Read Kafka y la muñeca viajera Online

Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Relato, Infantil y Juvenil

Kafka y la muñeca viajera (3 page)

Se sentía bien.

Muy bien. Mejor que nunca. El enfebrecido trabajo de toda la tarde anterior le había sumido en un estado de tensión nerviosa que ahora se convertía en serena complacencia. Aquel a excitación, aquel paroxismo...

La hora.

No tuvo que esperar mucho más, ni mirar el reloj de nuevo. Elsi se hizo visible en la distancia y su pequeño volumen aumentó y le ganó cuerpo al espacio corriendo hacia él. Lo hacía sola, decidida. Vestía de forma distinta, aunque calzaba las mismas botitas y los calzones eran iguales. La chaquetilla se había convertido en un abrigo de primavera y la camisa con cuello de encaje en una blusa primorosamente bordada. Tampoco llevaba las trenzas, sino su cabello largo y oscuro libre bajo un casquete de color azul.

Franz Kafka sonrió.

¿Cómo describir su talante? ¿Feliz, contento?

¿Paternal?

Elsi no aminoró la carrera al verlo sentado en el banco. Su rostro tampoco mostró cambio alguno. Para la mente infantil, la realidad siempre era una, sin paliativos o alternativas. Su cartero tenía que estar allí y allí estaba. Punto. Se detuvo delante de él, escrutándolo con fijeza, y, jadeando, hizo la única pregunta que le importaba:

–¿Ha traído la carta?

–Sí.

No mostró alivio ni contento, tan sólo seriedad, la de cualquier persona adulta ante algo situado al margen de la más absoluta normalidad. Se sentó en el banco, a su derecha, y sin apartar sus ojos esperó a que él hiciera lo que se suponía que debía hacer: mostrarle la tan esperada carta.

Franz Kafka se sintió un poco ridículo por primera vez.

Si alguien le viera, o conociera aquel a insólita historia...

Pero el mundo se movía impertérrito a su alrededor. No eran precisamente el centro de ninguna atención. Nadie reparaba en el os, un hombre y una niña sentados en un banco del parque.

Extrajo la carta del bolsillo de su chaqueta y se la mostró.

–¿Lo ves? –señaló la dirección–. «Señor cartero de muñecas, esta carta es para Elsi».

La niña la tomó en sus manos y fue igual que si la meciera. Luego le dio la vuelta y miró el remite.

–«Brígida. West End. Londres» –dijo Franz Kafka.

Ni siquiera faltaba el detalle del sello. De algo tenía que servirle guardarlo todo, como por ejemplo sel os de otros lugares. Lo había despegado con cuidado de su sobre y vuelto a pegar en el de Brígida. Un auténtico sel o británico.

–¿Brígida está en Londres?

–Sí, en la capital de Inglaterra.

–¿Eso está muy lejos?

–Bastante, al otro lado del Canal de la Mancha.

–¿Qué hace ahí?

–No lo sé. No he leído la carta.

–¿Puedo abrirla?

–Pues claro. Es tuya.

Lo hizo con pulcritud, como si temiera romper el contenido si rasgaba con un exceso de ímpetu el sobre. Empleó dos dedos de cada mano, el pulgar y el índice, para separar la pestaña y extraer la hoja de papel escrita a mano con letra suficientemente clara como para que pudiera leerla el a.

Pero, aunque la niña lo intentó, acabó dándole la hoja de papel a su compañero.

–Tome –le dijo–. Léamela usted.

–De acuerdo –Kafka tomó la misiva y carraspeó un par de veces para aclararse la garganta–. ¿Empiezo ya?

–Sí.

–Bueno, pues... Dice:

Querida Elsi, ante todo, perdona que me marchara de tu lado de forma tan rápida, sin despedirme de ti. Lo lamento de veras y espero que no te enfadaras. A veces hacemos cosas sin darnos cuenta, o reaccionamos inesperadamente ante lo que nos dice nuestro instinto, y causamos un dolor a los demás que no deseamos. Te pasa a ti con mamá, ¿verdad? Lo que sucede es que las despedidas son tristes, y no quería que lloraras, ni que trataras de convencerme de que me quedara contigo un poco más. A lo peor no me habrías dejado marcharme, y tenía que hacerlo. Espero que lo comprendas. Te quiero tanto, Elsi, tanto que no habría soportado verte llorar o que me vieras llorar a mí.

–miró a la niña de reojo. Escuchaba atentamente, con los ojos fijos en el suelo, así que continuó–: Ahora sé que estarás más tranquila, y que sabiendo que yo estoy bien, te alegrarás por las dos».

Hizo una pausa un poco más larga.

–¿Ya está? –le mostró su carita de incredulidad Elsi.

–Oh, no, perdona –se excusó–. Es mucho mas extensa, desde luego.

–Siga –le pidió.

Elsi, has de saber que vivir representa ir siempre hacia delante, aprovechar cada momento, cada oportunidad y cada necesidad. Tú también lo harás dentro de unos años. Las personas y las muñecas estamos hechas de sentimientos y emociones que hay que ir gastando poco a poco. Son nuestra energía vital.

Después de estos años a tu lado, soy la muñeca más feliz que existe, porque mi energía rebosa. Quiero que estés contenta, y mucho, porque todo cuanto soy te lo debo a ti. Tú me has cuidado, me has enseñado, me has querido y me has hecho ser una buena muñeca. Ahora, cuando he estado preparada para iniciar mi nueva vida, la partida ha sido triste por dejarte pero hermosa porque gracias a ti soy libre para hacerlo.

–No volverá –le interrumpió Elsi.

Franz Kafka escogió las palabras con tacto, y aún más el tono en que las pronunció.

–Me temo que no, porque parece estar tan contenta...

–Sí –asintió convencida.

–Por esa razón ha estado contigo tanto tiempo.

La niña miró la carta. Su interlocutor reanudó su lectura:

Londres es una ciudad muy bonita, y para mí ha sido maraviloso descubrirla.

Ahora mismo te escribo desde su corazón, Picadilly Circus, después de pasear en barco por el Támesis y de caminar un rato por Trafalgar Square. Esta noche asistiré a una representación teatral en el Soho...

Continuó leyendo.

Londres, las idas y venidas de Brígida.

La muñeca más activa y rápida del mundo.

Elsi no se perdía detale de la larga, muy larga carta escrita por Brigida para que ella no se sintiese triste ni volviera a llorar al recordarla.

i

Al concluir la lectura de la carta, Franz Kafka pensó en lo efímero que, de pronto, parecían los resultados, frente a las muchas horas invertidas en aquel a sencilla redacción.

Ahora todo dependía de Elsi.

La niña continuaba mirando al suelo.

–¿Qué tal? –le preguntó distendido.

–Bien –ladeó la cabeza mostrando la ambigüedad que la invadía.

Seguía luchando entre su enfado y su tristeza, el conformismo y la rebeldía que le producía sentirse víctima de tan injusta situación.

–Toma –le entregó la carta.

Elsi la sostuvo entre las manos.

–Parece feliz –acabó aceptando.

–Mucho.

–Y contenta.

–¿Por qué no habría de estarlo?

–Porque sin mí...

Franz Kafka se mordió el labio inferior. No tenía ni idea de psicología infantil. Lo único que sabía, por instinto, era que los más pequeños rezumaban egoísmo.

Formaba parte de su propia inocencia. Egoísmo por precaución, por supervivencia, por necesidad. Lo querían todo, amor, caricias, atención. Ser el centro del Universo y que el mundo girase a su alrededor era tan natural como que la comida apareciese, por arte de magia, en la mesa todos los días.

–Ya lo has oído, ¿no? Lo más importante es que es feliz gracias a ti.

–No lo entiendo –reconoció la niña.

–Por mi larga experiencia como cartero... –una vez más buscó las palabras adecuadas a la situación–. Verás, hay muñecas que nunca se van de viaje. Tienen miedo. Se quedan con sus niñas, pero no por amor hacia el as, al contrario: se quedan por ese miedo. Y el miedo es algo malo y perverso que limita la libertad.

Quien tiene miedo no vive, agoniza. Brígida ha tenido en ti a la mejor maestra. Tú le enseñaste a no tener miedo y a enfrentarse a la vida cuando ha sido necesario.

Por esa razón pienso que deberías sentirte muy orgullosa.

–Lo estoy –asintió con toda vehemencia.

–Pues no lo parece –lamentó el insólito fabulador.

–Es que aún me cuesta creer que no esté a mi lado –Elsi hablaba despacio, abriéndole su corazón–. Anoche la eché mucho de menos, cuando me acosté, porque solía dormir abrazada a el a. Y esta mañana tampoco hemos podido jugar juntas. Además, no sé por qué, siento que es un secreto mío y no le he contado nada a mamá. No sé siquiera si he hecho bien. Fue mamá la que me regaló a Brígida cuando nací.

–Las madres suelen mostrarse poco predispuestas a creernos.

–¿Usted también tiene madre?

–Claro, y tres hermanas. También tuve dos hermanos pero murieron siendo muy niños. Yo soy el mayor.

–¿Tuvo una muñeca que se fue de viaje?

Hizo memoria.

–Lo que yo tuve fue un soldado de plomo.

–Entonces se iría a la guerra.

–No, no, se fue de viaje. Exploró muchos sitios, el Polo Norte, el Polo Sur, Alaska... La última carta que recibí provenía de algún lugar de China.

–Señor cartero...

Se encontró con aquel os ojos de mirada limpia que lo atravesaban.

–¿Sí, Elsi?

–¿Puedo escribir yo a Brígida?

La angustia se apoderó de él.

No había pensado en el o.

Prueba de que con los niños no se podía, y a veces iban muy por delante de los mayores.

–Me temo... que no –mantuvo su lado más imperturbable.

–¿Por qué?

–Porque si es una muñeca viajera no se quedará en Londres.

–¿Y cómo sabemos que es una muñeca viajera?

–Porque se ha ido a Londres en lugar de quedarse a vivir aquí.

–Ah –parpadeó–. ¿Y adónde irá después?

–No lo sé –reconoció.

–Pero mañana me lo dirá en su carta, ¿no?

Franz Kafka se quedó con la mente en blanco y el corazón encogido. La carta había sido un parto. Con dolor. Un parto cargado de espinas con la mejor de las intenciones: devolver la paz al alma de una niña herida.

Ahora, lo que el a le pedía era...

Los ojos de Elsi seguían fijos en él. Unos ojos transparentes, hermosos, l enos de sincera entrega. La niña creía. Se había transformado en el cartero de muñecas.

Creía y eso era más de lo que muchos adultos podían esperar de los niños.

Mañana.

Otra carta.

–Sí, Elsi –le pasó una mano arrebatada y dulce por la cabeza–. Claro que mañana habrá otra carta de Brígida contándote dónde está y cómo le va en su nueva vida.

j

Regresó a su casa nuevamente angustiado.

Una carta representaba casi una aventura. Otra carta marcaba un camino, una peligrosa senda por la que, en caso de internarse, bordearía el peligro.

Aquel a segunda carta era un puente.

¿Cuántas cartas necesitaría Elsi para ser feliz?

¿Y cuántas Brígida para liberarse?

Si no la escribía, jamás podría regresar al parque Steglitz. ¿Cómo iba a ser capaz de encontrarse a Elsi días o semanas después fingiendo indiferencia, o envuelto en una dolorosa mentira? Sería incapaz de enfrentarse a su nueva amiga con la paz y la serenidad necesarias. Le habría fallado.

Pero si la escribía se metería en unas arenas movedizas que se lo tragarían muy lentamente.

Llegó a su edificio, entró en el vestíbulo. El azar quiso que se tropezara con la señora Hermann y su hija bajando la escalera. La saludó cortésmente, inclinando la cabeza. Se había quitado el sombrero nada más abandonar la cal e, así que no forzó el gesto. La mujer correspondió a su saludo mirándolo de la misma forma sospechosa que el día anterior. La niña, de la mano de su madre, era una copia en rubio del ángel del parque Steglitz. No llevaba ninguna muñeca con ella.

El intercambio fue rápido.

Mientras subía la escalera, oyó la voz de la pequeña, alta y clara, justo en la puerta de la cal e:

–Es raro, ¿verdad, mamá?

–¡Chsss...! –la reprendió–. ¡Te va a oír!

Contó los peldaños. Solía hacerlo. Cada vez se fatigaba más. La angustia, sin embargo, no provenía en esta ocasión de su tuberculosis, sino de aquel nuevo reto.

La segunda carta de Brígida.

Recordó la despedida de Elsi en el parque unos minutos antes. La había visto sonreír por primera vez. Todo un regalo.

–Gracias, señor cartero.

–No hay de qué, Elsi.

–Hasta mañana.

La primera carta había sido un modelo de exquisitez, estaba seguro. Le costó mucho redactarla, por eso se sentía orgulloso de el a. Hizo distintos borradores, estudió el tono, cambió palabras, calculó la intensidad, buscó un lenguaje sencillo y comprensible...

–Franz, ¿hablas en serio? –se detuvo en un descansillo, preocupado.

Hablaba en serio.

–¿Vas a seguir con eso?

Iba a seguir.

Él, un hombre adulto, escritor complejo, escribiendo cartas de una muñeca a su dueña.

Estaba metido hasta las orejas en una trampa de la que no sabía cómo escapar y que no podía dejar a medias una vez iniciado el juego. Si no se presentaba al día siguiente en el parque, sería peor.

Llegó a su rellano, abrió la puerta y se encontró con Dora esperándolo.

–¿Cómo te ha ido?

–Oh, bien.

–¿Se ha quedado satisfecha?

–Sí, mucho.

–Bueno, por lo menos la has hecho feliz –Dora le echó los brazos al cuello y lo besó en los labios–. Eres un loco maravilloso y eso me encanta.

No sabía si decírselo, pero tenía que hacerlo. Volvía a sentir aquel a fiebre.

–Hay un problema.

–¿Cuál? –su compañera abrió los ojos.

–He de escribir otra carta.

–¿Por qué? –le mostró su sorpresa.

–Porque Brígida es una muñeca viajera, no puede recibir cartas de Elsi, y el a espera que le cuente cómo le va en su nuevo destino.

–¡Franz!

–Lo sé –aceptó el compromiso de sostener su mirada–. Pero ¿qué querías que hiciese? El a confía en mí.

Confiar.

–No la conoces de nada, y ella a ti tampoco.

–Da igual, es una niña. Lo único que cuenta es eso. El tema se ha convertido en una responsabilidad mía.

–Creía que ibas a continuar con tu libro...

–¿Cómo quieres que ahora piense en escribir cualquier otra cosa?

Dora se cruzó de brazos. Llevaban poco tiempo juntos, pero lo conocía muy bien.

Los problemas, de su salud y otros, no hacían sino unirles más. Conocía aquel a mirada, aquel a determinación, la intensidad de la energía que parecía desbordarle el alma cuando se apoderaba de él.

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