punto de partida.

—Pero ella me abandonó. Se fue y me dejó solo en el lugar erróneo. Y, al hacerlo, seguro que me infligió una herida profunda, un daño irreparable. Ahora lo sé. Si me quería de verdad, ¿cómo pudo hacerme algo así?

—Así han ido las cosas —dice el joven llamado Cuervo—. Te han herido profundamente, te han hecho mucho daño. Y es probable que sigas arrastrando esas heridas en el futuro. Eres digno de compasión, no te diré que no. Pero deberías pensar de este modo: aún estás a tiempo de recuperarte. Eres joven, eres fuerte. Tienes flexibilidad. Lograrás que cicatricen tus heridas, lograrás levantar la cabeza y seguir adelante. Pero ella ya no podrá. A ella no le quedará otra opción que la de ir diluyéndose. No se trata de quién es bueno y quién es malo. Tú eres quien tiene todas las ventajas reales. Es en eso en lo que debes pensar.

Permanezco en silencio.

—Escúchame. Eso sucedió hace mucho tiempo —continúa el joven llamado Cuervo—. Es algo irreversible. En aquel momento, ella no debió abandonarte y tú no debiste ser abandonado. Pero lo que ya ha sucedido es igual que un plato roto en mil pedazos. Por muy esforzadamente que lo intentes, ya no podrás devolverlo a su estado original. ¿No te parece?

Asiento.
Por muy esforzadamente que lo intente, ya no podré devolverlo a su estado original
. Tiene toda la razón.

El joven llamado Cuervo prosigue:

—Escúchame. El corazón de tu madre estaba repleto de un miedo y de una ira espantosa. Igual que lo está el tuyo ahora. Por eso tuvo que abandonarte.

—¿A pesar de quererme?

—En efecto —dice el joven llamado Cuervo—. Tuvo que abandonarte a pesar de quererte. Lo que ahora debes hacer tú es tratar de comprender los sentimientos de tu madre y aceptarlos. No heredarlos y repetirlos. Dicho de otro modo, lo que ahora debes hacer es perdonarla. Ya sé que no es fácil. Pero debes hacerlo. Es tu única salvación. No hay otra.

Reflexiono sobre ello. Cuanto más lo pienso, más desconcertado me siento. Mi mente está confusa, me duele la piel como si me la estuviesen arrancando a tiras.

—Dime, ¿es la señora Saeki mi verdadera madre? —le pregunto.

El joven llamado Cuervo responde:

—¿No te lo dijo ella misma? ¿No te dijo que tu hipótesis todavía se mantiene? En definitiva, es de eso de lo que se trata.
Tu hipótesis todavía se mantiene
. Esto es todo cuanto puedo decir.

—Una hipótesis que todavía no ha encontrado una teoría válida que la refute.

—Exacto —dice el joven llamado Cuervo.

—Y yo tengo que seguir seriamente esta hipótesis hasta el infinito.

—Exacto —dice el joven llamado Cuervo con voz resuelta. Una hipótesis sin una teoría válida que la refute es una hipótesis que vale la pena seguir. Además, por el momento, seguirla es lo único que tienes que hacer. No te queda otra alternativa. Así que, por más que te sacrifiques a ti mismo, debes seguirla hasta el final.

—¿Sacrificarme a mí mismo? Estas palabras tienen una extraña resonancia. Soy incapaz de asimilar correctamente esa resonancia.

Pero no hay respuesta. Inquieto, me doy la vuelta. El joven llamado Cuervo está ahí. Anda detrás de mí, marcha al mismo paso que yo.

—¿Qué clase de miedo y de ira sentía la señora Saeki en aquel tiempo? ¿De dónde procedían? —le pregunto sin dejar de caminar hacia delante.

—¿Qué clase de miedo y de ira
crees tú
que sentía ella en aquel tiempo? —me pregunta, a su vez, el joven llamado Cuervo—. Piensa un poco. Eso lo tienes que discernir tú usando tu cabecita. Porque la cabeza sirve para eso.

Pienso. Debo comprenderlo, aceptarlo, antes de que sea demasiado tarde. Pero aún no puedo leer aquellas pequeñas letras dejadas en la orilla de mi conciencia. Porque, entre que una ola se retira de la playa y la siguiente se abate, el intervalo de tiempo es terriblemente breve.

—Estoy enamorado de la señora Saeki —digo. Estas palabras salen de forma espontánea de mis labios.

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