Read Kafka y la muñeca viajera Online

Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Relato, Infantil y Juvenil

Kafka y la muñeca viajera (6 page)

–¿Qué? –le instó la niña.

–No lo dice.

–¿Ah, no?

–Bueno, cuando una persona no termina una frase es porque piensa que la otra capta su sentido y no hace falta decirlo con palabras.

–¿Se besaron? –la carita de Elsi brillaba.

–Eso parece.

–Entonces ahora sí que es muy, muy feliz –asintió rotunda.

–Eres una romántica.

Se encogió de hombros.

La carta continuaba con la delirante fantasía de Brígida ante la aparición de su amor, pero ahora no había prisa en concluirla. Elsi degustaba el placer de aquella alegría.

Su muñeca se había enamorado.

¿Quién podía decir que la vida no era perfecta?

p

Elsi se había marchado hacía un par de minutos.

Franz Kafka permaneció en el parque, degustando aquel a sensación tan curiosa.

Por un lado, felicidad por el trabajo bien hecho. Por otro, el placer de su oficio muy bien entendido. Era un alquimista de palabras y emociones, un mago de la naturaleza humana, capaz de convertir aquel a correspondencia tan y tan peculiar en algo familiar y normal. Eso le producía un gran optimismo. Había sido un largo camino de casi tres semanas, carta a carta, para curar una herida y permitir que la vida se mantuviera armónica. Mejor aún: permitir que fluyera como los ríos africanos que surcaba Gustav, el explorador.

El toque preciso.

Iba a levantarse, mentalmente inmerso ya en la preparación de la siguiente carta de Brígida, cuando el a apareció de repente.

Era una mujer atractiva, elegante aunque discreta. Vestía con la sencillez de una prudencia reflejada también en sus gestos y en sus facciones reposadas. Llevaba el cabello recogido en la nuca y un sombrerito apenas convertido en adorno. Sus manos eran muy bonitas y surgían de los encajes de sus puños. La ropa moldeaba su figura de treintañera generosa y en la cúspide de su feminidad.

Se parecía tanto a Elsi...

–Caballero...

Franz Kafka se puso en pie. No supo qué hacer o decir, atrapado por la sorpresa, y dejó que fuese el a la que continuase.

–Usted no me conoce –dijo la mujer–. Soy la madre de Elsi.

–Claro –sonrió inclinando la cabeza–. Es un placer.

–¿Usted es el cartero de muñecas?

–Me temo que sí –acentuó aquel a sonrisa cómplice.

–¿Le importa que hablemos unos segundos?

–No, claro que no me importa. Verá...

La mujer alzó su mano derecha, como para tranquilizarlo.

–No se preocupe, se lo ruego. He leído esas cartas.

Franz Kafka bajó los ojos al sobrevolar su ánimo un atisbo de vergüenza. No hacía falta mucho más, salvo una explicación.

–Aquel día, cuando Elsi perdió su muñeca, y me la encontré llorando de forma tan desconsolada... No se me ocurrió otra forma de consolarla que contar lo del viaje y esa primera carta que Brígida le había enviado. Después todo se complicó.

–Conozco a mi hija –afirmó ella–. Es persuasiva.

–Tremendamente persuasiva. Todo un carácter.

–Me llamo Bertha –le tendió la mano y él se la estrechó.

–Yo Kafka, Franz Kafka.

Se sentaron en el banco. Les sobrevino un silencio apenas trenzado sobre su primera calma. Le tocaba hablar a la madre de Elsi.

–No nos dijo nada entonces, ni los días siguientes a la pérdida, pero de vez en cuando, al oírla decir que su muñeca estaba en lugares de los que era casi imposible que hubiera oído hablar... Bueno, tampoco es que sospecháramos nada. ¿Cómo imaginar algo tan fantástico? Mi hija es de una maravillosa inocencia.

–¿Entonces cómo supo...?

–Anoche comentó que Brígida estaba triste y parecía preocupada. Le pregunté por qué y me habló de Tanzania, de que en su carta... Me quedé asombrada. Le pedí que me enseñara esa carta y, aunque primero se hizo la remolona, acabó dejando que la leyera. Imagínese mi estupefacción. Después supe que había más, algo que se desprendía de esa lectura y de los comentarios de el a. Poco a poco me dijo la verdad, es decir, su verdad: que Brígida se había ido de viaje y le mandaba al cartero de muñecas sus cartas.

–Debió de pensar que era obra de un loco.

–No. Cuando mi hija se acostó hice lo que cualquier madre sensata habría hecho, buscar las cartas y leerlas. Al concluir esa maravillosa experiencia no me quedaba otra cosa que seguirla esta mañana y esperar a que se despidiera de usted.

–Mi intención era...

–Lo sé –lo detuvo–. Sus cartas son preciosas, señor.

–Gracias.

–¿A qué se dedica? ¿Quién es usted?

–¿Yo? Soy el cartero de muñecas –afirmó rotundo.

Quizás fuese mucho más raro aquel o que empleado de una compañía de seguros, enfermo, o escritor.

–No se burle, por favor.

–No me burlo –fue sincero–. Creo que es el mejor trabajo que he hecho en muchos años, y el de mayor importancia. Nunca había escrito nada con tanto sentido.

–¿Es escritor?

Tardó un largo segundo en responder:

–Sí.

–Pero son casi tres semanas de esta insólita correspondencia. Es algo... sin duda asombroso.

–Brígida es una muñeca muy activa.

–¿Cómo terminará esto?

–Aún no estoy seguro, pero de momento ya tengo un plan.

–No podrá engañarla siempre, ni hacer que esto dure mucho más.

–Lo sé.

La madre de Elsi estudió sus rasgos, el halo cetrino de su palidez, la sombra menguante de su cuerpo. Debió de comprender su tragedia interior, su mundo oculto y personal. Parecía una mujer perspicaz.

–¿Tiene hijos, señor Kafka?

–No.

–Pero esas cartas son encantadoramente tiernas.

–No son las cartas –dijo él–. Es Brígida, y por supuesto Elsi. Tiene usted una hija estupenda.

–Gracias.

–Hoy nuestra muñeca viajera se ha enamorado –le anunció.

Bertha recibió la noticia con alegría, como si fuese un regalo.

–¿Final feliz?

–Sí –dijo Franz Kafka–, aunque, como sabe, si recuerda usted su infancia, las muñecas suelen ser volubles.

Cuarta sonrisa
El regalo
q

Franz Kafka miró sus manuscritos.

La construcción
, en el que estaba trabajando cuando se encontró a Elsi y que tenía paralizado,
El proceso
,
El castillo
,
América
... Su obra no publicada, su legado. Tan efímero como lo sería su vida.

¿Por qué no lo destruía ya todo?

¿Por qué esperar?

¿Por qué dejarlo en manos de Max Brod, pudiendo condenarlo él a las brasas, como ya hiciera en 1899, a los dieciséis años, con sus primeros escritos?

Tocó las cuartillas. Acarició los pliegues de papel llenos de palabras correctamente escritas con su letra pulcra y menuda. Allí estaba él. En cuerpo y alma. El corazón desnudo de cualquier escritor. Y sin embargo, de pronto, lo único que había tenido lógica en las últimas semanas eran las cartas de Brígida a Elsi.

Aquel as novelas que jamás verían la luz, que nunca serían leídas, carecían de otro sentido que no fuera el testimonial, el de su paso por la vida y por el mundo.

Sin él, cuando Max Brod lo quemase, se convertirían en cenizas y pasarían al olvido eterno.

Sin él.

La muerte era amarga.

Tan áspera y dura...

Volvió la cabeza y miró a Dora, durmiendo apacible a su lado. No eran buenos tiempos. La herencia de la Gran Guerra se hacía sentir en Alemania. Los cinco años transcurridos desde el fin de la contienda que había zaherido a Europa fueron angustiosos, pero el futuro no se presentaba con muchas esperanzas.

Salvo que los niños y las niñas como Elsi crecieran libres y felices, sanos y fuertes.

Con muñecas viajeras hablándoles de mundos por descubrir y amores por vivir.

Llevó su mano derecha hasta el perfil de Dora y le acarició la mejilla. Tuvo deseos de besarla, pero no quería transgredir su sueño. Su rostro era como una máscara blanca en la penumbra. El sesgo horizontal de los labios tenuemente oscuros, las manchas de las cejas y las pestañas, la pequeña nariz casi invisible. De no haber sido por el a no hubiera sabido qué hacer en aquel os días, semanas y meses tan difíciles. Oírla respirar, sentir su pecho subiendo y bajando de forma acompasada, formar parte de su proximidad, era una suerte y un privilegio. Dora era como Elsi.

Su dulce profesora de hebreo rezumaba toda la vida que le faltaba a él.

Que se le escapaba poco a poco de entre las manos.

Franz Kafka retuvo la imagen de Dora y cerró los ojos.

Su mejor medicina.

La última carta estaba escrita. La preparación de los dos días anteriores conducía al gran desenlace, al momento mágico. Por la mañana, Brígida le diría adiós a Elsi.

Fin de la historia.

Lo mejor por el bien de la niña.

Pero ¿y él?

r

–Esta es muy larga –dijo Elsi–. Tres páginas.

–En efecto. Parece que Brígida tiene mucho que contar.

–Bueno –suspiró la niña–. A mí me cae bien Gustav.

–A mí también –concedió el cartero.

Le entregó los tres folios. Se había acostumbrado a que fuese el lector de las intimidades de su muñeca. El cómplice perfecto. Como solía hacer casi desde el comienzo, se agarró de su brazo y apoyó la cabeza en él.

Franz Kafka percibió su limpio aroma, aquel a fragancia de primavera perpetua.

Se sabía la carta de memoria, después de haberla escrito y reescrito una docena de veces. Junto con la primera, había sido la más difícil. Intentó que su voz no le traicionara.

–¿Estás bien? –quiso saber.

–Sí –dijo la niña.

Querida Elsi, ha llegado el gran momento, el gran día, y espero que comprendas lo importante que es para mí lo que voy a hacer. Lo que más deseo es compartir contigo toda la felicidad que me embarga. Lo que menos quiero es hacerte daño. Pero sé que en estas tres últimas semanas hemos estado más unidas y compenetradas de lo que jamás habríamos estado antes. Es así, ¿verdad?

Esperó a que su amiguita respondiera la pregunta.

Ella asintió con la cabeza.

Por tanto, si mi felicidad es tu felicidad y viceversa, quiero que cantes y rías conmigo cuando sepas que me he casado.

Hizo una pausa, pero Elsi no se movió.

Gustav y yo ya somos marido y mujer. La ceremonia fue preciosa, en plena sabana, con todos los miembros de la tribu de los
masai
como testigos y un sinfín de elefantes, jirafas, ñus, gacelas, cebras y otros animales que estaban tan cerca que daba la impresión de que formaban parte del cortejo. Después de ti, Gustav es la persona más extraordinaria que he conocido. Sé que después de pasar media vida contigo, la otra media se la debo a él, y también tú un día entregarás tu corazón a un joven con el que desearás compartir el futuro. Muy pronto, Gustav y yo queremos tener hijos e hijas tan preciosos como lo eres tú. Sé que te hará feliz saber que a mi primera hija la llamaré Elsi en tu honor. No habría conseguido esto sin tu amor. No sería libre y feliz si no me hubieses hecho libre y feliz. Te l evo en mi corazón, y te llevaré siempre.

Hizo una pausa después de aquella larga parrafada. Oyó el suspiro de la niña.

Todavía no sabía si se echaría a llorar o no, si mostraría tristeza o no. Los días previos la había estado preparando, pero aun así...

Franz Kafka tuvo un último estremecimiento.

–¿Qué te parece? –quiso saber.

–Estoy muy contenta.

Cerró los ojos. El ramalazo de pánico cesó.

–¿De verdad?

–Ahora sí es enteramente feliz –suspiró el a.

–¿No te importa que...?

–No –aseguró con una dulce energía–. Esta es la carta más bonita de todas, ¿no crees?

–Es muy especial, sí.

–Usted debe de saber mucho de eso. ¿A que es la carta más preciosa que jamás haya leído?

–Puedes estar segura –manifestó con rotundidad.

–Brígida estaba sola, y ya no lo está. Sé que Gustav la hará muy dichosa. La forma en que habla de él, de lo que siente, de lo que quiere compartir a su lado...

Hablaba como una personita mayor, centrada, con tanta elegancia como si en lugar de estar en el parque con él estuviera tomando el té con unas amigas en uno de los céntricos cafés de la Potsdamer Platz. Su madre, Bertha, había hecho sin duda un buen trabajo.

Ojalá terminaran pronto aquel os días de inflación y zozobra social, política y económica. Ojalá no hubiera más guerras en aquel a Europa torturada. Ojalá el futuro fuera de Elsi y de todas las Elsis que crecían llenas de esperanzas.

–¿Qué le pasa? –preguntó la niña.

–Nada, perdona.

–¿Por qué se está rascando los ojos?

–Se me ha metido una brizna y me pican.

–¿Le duele?

–Un poco, porque de frotarme uno se me ha irritado el otro.

–Sí, los tiene rojos y húmedos.

–Ya.

–¿Va a continuar leyéndome la carta?

–Por supuesto.

–Entonces siga –se acomodó de nuevo a su lado y le apretó el brazo con todas sus fuerzas.

Parpadeando para recuperar la visión, Franz Kafka buscó el punto en el que se había quedado.

s

Se sentía vacío.

Vacío de mente, con el cerebro hueco y las sensaciones rebotando por sus paredes como si fueran pelotas de goma. Vacío de alma, como si se tratara de una vid seca y retorcida a la que ya no queda ni un grano de uva ni una sola gota de vino. Vacío de estómago, inapetente, con el cuerpo tan liviano que ni siquiera lo sentía más allá de aquel a ingravidez.

¿Qué le faltaba?

No a él, sino a la historia.

¿Por qué su voz interior le gritaba que se detuviera un segundo a reflexionar?

¿Por qué su instinto le agitaba la razón, advirtiéndole como solía hacer siempre con la alarma de su sexto sentido? ¿Por qué se comportaba igual que si le acabasen de arrancar el espíritu?

–¿Así que os habéis despedido?

–Sí.

–¿Cómo estaba el a?

–Me ha abrazado, me ha dado uno de sus enormes besos en la mejilla, me ha dicho que nunca me olvidaría y me ha deseado suerte.

–¿El a a ti?

–Sí.

–Tenía que haberla conocido.

–Puedes ir al parque.

–Has dado vida a una insólita fantasía, querido.

–No, lo único que he hecho ha sido recuperar a un ser humano. Lo más triste habría sido la Elsi despechada por la pérdida de su muñeca.

Quería contarle a Dora que había llorado pero no podía.

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