Read Kafka en la orilla Online

Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

Kafka en la orilla (73 page)

—¡Eh, gatito! Qué buen tiempo hace, ¿eh?

—En efecto, Hoshino —le respondió el gato.

—¡Me rindo! —dijo el joven. Y sacudió la cabeza.

El Joven llamado Cuervo

El joven llamado Cuervo volaba despacio por encima del bosque trazando grandes círculos. Cuando terminaba un círculo, se alejaba un poco y volvía a dibujar otro círculo perfecto sobre la siguiente zona. Diversos anillos se perfilaban en el cielo para, acto seguido, borrarse. Su mirada convergía en algún punto muy abajo, como si se tratara de un avión de reconocimiento que sobrevolara la zona. Parecía estar buscando algo. Pero no le resultaba fácil localizarlo. Bajo sus ojos, el bosque se extendía serpenteando y formaba grandes curvas como un mar sin tierra. El bosque vestía su verde y anónimo manto de ramas verdes que se entrelazaban y se superponían las unas a las otras. El cielo estaba cubierto de nubes grises, no soplaba el viento. La anhelada luz no se hallaba en ninguna parte. En aquellos instantes, el joven llamado Cuervo tal vez era el pájaro más solo del universo. Pero no tenía tiempo de reparar en ello.

Finalmente descubrió lo que parecía una abertura en el mar de vegetación y descendió en picado hacia aquel punto. Era un claro de bosque similar a una pequeña plaza. En aquel reducido espacio, hasta donde llegaba la luz del sol, crecía, como un símbolo de algo, la hierba verde. En un extremo del claro del bosque había una gran piedra plana y, sobre la piedra, un hombre sentado. Llevaba un chándal de color rojo brillante y, en la cabeza, un sombrero de copa negro. Calzaba botas de alpinista de suela gruesa, a sus pies descansaba una bolsa de lona de color caqui. La indumentaria era bastante estrafalaria, pero eso al joven llamado Cuervo tanto le daba. Era la persona a quien estaba buscando. Y la apariencia era lo último que le importaba.

Al oír el batir de alas, el hombre levantó la vista y vio al joven llamado Cuervo posado en una gran rama cercana.

—¡Hola! —le dijo el hombre al joven con voz alegre.

El joven llamado Cuervo no respondió. Posado en la rama miraba fijamente, sin pestañear y con ojos inexpresivos, al hombre. Sólo ladeaba un poco, de vez en cuando, la cabeza.

—Sé quién eres —dijo el hombre. Alargó una mano, alzó ligeramente el sombrero de copa y se lo volvió a poner—. Ya suponía que aparecerías de un momento a otro.

El hombre carraspeó, hizo una mueca, escupió al suelo. Luego restregó la suela del zapato, por encima del escupitajo, contra el suelo.

—Estaba descansando y me aburría un poco al no tener a nadie con quien hablar. ¿Qué? ¿Te vienes a mi lado? Podemos charlar un rato. Es la primera vez que te veo, pero no se puede decir que entre nosotros dos no haya nada —dijo el hombre.

El joven llamado Cuervo siguió con la boca firmemente cerrada. Incluso las alas las mantenía pegadas al cuerpo.

El hombre del sombrero de copa sacudió un poco la cabeza.

—¡Ah, claro! Ya comprendo. Es que tú no puedes hablar. Bueno, no importa. Permíteme que diga yo unas palabras. Aunque tú no puedas articular palabra, yo ya sé a qué has venido. En resumen, lo que tú no quieres es que yo siga adelante, ¿verdad? ¿No es cierto? Eso lo sé incluso yo. Lo preveía. Tú no quieres que prosiga. Pero yo, sin embargo, quiero avanzar. Y, si me preguntas por qué, pues te diré que es porque ésta es una de esas ocasiones que no se presentan todos los días. Y no quiero dejarla escapar. Porque ésta es una de esas oportunidades que se dan una sola vez en la vida.

Se propinó un golpe seco en la bota de alpinista a la altura del tobillo.

—Si empiezo por la conclusión, te diré que tú no podrás detenerme, porque tú no reúnes los requisitos para hacerlo. Yo, por ejemplo, puedo tocar la flauta. Y en cuanto lo haga, tú ya no podrás acercarte a mí. Así son mis flautas. No sé si lo sabes, pero son un tipo de flautas muy especial. Muy distintas a las flautas normales y corrientes. Y tengo la bolsa llena de ellas.

El hombre alargó la mano y dio un golpecito a la bolsa que descansaba a sus pies. Luego volvió a levantar la vista hacia la gran rama donde estaba posado el joven llamado Cuervo.

—He hecho estas flautas con almas de gatos. Las he construido reuniendo las almas que les arrancaba mientras todavía estaban vivos. No es que no sintiera pena por los pobres animales, pero no podía hacer otra cosa. Estas flautas se encuentran más allá de principios vulgares como pueden ser el bien y el mal, el amor y el odio. Mi misión a lo largo de mucho tiempo ha sido construir estas flautas. Y yo he desempeñado bien mi trabajo, he cumplido mi papel. He llevado una vida de la que no debo avergonzarme ante nadie. Me casé, tuve un hijo, he hecho una cantidad de flautas suficiente. Y ahora ya no tengo que hacer más. Entre nosotros, hablando en confianza, te diré que voy a usar estas flautas que llevo aquí para hacer otra flauta más grande. Una flauta mucho más grande, más poderosa. Una flauta de grandes proporciones que será un sistema en sí misma. Ahora voy camino del lugar idóneo para construirla. Si esta flauta ha de servir para hacer el bien o para hacer el mal, eso, al fin y al cabo, no lo decidiré yo. Ni tú tampoco, por supuesto. Dependerá del lugar donde esté y del momento en que me encuentre. En este sentido soy un hombre sin prejuicios. No tengo prejuicios, como no los tienen la historia o los fenómenos atmosféricos. Y, justamente porque no los tengo, puedo transformarme en un sistema.

Se quitó el sombrero de copa, se frotó los ralos cabellos de la coronilla con la palma de la mano, volvió a ponerse el sombrero y se alisó el ala con el dedo.

—Si tocara la flauta, te espantaría como a una mosca. Pero, de momento, preferiría no hacerlo. Para tocar mis flautas se necesita mucha fuerza. Y no quiero desperdiciar mis fuerzas inútilmente. Quiero reservarlas, en lo posible, para más adelante. Además, tanto si toco la flauta como si no la toco, tú no podrás detenerme. Eso es más que obvio. —El hombre volvió a carraspear. Se frotó por encima del chándal su incipiente barriga—. ¿Sabes lo que es el limbo? El limbo es un territorio intermedio entre la vida y la muerte. Un lugar borroso y solitario. Vamos, es el lugar donde ahora me encuentro. Este bosque, en definitiva. Yo estoy muerto. He muerto por voluntad propia. Sin embargo, aún no he entrado en el mundo siguiente. Es decir, que soy un alma en tránsito. Y un alma en tránsito no tiene forma. Yo me he limitado a adoptar, por el momento, este aspecto. Así que tú no puedes herirme. ¿Entiendes? Por más sangre que llegara a derramar, no sería sangre verdadera. Por mucho que pudiera sufrir, mi sufrimiento no sería auténtico. A mí sólo puede destruirme quien reúna los requisitos para hacerlo. Y, por desgracia, no es tu caso. Porque tú, por decirlo de alguna manera, no eres más que una ilusión inmadura y de talla ínfima. Por más fuerte que sea tu determinación, no lograrás acabar conmigo.

El hombre se volvió hacia el joven llamado Cuervo y le sonrió alegremente.

—¿Qué? ¿Lo probamos?

Como si esas palabras fueran una señal, el joven llamado Cuervo desplegó las alas en toda su envergadura, abandonó la rama y se precipitó sobre el hombre. Un vuelo directo y rápido. Le clavó las garras en el pecho, echó la cabeza atrás y clavó con todas sus fuerzas la punta del afilado pico en el ojo derecho del hombre. Mientras tanto, sus alas negras batían el aire con estrépito. El hombre no ofreció resistencia. No movió un brazo, no movió un dedo. No lanzó ni un solo alarido de dolor. Por el contrario, comenzó a reírse a carcajadas. El sombrero cayó al suelo, el globo ocular reventó en un instante, se desprendió de su cuenca, se desparramó por fuera. El joven llamado Cuervo se ensañó con los dos ojos del hombre. Cuando las dos cuencas oculares quedaron vacías empezó a asestarle, veloz como el rayo, picotazos en la cara, sin tregua, por donde podía. El rostro del hombre se cubrió de heridas, empezó a manar sangre. Su rostro se tiñó de rojo, la piel se desgarró, la carne saltó a jirones. El rostro quedó convertido en un instante en una masa sanguinolenta. Acto seguido, el joven llamado Cuervo hundió el pico sin piedad en la rala coronilla del hombre. Pero el hombre continuó riendo sin parar. Como si lo encontrara tan divertido que no pudiera contener la risa. Cuanto mayor era la saña con la que el joven llamado Cuervo lo atacaba, más estridentes eran las carcajadas del hombre.

Sin dejar de mirar al joven llamado Cuervo con las dos cuencas vacías, desprovistas de los globos oculares, y entre carcajadas, el hombre logró articular:

—¡Ja! ¡Ja! Que conste que ya te había avisado. ¡No me hagas reír! Por más que lo intentes, no podrás herirme. Porque tú, ¿sabes?, no cumples los requisitos para hacerlo. Tú no eres más que una vana ilusión. No eres más que un eco irrisorio. Hagas lo que hagas será inútil. ¿No lo has comprendido todavía?

En aquel momento, el joven llamado Cuervo asestó un picotazo dentro de la boca que soltaba aquellas palabras. Sus grandes alas seguían batiendo con furia el aire, había perdido un montón de plumas negras y brillantes que danzaban por el espacio como fragmentos de alma. El joven llamado Cuervo le rasgó la lengua, se la perforó, introdujo el pico en aquel agujero y, tirando hacia fuera con todas sus fuerzas, logró arrancársela. Era una lengua terriblemente gruesa y larga. Incluso después de haber sido arrancada de la garganta, la lengua seguía arrastrándose resbaladiza como un molusco, conformando las palabras que tejen las tinieblas. Sin lengua, el hombre, evidentemente, no pudo seguir riendo. Al parecer, tampoco podía respirar. Pero, no obstante, aguantándose las quijadas, seguía riendo sin hacer ruido. El joven llamado Cuervo oyó esa risa muda. Unas carcajadas que no cesarían jamás, tan funestas y vacías como el aire que atraviesa un árido desierto lejano. Unas carcajadas que no dejaban de parecerse al sonido de una flauta que llegara de otro mundo.

47

Me despierto poco antes del amanecer. Caliento agua en el hornillo eléctrico, me preparo un té y me lo bebo. Me siento en una silla junto a la ventana, miro hacia fuera. En las calles no hay nadie, no se oye nada. A mis oídos no llegan los trinos de los pájaros matutinos. Por estar rodeado de las montañas, en este lugar amanece tarde y anochece pronto. Sólo un pálido resplandor, hacia el este, corona las montañas. Para ver la hora voy al dormitorio, cojo mi reloj, que he dejado junto a la cabecera de la cama, y lo miro. No funciona. La pantalla digital está apagada. Aprieto varios botones al tuntún para probar, pero no se produce cambio alguno. Las pilas no tenían por qué agotarse todavía. Pero el tiempo, mientras dormía, vete a saber por qué, tal vez se haya detenido. Vuelvo a dejar el reloj de pulsera sobre la mesilla, me froto con la mano derecha la muñeca de la mano izquierda, donde siempre llevo el reloj.
Aquí el tiempo no es un factor importante
.

Mientras contemplo aquel paisaje que no incluye pájaro alguno, me entran ganas de leer algo. Cualquier libro. Con tal de que tenga letra impresa y forma de libro me conformo. Cogerlo, hojearlo, recorrer con los ojos los caracteres que se alinean en sus páginas. Pero no hay ningún libro. Aquí no parece existir la letra impresa. Recorro de nuevo la habitación con la mirada. No alcanzo a ver nada escrito.

Abro la cómoda, estudio la ropa que contiene. Está cuidadosamente doblada y guardada dentro de los cajones. No hay ninguna prenda nueva. Toda la ropa está descolorida, con la tela desgastada tras múltiples lavados. Pero parece limpísima. Camisetas de cuello redondo y ropa interior. Calcetines. Polos de algodón. Pantalones de algodón. Todo aproximadamente —aunque no exactamente— de mi talla. Ninguna prenda lleva dibujo. Todas, sin excepción, son lisas. Parece como si, en el mundo, no hubieran existido jamás las telas estampadas. Por lo que puedo apreciar de una ojeada, ninguna prenda tiene la etiqueta de la marca. Aquí no hay nada escrito. Me quito la camiseta que llevaba, que huele a sudor, y me pongo una gris que hay en uno de los cajones. La camiseta huele a jabón y a sol.

Poco después —¿cuánto tiempo debe de haber transcurrido?— viene la jovencita. Llama débilmente a la puerta y entra sin esperar respuesta. En la puerta no hay llave ni nada parecido. La niña lleva una gran bolsa de lona colgada del hombro. El cielo que aparece a sus espaldas ya ha clareado del todo.

Al igual que la víspera, la jovencita se planta en la cocina y me hace una tortilla en una pequeña sartén negra. Cuando, tras calentar el aceite, casca los huevos y los echa en la sartén, suena un agradable chisporroteo. El olor a huevos frescos llena la habitación. Tuesta pan en una tostadora de formas rechonchas que recuerda las que aparecen en las películas antiguas. La niña lleva el mismo vestido azul celeste que la noche anterior, también se ha vuelto a recoger el pelo hacia atrás con una horquilla. Tiene la piel suave y hermosa. Sus delgados brazos, parecidos a la porcelana, relucen a la luz de la mañana. Por la ventana abierta de par en par, tal vez con la finalidad de hacer este mundo un poco más completo, entra una pequeña abeja. Tras dejar la comida sobre la mesa, la niña se sienta en una silla cercana y me mira mientras como. Me tomo la tortilla de verduras, el pan untado con mantequilla fresca. Me bebo una infusión. Ella no prueba un solo alimento, no bebe nada. Todo parece repetirse igual que la noche anterior.

—Las personas que hay aquí, ¿se hacen todas ellas la comida? —le pregunto—. No sé, como tú me la preparas a mí.

—Hay personas que se la hacen ellas mismas y otras a quienes se la preparan otros —dice ella—. Pero, por lo general, aquí nadie come
demasiado
.

—¿Nadie come demasiado?

Ella asiente.

—Con comer
a veces
ya tienen bastante. A veces les entran ganas de comer y comen.

—O sea, que nadie come como estoy comiendo yo ahora.

—¿Tú podrías pasarte un día sin comer?

Sacudo la cabeza en ademán negativo.

—Pues las personas que hay aquí, aunque no coman en todo el día, no sienten hambre, y, de hecho, a veces incluso se olvidan de comer. A veces durante días.

—Pero yo todavía no me he acostumbrado a este lugar, así que, hasta cierto punto, tengo que comer.

—Es posible —dice ella—. Por eso yo te preparo la comida.

La miro a la cara.

—¿Cuánto tardaré en acostumbrarme a este lugar?

—¿Cuánto tiempo? —repite ella. Y mueve despacio la cabeza en ademán negativo—. No lo sé. No es una cuestión de tiempo. No tiene nada que ver con la cantidad de tiempo. Cuando llegue
el momento
, tú ya te habrás acostumbrado.

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