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Authors: Alberto Vázquez-figueroa

Tags: #Drama, relato

La bella bestia (14 page)

—¿Aun a costa de extender la epidemia por todo el país?

—Aun a costa de la mismísima «peste negra» porque se estaban jugando el todo por el todo. Estaban perdiendo el control sobre cuanto ocurría en Polonia, por lo que comprendí que las vidas de los míos ya no estaban en manos de Irma y su destino, tampoco dependía de que continuara mostrándome como una sumisa y complaciente «zíngara». Ahora sí que se me presentaban dos opciones: o cortarle el cuello, cosa que la humanidad me agradecería, o intentar salvarme y buscar a mi familia por mi cuenta.

—Me alegra que eligiera la última —le hizo notar su interlocutor—, Sospecho que si la hubiera matado, usted no hubiera sobrevivido ni una hora.

—El simple hecho de pensar que existiera alguna esperanza fue lo único que momentáneamente me contuvo porque Bergen— Belsen era similar a Auschwitz en lo que se refería al horror de sus crematorios, pero nuestra forma de vida resultaba infernal debido a que nos habían instalado en un semisótano de las afueras de la ciudad, casi un búnker con tragaluces a la altura de la cabeza que nada tenía que ver con la acogedora casita de Polonia. Ya no había cenas, ni borracheras, ni orgías y en cuanto sonaban las sirenas teníamos que cerrar las ventanas con planchas de hierro, por lo que el ambiente se volvía irrespirable. —Violeta Flores resopló con un gesto que tanto podía considerarse de amargura como de satisfacción al añadir—: Los nazis estaban recibiendo cucharadas de su propia medicina, pero quien se las tragaba era la población civil y cuando corrió la noticia de que los aliados habían conseguido desembarcar en Normandía y avanzaban por Francia, me reafirmé en la idea de que o me marchaba pronto, o no me marcharía nunca.

—La guerra aún duraría casi un año… —le hizo notar Mauro Balaguer, que se esforzaba de nuevo por limitar sus comentarios al mínimo con el fin de que no decayera el ritmo de una narración que a su modo de ver estaba entrando en su fase crítica.

—Eso lo sabemos ahora —le hizo notar ella—. Pero en el verano del cuarenta y cuatro un grupo de generales de la Wehrmacht, entre los que se encontraba el mismísimo mariscal Rommel, estaban tan convencidos de la proximidad de la derrota que atentaron contra Hitler como única forma de evitar un absoluto desastre. Fracasaron y los ejecutaron a casi todos, con lo que la guerra y el baño de sangre continuó a mayor gloria de aquella babosa alimaña bigotuda, pero por aquellos días Irma se comportaba como el péndulo de un reloj que se ralentiza o acelera sin motivo, pasando de la ira a la euforia o de la depresión al entusiasmo con una facilidad que me dejaba perpleja. Tan pronto se lanzaba a cantar himnos patrióticos ofreciendo su vida a la gran foto de Hitler que presidía el dormitorio como se deprimía a muerte y en un arcón metálico que cerraba con candados había guardado, además de su famoso baúl negro, dos pistolas y varias granadas de mano.

—¿Acaso esperaba ganar la guerra sola? —fue el irónico comentario.

—No, pero continuaba empeñada en que la solución estaba en un ejército de mujeres y echaba pestes contra «la repugnante élite prusiana de la Wehrmacht, capaz de anteponer sus estúpidos prejuicios machistas a la victoria total».

Mauro Balaguer seguía opinando que razón tenía, sobre todo a la vista de que con el paso del tiempo se había demostrado la validez de la integración de las mujeres en las fuerzas armadas de la mayor parte de los países occidentales, incluida la propia Alemania. Tal vez el esfuerzo de seis millones de mujeres bien entrenadas hubiera alterado el curso de la guerra, o al menos habría conseguido contener el avance enemigo hasta que las tan temidas y cacareadas armas secretas del Führer hubieran estado a punto. No obstante, optó por no insistir sobre el tema, permitiendo que fuera su anfitriona quien continuara con el uso de la palabra.

—Como disponía del juego de ganzúas que me había proporcionado la «Mondragón» —dijo—, y pese a que los jodidos candados se resistían como si lo que guardaban fuera suyo, uno de los fines de semana en que Irma solía ir al pueblo en busca de pan, queso, mantequilla, huevos o carne conseguí abrirlos.

—¿No pretenderá hacerme creer que Irma trapicheaba en el mercado negro? —protestó su incrédulo acompañante—. No me cuadra con su fama, su forma de comportarse o cuanto se ha escrito sobre ella.

—No era «mercado negro», era simplemente hambre —le contradijo sin acritud la cordobesa—. Por lo general, «mercado negro» se considera negociar con mercancías, sobre todo alimentos en periodos de escasez, y lo que hacía Irma era aprovechar su rango con el fin de «adquirir víveres para consumo propio», porque si la sorprendían revendiéndolos la habrían acusado de una falta muchísimo más grave que desollar muchachas a latigazos. Las leyes nacionalsocialistas eran muy estrictas al respecto y podían fusilarte hasta por eructar, aunque no recuerdo que nadie eructase porque nadie comía lo suficiente.

—Coletilla a todas luces innecesaria… —apostilló con marcada intención y ánimo de revancha Mauro Balaguer.

—Nada que alivie la tensión en unos momentos especialmente difíciles resulta innecesario, querido, y recuerdo que en ocasiones, cuando me encontraba a solas en aquel mísero habitáculo tan oscuro, húmedo y hediondo como un mausoleo en el que me hubieran enterrado en vida, lo único que me relajaba era alzar la pierna y dedicarle a la fotografía de la pared un sonoro cuesco. «!
Pal
Führer!», exclamaba, y eso me permitía reírme mientras persistiera el mal olor… —Tras una corta pausa concluyó—: Aún le dedico alguno que otro…

—La creo porque a estas alturas ya no me queda otro remedio que creer cuanto me diga por brutal o escatológico que sea —se vio obligado a reconocer el editor—. ¿Qué ocurrió cuando consiguió abrir los candados?

—Que me llevé varias sorpresas; la primera el hecho de que, además de armas, contenía un frasco con una calavera, y no era precisamente una insignia de las SS, sino una de esas etiquetas que advierten de que se trata de un veneno rápido y letal.

—Muchos nazis se suicidaron con cianuro al saberse perdidos —señaló Mauro Balaguer, aunque le constaba que la anciana debía saberlo mejor que nadie—. Entre ellos, Himmler y toda la familia Goebbels.

—No creo que se tratara de cianuro, pero por si acaso, y como no tenía la menor intención de llevarme un disgusto, lo sustituí por una mezcla de aceite de ricino, grasa y un poco de pimentón, lo que le confería una consistencia y color bastante similares, de tal modo que si Irma pretendía envenenarme, tan solo me produciría cagaleras.

El otro no pudo evitar que se le escapara una corta carcajada.

—¡Es usted imposible! —exclamó—. Aunque a mi modo de ver Irma había demostrado ser de las que no solucionan las cosas con veneno, sino a tiros.

Ahora fue ella la que se echó a reír mientras rellenaba la copa y parecía tan feliz como una chiquilla que estuviera comentando una divertida travesura.

—Evitarlo resultaba mucho más fácil —dijo—. Tenga en cuenta que en Ravensbrück fabricábamos armas, por lo que me limité a limar los percutores de las pistolas, con lo que las dejé inservibles. Luego desmonté la granada neutralizando la espoleta, o sea, que si aquella hija de la gran puta pretendía matarme, tenía que ser cara a cara, y yo había crecido más, era más fuerte y había escondido el cuchillo más grande. —Hizo una pausa, bebió, alzó el rostro para observar cómo la luna se ocultaba ya tras las tejas y al fin masculló—: Las guerras convierten a las personas en animales y le aseguro que estaba deseando que aquella hija de puta me proporcionara una disculpa para rebanarle el gaznate sin hacer de ello un asesinato a sangre fría. La aborrecía hasta el punto de que me regodeaba imaginándola agonizando sobre un charco de sangre, mirándome a los ojos y viendo en ellos cuánto me repugnaba. Sin embargo, en el fondo no me apetecía que tuviera una muerte rápida, sino que sufriera en propia carne todo el mal que causaba. El odio es mala cosa —añadió—. Muy mala, excepto cuando te sirve para sobrevivir.

—Nunca he odiado a nadie hasta el punto de querer matarle —musitó su interlocutor seguro de lo que decía.

—Pues en ese caso proclame a gritos que la suerte le ha sonreído porque le juro que se trata de un sentimiento del que resulta muy difícil desprenderte y acabas avergonzándote. El cine o el teatro perdieron conmigo una gran actriz, visto que fui capaz de fingir amor durante años cuando en realidad el asco me rezumaba por cada poro del cuerpo. —Se encogió de hombros al concluir—: O tal vez se deba a que Irma era tan pretenciosa que llegó a imaginar que realmente la amaba.

Había una pregunta que a Mauro Balaguer le quemaba en la boca desde el primer momento; una pregunta a su modo de ver esencial para entender aquella compleja historia, pero nunca encontraba ni el valor ni el momento para hacerla, de modo que intentó enfocarla de un modo indirecto.

—¿Existía alguna razón para que lo creyera? —quiso saber.

—¡Retorcido hipócrita…! —fue la brutal respuesta muy del estilo de Violeta Flores—. Lleva dos días queriendo saber si disfrutaba en la cama, pero le falta valor para hablar de ello. ¡Claro que en ocasiones disfrutaba! —masculló iracunda—. ¡Qué remedio quedaba! Cuando alguien se pasa horas lamiéndote o excitándote con ayuda de un consolador, llega un momento en que no encuentras modo de frenarte, sobre todo si en ello te va la vida. Siempre he estado convencida de que si no hubiera tenido orgasmos que aquella guarra pudiera percibir como auténticos, ahora no estaría aquí para contarlo porque uno de sus mayores placeres era proporcionarme placer… ¿Satisfecho?

—Lo lamento.

—No tiene por qué —señaló la otra en un tono más tranquilo—. Preguntarlo era su obligación y lo comprendo, pero le aseguro que en aquellos momentos era cuando más la odiaba porque hacía que me estuviera odiando a mí misma.

—¿Le importaría que cambiáramos de tema? —quiso saber el editor, que se sentía profundamente avergonzado y casi abochornado por el giro que había tomado la conversación.

—Todo lo contrario, porque además a estas alturas de la historia, y por mucho que me desagrade, no me queda más remedio que empezar a hablar del malnacido y repelente
Hauptsturmfübrer
Kramer.

Capítulo 9

—Kramer era grande, fuerte, grasiento, cetrino y con la cara picada de viruela; una especie de ogro peludo al que ningún director hubiera elegido como malo de película debido a que no hubiera resultado creíble de puro repelente. Se había afiliado al partido a los veinticinco años, poco después se alistó en las SS, y toda su «carrera» se desarrolló en campos de exterminio, desde Dachau a Mauthausen pasando por Auschwitz, donde lo conocí con el grado de
Hauptsturmfübrer,
que era el equivalente a capitán de la Wehrmacht. Era segundo en el mando a las órdenes de Rudolf Hoess, compartiendo cama y responsabilidades con Irma y Maria Mandel. De allí le destinaron a Struthof—Natzweiler, donde se hizo famoso por haber participado de forma especialmente activa en el brutal asesinato de ochenta mujeres, antes de regresar como comandante en jefe a Auschwitz II—Birkenau. —La anciana hizo una pausa para tomar aliento, antes de añadir en un tono que demostraba su profundo rencor y desprecio—: Yo le recordaba como un habitual de las orgías que organizaba Irma, a la que solía comentar, medio en broma, medio en serio, que se moría de ganas de romperme el culo y que eso no debía molestarla porque era la única parte de mi cuerpo que ella no utilizaba.

—¡Menudo cerdo!

—¡Y que lo diga! Por suerte, tan solo había venido para una breve visita de inspección porque le habían comunicado que su próximo destino sería Bergen—Belsen con la orden expresa de acelerar al máximo la aplicación de la «Solución Final». Se vanagloriaba de haber ejecutado en el transcurso de una sola noche a los casi veinte mil gitanos que quedaban en Birkenau y al parecer ahora tenía que volver a desmantelar los campos instalados en Polonia. —Lanzó un resoplido, apagó su cigarro, encendió uno nuevo y tras mascullar muy por lo bajo unas cuantas imprecaciones dijo—: La sola idea de su vuelta me ponía la carne de gallina porque si bien individualmente eran seres demoniacos, juntos se convertían en un cóctel letal… ¿Ha leído
A sangre fría
?

—Naturalmente.

—Pues en ese caso tal vez recuerde que Truman Capote explica el proceso por el que dos delincuentes de poca monta, incapaces de cometer un crimen individualmente, se convierten en asesinos despiadados cuando se unen, perdiendo su propia personalidad para acabar conformando una tercera diferente e imprevisible. —Dejó escapar otra vez uno de sus malsonantes reniegos al añadir—: ¡Pues no era este el caso! Tanto Irma como Kramer eran carniceros compulsivos por sí solos, pero además, como en
A sangre fría
, cada uno parecía incitar al otro a sacar a flote lo peor de sí mismos. Mientras les servía la cena, porque, modestia aparte, no existía otro lugar en Bergen—Belsen en que se comiera mejor, llegué a la conclusión de que habían perdido la cabeza porque lo mismo se entusiasmaban ante la idea de que muy pronto Londres, Nueva York y Moscú serían reducidas a escombros gracias a las gigantescas bolas de fuego que el Führer lanzaría sobre ellas por medio de los nuevos cohetes V—3, como hacían un detallado repaso a las incontables ventajas que ofrecía el precioso lago en que se instalarían cuando huyeran.

—Nunca he sabido que hubieran existido cohetes V—3 —comentó el editor convencido de lo que decía—. Me consta que los V—l y los V—2 arrasaron Gran Bretaña, pero jamás he oído hablar de una tercera versión.

—Kramer juraba y perjuraba que antes de cuatro meses los V—3 estarían operativos y que su potencia era diez mil veces superior a la de cualquier arma conocida. —Alzó las manos en un claro ademán con el que admitía su ignorancia al aclarar—: Que solo fuera propaganda nazi o que los aliados los hubieran destruido en sus bases antes de que estuvieran en capacidad de lanzarlos ya es otra cosa.

—¿Y de qué se sentían más seguros: de continuar ejecutando judíos o de tener que salir huyendo?

—No sabría decirlo, pero no se les pasaba por la mente la idea de rendir cuentas por sus actos porque no hablaban de «Victoria o muerte», sino de «Victoria o fuga», confiando ciegamente en lo que llamaban «ruta de escape». Lo cierto es que comieron como animales, bebieron como cosacos, se encerraron en el dormitorio y me pasé el resto de la noche acurrucada en un rincón de la cocina con el cuchillo al alcance de la mano, dispuesta a no dejarme sodomizar por aquel cerdo.

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