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Authors: Cecilia Samartin

Tags: #Relato, Romantico

La abuela Lola (29 page)

—¡Eh, niño mono! —exclamó Keith, cruzándose de brazos—. ¿Por qué estás aquí tú solito?

Sebastian no contestó. Miró a su alrededor por el patio para ver si había algún profesor cerca, pero probablemente estaban vigilando el campo de fútbol y los columpios durante el recreo. El grupo se acercó aún más.

—¿Es por tu corazón a punto de explotar? —le preguntó Keith, y varios de los otros niños soltaron una risita—. ¿No tienes nada que decir? —le preguntó Keith mirándolo de arriba abajo.

Sebastian negó con la cabeza, pero las entrañas comenzaron a temblarle con violencia. Se agarró al poste para tratar de tranquilizarse.

—Ya me he cansado del rollo del mono. Hoy quiero que ladres como un perro, pero de una forma distinta —le dijo Keith, tratando de adoptar una actitud seria, casi empresarial—. Esta vez quiero que te pongas a cuatro patas y mees contra el poste mientras ladras. —Keith se sintió tan encantado con su propia idea que le resultó muy difícil seguir manteniendo la seriedad—. ¡Vamos, niño chucho! —exclamó—. Haz lo que te dice tu dueño.

—¡Niño chucho, niño chucho! —corearon los demás, y se cogieron de los brazos, creando un círculo impenetrable mientras se balanceaban a uno y otro lado.

Sebastian se agarró aún con más fuerza al poste y no hizo ningún ademán de ir a cumplir aquellas órdenes. Sean, que todavía tenía la pelota en la mano, se la tiró desde atrás y golpeó violentamente a Sebastian en el hombro, que se estremeció, pero siguió sin moverse.

—¿Qué te pasa, niño chucho? —le preguntó Keith—. ¿Ya te has meado en los pantalones? ¿Ese es el problema?

—¡El niño chucho se ha meado en los pantalones! —exclamó Sean, y le lanzó la pelota a la cabeza a Sebastian, pero esta vez este la vio venir y la atrapó antes de que le golpeara.

—Ya me has oído —le dijo Keith, y sus ojos amarillentos resplandecieron con un brillo amenazador—. Ponte a cuatro patas y sé un buen perro.

—¡No! —le respondió Sebastian—. No soy ningún perro.

Keith apretó los puños:

—Oh, claro que lo eres —respondió el matón—. Eres un niño chucho.

—¡No lo soy! —le contestó Sebastian.

Keith avanzó varios pasos hacia él, y los demás alumnos se quedaron callados. Nunca le había puesto la mano encima a Sebastian, pero el niño percibía que hoy sería diferente. Durante el silencio posterior, a Sebastian no le cupo la menor duda de que todo el mundo podía oír su corazón palpitando como una taladradora. Y, a continuación, recordó las palabras de la anciana de pelo negro: «Mantente en tu posición», pero le dio la sensación de que el suelo bajo sus pies se movía a una velocidad alarmante, y si se hubiera abierto en dos formando un abismo que se lo hubiera tragado entero, no le habría importado ni lo más mínimo.

A apenas unos centímetros de él, Keith le ordenó:

—Dame la pelota.

Sebastian vaciló y entonces se la entregó. La cadena profirió un sonido metálico antes de que el matón la cogiera.

—¡Haz lo que te he dicho! —le ordenó Keith de nuevo.

—No lo voy a hacer —le respondió en voz baja Sebastian.

—¡¡¡Ponte a cuatro patas, maldito niño chucho de mierda!!! —chilló Keith.

Sebastian casi pegó un brinco, pero después volvió a recuperar el equilibrio y le respondió con tranquilidad:

—No, no lo haré.

Keith lanzó la pelota, que comenzó a dar vueltas lentamente alrededor del poste. El matón se acercó aún más a Sebastian, y sus ojos eran dos rendijas brillantes sobre su pecoso rostro. El grupo que los rodeaba era cada vez más numeroso, y algunos de los niños se tenían que poner de puntillas para ver qué estaba sucediendo. A pesar de todo, a cierta distancia, parecería que no hacían nada más que jugar una partida muy emocionante de pelota atada.

Cuando la pelota pasó cerca de Sebastian, la cogió y la sostuvo en alto para que todo el mundo pudiera verla y, con una voz clara para que lo oyeran todos por encima del clamor, dijo:

—Juega conmigo una partida de balompié atado y quien pierda tendrá que ponerse a cuatro patas y ladrar como un perro.

Un murmullo recorrió la multitud y, a continuación, reinó el silencio mientras todos aguardaban para escuchar la respuesta de Keith, que permaneció callado, fulminando con la mirada a Sebastian.

Este tragó saliva con dificultad y le preguntó:

—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo o qué?

Se oyeron unas risitas, y Keith tensó los hombros y taladró con la mirada a los presentes para que se callaran.

—¡No tengo miedo! —contestó.

—Es como una partida de pelota atada normal, solo que usas los pies en lugar de las manos —le explicó Sebastian.

—Enséñame —le ordenó Keith, y dio un paso atrás para observarlo.

Sebastian se tumbó en el suelo e hizo una demostración de cómo había que colocar el cuerpo para poder golpear la pelota. Y mientras Keith lo contemplaba, la sonrisa regresó a su rostro. Él era muy bueno con los pies y tenía las piernas bastante más largas que Sebastian. Se dejó caer al suelo y adoptó la misma postura que Sebastian le había enseñado, con los codos apoyados y las caderas sujetas por las manos.

—¡Estoy listo, niño chucho! —exclamó Keith, prácticamente en un gruñido.

Sebastian inmediatamente golpeó la pelota para ponerla en juego y Keith logró devolvérsela, pero tenía dificultad para equilibrarse sobre los codos, y cuando Sebastian le devolvió la pelota, Keith se tambaleó hacia un lado y la pelota se le escapó. Sebastian se mantuvo en su posición y volvió a golpearla con firmeza y seguridad, no tan alto ni tan fuerte como Keith, pero sin escapársele ninguna: era extraordinariamente diestro con los pies y lograba girar sobre los codos sin apartar la mirada de la pelota mientras esta orbitaba alrededor del poste. La anciana de pelo negro volvió a aparecer, pero guardó silencio, y lo único que Sebastian vio fue su cara sonriente mientras giraba una y otra vez alrededor del poste, maniobrando por encima de los pies de Keith, hasta que la cadena fue quedándose cada vez más y más corta, y finalmente, con un pequeño toque, Sebastian colocó la pelota alrededor del poste y ganó.

Estalló una ovación y Sebastian se puso en pie de un salto, con el corazón palpitándole con fuerza, pero no por el cansancio, sino por la euforia. Había ganado a Keith limpiamente y ahora estaba de pie ante él, mirando su cuerpo retorcido que aún se encontraba en el suelo, con más aspecto de gusano que de otra cosa. Aturdido, Keith se levantó y se sacudió la parte trasera de los pantalones.

Inmediatamente, todo el mundo comenzó a gritar:

—¡Ladra, niño chucho, ladra!

Pero esta vez todas las miradas se dirigieron hacia el matón. Algunos de los presentes dejaron flojas las muñecas como si fueran patas de perro y sacaron la lengua y jadearon mientras gritaban:

—¡Ladra, niño chucho, ladra!

Keith apretó los puños con fuerza y se volvió lentamente, con los ojos húmedos por la rabia. Entonces, dejó escapar un grito que helaba la sangre y cargó contra el círculo de niños, empujando y abriéndose paso a puñetazos hasta que la barrera se rompió. Corrió por el patio a toda velocidad, moviendo furiosamente los brazos y las piernas. Incluso entonces, Sebastian no pudo evitar admirar lo deprisa que se movía y no tuvo ninguna duda de que las lágrimas le recorrían la cara igual de rápido.

Una vez que Keith desapareció de la vista, los niños comenzaron a dispersarse, pero Sebastian se quedó junto a la pista de pelota atada, pendiente por si el matón volvía. Si regresaba, Sebastian sabía que esta vez no perdería el tiempo con sonidos de animales o partidas de balompié atado. Pero Keith no volvió y, cuando la campana sonó y los alumnos se reunieron junto a la puerta de la clase, todo el mundo se dio cuenta de que no se encontraba entre ellos. Sebastian conocía mejor que nadie el amargo sabor de la vergüenza y estaba convencido de que Keith no podría soportarlo. Sin duda, estaría escondido en el cuarto de baño de los chicos o en la enfermería para poder lamerse las heridas en privado.

Cuando entraron en la clase, Sebastian se sentó en su asiento habitual y abrió el libro de ejercicios de ortografía, como siempre hacía después de comer para prepararse para la clase, pero se sintió como si estuviera mirando el mundo con otros ojos totalmente diferentes. Como si, por vez primera, estuviera viendo los tablones de colores brillantes, las amplias ventanas panorámicas y los alegres trabajos manuales expuestos por toda la clase. De hecho, el mapamundi que él mismo había coloreado con sumo cuidado unos días antes estaba colgado junto al escritorio de la señorita Ashworth. Probablemente llevaba allí días, pero fue entonces cuando se dio cuenta de que se encontraba expuesto.

Finalmente, sus ojos se posaron sobre la pizarra. Últimamente, otros alumnos habían disfrutado del privilegio especial de limpiarla, pero nadie lo había hecho bien durante varios días, y había zonas de las esquinas superiores que estaban sucísimas.

—Sebastian —le dijo la señorita Ashworth cuando percibió su interés—. ¿Me harías el favor de limpiar la pizarra cuando termines los deberes de ortografía?

—Sí, gracias —le respondió él sin vacilación, e inmediatamente se puso manos a la obra con la ortografía.

Capítulo 19

Los frijoles llevan en remojo toda la mañana —explicó Lola—. Así, cuando les añadamos el resto de los ingredientes, tardarán mucho menos tiempo en cocerse.

Sebastian acababa de terminar de picar la cebolla y el ajo y, a continuación, iba a empezar con los pimientos.

Lola prosiguió:

—Hay gente que echa la verdura directamente en la olla mientras los frijoles se están cociendo, pero a mí me gusta saltearla primero en aceite de oliva y añadir los condimentos secos directamente en el aceite caliente para que liberen su sabor. Es algo muy sencillo, pero que marca totalmente la diferencia.

Lola le indicó a Sebastian que echara el sofrito en la cacerola, donde se estaba calentando el aceite de oliva. Al hacerlo, brotó de la cacerola una explosión de fragante vapor que le llenó la nariz al niño. Si había algún olor que pudiera definir a su abuela, era aquel: cebolla, ajo y pimientos friéndose en aceite de oliva. Y a él le gustaba más que ningún otro. Lola entonces añadió sal, pimienta, vinagre y una pizquita de azúcar. A medida que la removía, la mezcla comenzó a tomar consistencia y los aromas se hicieron más complejos. La anciana tocó con la cuchara la palma de su mano y lo probó, satisfecha por el resultado.

—Ahora podemos añadir los frijoles —anunció, señalando con la cuchara de madera hacia la olla grande en la que estaban en remojo las legumbres.

Pesaba bastante, pero Sebastian logró arrastrarla hasta donde se encontraba su abuela. A continuación, Lola vertió un cucharón de frijoles y líquido dentro de la cacerola caliente con los demás ingredientes y los mezcló con energía, explicándole a su nieto que, de esa manera, capturaría todo el sabor de la salsa. Sebastian notó que el líquido en el que los frijoles habían estado en remojo se había quedado tan negro como las propias legumbres. Cuando Lola terminó, volcó todo el contenido de la cacerola a la olla grande de los frijoles. Aquel caldero que estaba utilizando era lo bastante grande como para dar de comer a cincuenta personas, pero la anciana no tuvo ninguna dificultad en llevarlo al quemador más grande.

—¿No crees que a lo mejor estamos preparando demasiado? —le preguntó Sebastian.

—Pues precisamente me preocupaba que quizá no estuviéramos haciendo suficiente —le respondió Lola subiendo el fuego—. Ya lo verás, siempre que preparo frijoles, la gente tiende a salir hasta de debajo de las piedras, como si fueran cucarachas.

Las únicas personas que Sebastian se imaginaba que aparecerían para comer frijoles aquel día eran Terrence y Charlie Jones. Quizá su madre se quedaría un ratito de camino a casa desde el trabajo, pero lo dudaba.

Lola apoyó las manos en las caderas y estudió a su nieto durante un par de segundos.

—Últimamente he notado algo diferente en ti —comentó—. Pero no logro saber qué es exactamente.

—He engordado —le respondió Sebastian alargando la mano hacia los pimientos—. El doctor Lim se puso muy contento la última vez que fui a verlo.

Lola asintió.

—Sí, te estás poniendo tan rellenito que da gusto, pero veo algo más, algo que te brilla en los ojos.

Era maravilloso saber que su abuela podía percibir lo que sentía en su interior, y se irguió y cortó los pimientos con más ímpetu, sintiéndose más él mismo de lo que se había sentido en toda su vida. Tal vez aquel era buen momento para volver a sacar el tema de la operación, pero siempre que pensaba en ello le asaltaba la dura realidad sobre la creciente animosidad entre sus padres. Dudaba de que volvieran a ponerse de acuerdo jamás sobre ningún tema, y menos aún sobre su operación.

—Jennifer dice que papá y mamá se van a divorciar, y que no hay nada que nosotros podamos hacer —confesó, observando a su abuela mientras trabajaba, pero ella apenas se inmutó.

—Tu hermana siempre tiene opiniones muy rotundas sobre las cosas —comentó Lola—. ¿Tú qué crees?

—No lo sé —respondió Sebastian, de repente, sintiéndose muy tonto—. Mamá dice que necesita espacio y tiempo para aclarar las cosas, así que puede ser que solo le haga falta un poco más.

—Sí —asintió Lola—. A todos nos vendría bien un poquito más de espacio y de tiempo, ¿no crees?

Sebastian pensó en ello, pero, por lo que a él respectaba, el tiempo se estaba agotando y no era cuestión de desperdiciarlo. Y lo que es más, le asustaba pensar que si su madre se tomaba más espacio del que ya tenía acabaría por desaparecer por completo y no lograrían volver a encontrarla. No sabía muy bien cómo expresar todas aquellas cosas que sentía y pensaba, así que murmuró de nuevo:

—No lo sé. —Y luego le preguntó—: Abuela, ¿tú crees que a veces la gente puede ver cosas que otros no ven?

—¡Por supuesto! —le contestó ella—. De hecho, creo que eso sucede más a menudo de lo que nos damos cuenta.

—¿A ti te pasa? —le preguntó, levantando la mirada de lo que estaba haciendo, sintiéndose repentinamente animado.

—Pues claro. Te voy a contar una historia sobre tu tío Mando que puede que te sorprenda —le anunció mientras tamizaba los frijoles para asegurarse de que no había en ellos ninguna piedrecilla—. Con lo seguro de sí mismo y triunfador que es ahora, nunca se te ocurriría pensar que cuando tenía aproximadamente tu edad sentía un miedo aterrador por la oscuridad y era muchísimo más miedica que tu madre o tu tía. Incluso se negaba a levantarse en mitad de la noche para ir al baño, cosa que no ayudaba precisamente a que resolviera su problema de hacerse pis en la cama —dijo Lola, riéndose entre dientes, y entonces señaló con el dedo a Sebastian—. ¡No le digas a tu tío que te he contado esto o se enfadará muchísimo conmigo!

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