La bella bestia (9 page)

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Authors: Alberto Vázquez-figueroa

Tags: #Drama, relato

»—¡De acuerdo! Si mi preciosa zíngara no quiere cargar con la culpa de condenar a la mitad de las guarras, supongo que sí querrá apuntarse el mérito de haber salvado a la mitad de las cerdas. —Agitó varias veces los documentos al preguntar—: ¿A quién prefieres salvar, a las pares o a las impares? Y te advierto que si no te decides pronto, me las cargo a todas.

«Sabía que hablaba en serio porque para ella las prisioneras no eran seres humanos, por lo que, tras pensarlo unos momentos, le respondí que salvara a las impares. Cuando quiso saber la razón, le hice ver que si el número era par, lo mismo daba una cosa que otra, pero que si era impar, una más se libraría de la muerte. Tardó unos instantes en entenderlo, consultó la lista, comprobó que eran ciento sesenta y tres, se echó a reír, y cogiéndome la cara entre las manos, me dio un beso muy largo y me empujó sobre la cama exclamando:

»—¡Qué lista es mi zíngara!

Violeta Flores se sirvió lo que quedaba de la botella y bebió ahora a pequeños sorbos antes de añadir:

—Así era Irma; el mero hecho de que todos supieran que se había acostado con parte de la plana mayor de las SS y le bastara con hacer una llamada para eliminar a cualquiera imponía pavor, pero al mismo tiempo permitía que mi madre y mi hermano siguieran con vida y «su preciosa novia» pudiera transitar libremente por los alrededores de un campo de exterminio sin que ni los miembros de la temida Gestapo se atrevieran a molestarla.

—En aquel dichoso libro que jamás debería haber publicado se afirmaba que durante su estancia en Auschwitz «La bella bestia» mantuvo relaciones íntimas con un doctor acusado de miles de crímenes, y que al acabar la guerra huyó a Sudamérica —señaló Mauro Balaguer, ya que aquel era un detalle significativo que siempre le había llamado la atención, aunque por desgracia no conseguía recordar el nombre del médico—. ¿Sabe algo sobre eso?

—Supongo que se refiere a Mengele, el jodido «Ángel de la Muerte», que torturó y asesinó a cientos de niños, haciendo experimentos genéticos… —puntualizó la cordobesa—. Por aquel tiempo Irma podía haber mantenido «relaciones íntimas» con todos los ángeles del cielo o los demonios del infierno porque por su cama pasaban tres o cuatro hombres o mujeres dos veces por semana, y por eso mismo, por su excesivo número, me siento incapaz de asegurar con quién se acostó o con quién no… —Hizo una meditada pausa antes de añadir—: Que yo recuerde, tuvo al menos dos abortos y las noches «agitadas» me limitaba a encerrarme en mi cuarto y taparme la cabeza con la almohada, aunque algunas veces, cuando solo participaban mujeres, me obligaba a estar presente como simple espectadora.

—¿Le duele hablar de ello? —quiso saber quien comprendía que debía de significar un duro trance pese a que hubiera pasado casi una eternidad desde entonces.

—Me duele recordarlo porque está comprobado que somos capaces de controlar nuestras manos, nuestra lengua e incluso nuestros sentimientos, pero no nuestra memoria, que actúa a su libre albedrío cuando y como le apetece. Ahora puedo hablar de ello sin tener aquellas imágenes en la mente, pero durante muchísimo tiempo las tuve en la mente sin necesidad de hablar de ello. ¿Entiende la diferencia?

—Perfectamente.

—Pues en ese caso aceptará que cuando decidí darle mi teléfono con el fin de contarle lo que había sido mi vida junto a quien fue considerada la criminal más degenerada que haya existido, era consciente de que tendría que volver a meter los brazos hasta el codo en toda aquella mierda.

—¿Y por qué lo hizo…? —quiso saber el otro, ya que era una pregunta que le obsesionaba desde el primer momento—. ¿Qué necesidad tenía de pasar tan malos ratos setenta y pico años después? Siempre se ha dicho que la venganza es un plato que debe servirse frío, pero no a cadáveres.

—No se trata de venganza, si es en eso en lo único que piensa —fue la respuesta que sonaba sincera—. Yo entonces era muy joven mientras que ahora soy casi una momia, por lo que todos los de mi época deben de estar más bien muertos; se trata de que debo de ser de las pocas personas que leyeron un libro a la luz de una lámpara confeccionada con piel humana y cada día aumentan unos descerebrados que alzan el brazo, ondean banderas y cantan alabanzas a Adolf Hitler, lo que significaría tanto como clamar por la vuelta a las lámparas confeccionadas con piel humana.

Pese a que había oído hablar de ello a menudo e incluso lo había leído en un par de ocasiones, a Mauro Balaguer le costaba un enorme esfuerzo admitir que alguna vez se hubiera llevado a cabo semejante abominación, por lo que no pudo por menos que comentar:

—Siempre había creído que la leyenda que asegura que en los campos de exterminio nazi se hacían lámparas o se forraban libros con la piel de los prisioneros no era más que una exageración propagandística…

—Puede que tengan razón y se trate de una leyenda —admitió ella dando la sensación de que empezaba a tener la voz cansada—. Pero una noche, cuando lo tenía todo preparado para una cena «muy especial», un ayudante de campo llegó media hora antes, inspeccionó la casa y nos advirtió de que la amante del general que había venido a revisar cómo se llevaban a cabo las ejecuciones era una baronesa de gustos muy refinados, por lo que en cuanto viera la lámpara de la esquina del salón se negaría a sentarse a la mesa. Al cabo de un rato aparecieron dos soldados con una lámpara nueva y se llevaron la antigua a cuya luz había leído tantas veces.

—¿Pero no está segura de que fuera de piel humana? —argumentó el editor aún incrédulo—. Podía ser de cualquier otra clase de piel.

—Desde luego, pero cuando pocos días después me atreví a preguntárselo a Irma, se limitó a responder: «¡Naturalmente que no era de piel humana, cielo! ¡Era de piel de puerca polaca! Lo sé muy bien porque yo misma la despellejé».

Se quedó en silencio, el editor aguardó expectante unos minutos, pero como no volvió a hablar, se aproximó a ella y advirtió que se había quedado profundamente dormida, lo cual no era cosa de sorprender, vista la cantidad de coñac que había ingerido.

No supo qué hacer, dudando entre hablarle, sacudirla o llamar a alguien, pero en esos momentos hizo su aparición Rocío trayendo una manta con la que la arropó desde el cuello hasta los pies, que le colocó sobre una butaca.

—¡Váyase a la cama! —susurró—. En verano le gusta dormir aquí y que la despierten los pájaros…

Antes de subir a su dormitorio Mauro Balaguer pasó por la biblioteca con el fin de recoger algunos libros sobre la Segunda Guerra Mundial en un intento por refrescar su débil memoria sobre cuanto había sucedido durante los años a los que su interlocutora se había estado refiriendo.

Gracias a que siempre había sido un empedernido noctámbulo, pudo estudiar y tomar notas durante casi tres horas y cuando bien entrada la mañana bajó con varios folios repletos de nombres y fechas, se encontró a la dueña de la casa terminando de desayunar y tan activa, reluciente y animada que una vez más le resultó difícil admitir que la noche anterior hubiera bebido como una esponja.

Lo único que comentó al respecto fue reconocer que no recordaba en qué punto exacto había dejado la conversación y al responderle que en el momento en que hablaba de la lámpara de piel humana, asintió de inmediato.

—¡Tiene razón…! —dijo—. Pero lo importante de aquella histórica noche no se centra en el tema de la maldita lámpara y quién pudo ser la infeliz polaca a la que Irma le arrancara la piel, sino en el hecho de que la amante del general era una auténtica aristócrata de la diadema a los tacones, una mujer cultísima que sabía de pintura, música, historia, literatura y de todo lo que se puede saber en este mundo. Era alta, estilizada, elegante y refinada, por lo que a su lado Irma quedaba como lo que siempre había sido y seguiría siendo: la zafia y vulgar «hija del lechero». Desde el momento en que vi llegar a los invitados comprendí que alguien había cometido un grave error de apreciación porque aquella no iba a ser una de las acostumbradas cenas en que terminaban borrachos o en la cama, y lo que le hizo tragar más litros de bilis a «La mala bestia» fue averiguar que por lo visto la tal baronesa era amiga íntima de Eva Braun, la amante de su idolatrado Adolf Hitler, que al parecer incluso la tuteaba.

—¿Y era cierto…?

—Ni la menor idea, pero Irma echaba chispas porque estaba acostumbrada a ser el centro de atención y esperaba acabar en una cama redonda con un condecorado general, por lo que su frustración resultaba tan evidente que me reñía a cada instante, consiguiendo que me temblaran las manos al temer que en cuanto los invitados se marcharan descargaría toda su ira sobre mis espaldas. Al advertir mi nerviosismo la baronesa intentó tranquilizarme asegurando que, al igual que a la mayoría de las mujeres, a las aristócratas lo único que les preocupaba era que no les mancharan el vestido en el momento de servirles una salsa, que, por cierto, se le antojaba exquisita. Impotente a la hora de competir con su brillante conversación, Irma intentó cambiar el tono con el fin de transformar la tertulia en una confrontación dialéctica, terreno en el que supuso que lucharía con mejores armas.

—Son métodos sobre los que se ha escrito mucho y que se repiten cada hora, cada día, cada año y cada siglo, unas veces a nivel personal y otras a nivel internacional… —le hizo notar su invitado, que sabía bien de lo que hablaba, puesto que formaba parte de la rutinaria relación con su esposa—. Si no sabes argumentar, discute; si no sabes discutir, golpea, y si no sabes golpear, mata.

—Pues resulta evidente que Irma era una experta a la hora de golpear y matar, pero una nulidad a la hora de argumentar e incluso discutir porque lo primero que se le ocurrió, haciendo caso omiso al hecho de que compartía la mesa con un general, fue asegurar que la Wehrmacht era «machista», ya que tan solo admitía a las mujeres como enfermeras, celadoras o músicos, mientras que en Rusia alcanzaban altos rangos militares e incluso el título de heroínas, como la mítica Lyudmila Pavlichenko, una francotiradora que había conseguido abatir a trescientos soldados. No le faltaba razón porque las francotiradoras soviéticas minaban la moral de las tropas alemanas, que tenían que extremar la vigilancia debido a que quien a primera vista parecía una inofensiva campesina les volaba la cabeza a cuatrocientos metros de distancia. Dos de ellas, la Shanina y la Lobkovskaya, tenían fama de ser además muy hermosas y contaban con casi cien bajas enemigas cada una pese a que aún no habían cumplido los veinte años.

—Sabía de la existencia de francotiradores rusos, e incluso recuerdo una película que trataba del enfrentamiento con otro alemán durante la batalla de Stalingrado —admitió casi a regañadientes el editor, puesto que no le gustaba reconocer que su interlocutora supiera tanto sobre cosas que él ignoraba—. Pero no tenía noticias de que hubieran existido mujeres dedicadas a una actividad tan peligrosa.

—Hubo muchas y causaron enormes daños en las filas alemanas porque habían sido entrenadas en centros especializados. Irma insistía en que su sueño era emularlas, pero el general dio por zanjada la cuestión puntualizando que una cosa era disparar a prisioneras apiñadas en el patio de un campo de concentración, tal como le constaba que ella solía hacer, y otra muy diferente tener la sangre fría necesaria como para pasarse tres días subida a un árbol o enterrada en la nieve con el fin de abatir al comandante de un tanque enemigo que si no caía la perseguiría a cañonazos. —Doña Violeta Flores sonrió tan feliz como si se hubiera tratado de un triunfo personal al concluir mientras se servía una nueva taza de café—: Ahí se acabó la cena.

—¿Y esa noche usted pagó las consecuencias…?

—No. Irma se acostó sin pronunciar palabra, pero al día siguiente las consecuencias las pagaron las ochenta y siete prisioneras que envió a lo que solía llamar «la ducha que lava todos los pecados»: la cámara de gas.

—¡Maldita retorcida hija de puta!

—¡Y que lo diga! —La cordobesa lanzó un sonoro resoplido que mostraba a las claras su indignación antes de decir—: Por suerte, estaba tan furiosa que por primera vez se dejó puesta la llave de un pequeño baúl que ocultaba en el fondo del armario y en el que guardaba su documentación y una gruesa libreta con gran cantidad de cifras y fechas. No era exactamente un diario, pero aquella desgraciada anotaba cada semana el número de sus víctimas, así como algunos de lo que denominaba «pensamientos patrióticos». ¡Dios bendito! Estuve a punto de vomitar.

Hizo una de aquellas largas pausas en las que no cabía duda de que luchaba por alejar recuerdos demasiado amargos, acabó por agitar la cabeza como si a ella misma le costara trabajo admitir cuanto le había sucedido durante aquella desgraciada época, y al poco pareció tomar nuevas energías porque se explayó:

—La oportunidad era única y lo primero que hice fue calentar una vela y sacar un molde de la llave, dejándolo todo como estaba y sin guardar su ropa limpia en el armario para que no advirtiera que lo había abierto. Cuando llegó no le extrañó que aún me encontrara planchando «debido a que me había tenido que pasar gran parte de la mañana encerando y sacando brillo al suelo porque los soldados que habían traído la lámpara tenían las botas llenas de barro». No dijo nada, se acostó sin cenar, durante cinco días no me dirigió apenas la palabra y como pasaba mucho tiempo en «el trabajo» y a través de la ventana podía ver cuándo llegaba, me sobró tiempo para hacer una copia de la llave.

—¿Cómo…?

—La necesidad aguza el ingenio, amigo mío… —replicó la anciana guiñando un ojo picarescamente—. Primero hice un positivo de la llave en arcilla utilizando el molde de cera, cuando la arcilla se secó hice un nuevo negativo también de arcilla y cuando volvió a secarse, derretí un trozo de cañería de plomo y obtuve un positivo que repasé con una lima de uñas.

Capítulo 6

—Los cálculos «oficiales» estiman que en Auschwitz se gaseó a dos millones de prisioneros, en su mayoría judíos, gitanos, húngaros o polacos, pero aunque a mi modo de ver esa cifra no es en absoluto correcta, lo que sí puedo asegurar, basándome en las anotaciones de Irma, es que como «supervisora» y segunda en el mando de la sección de mujeres, fue la organizadora de miles de ejecuciones de mujeres, asesinó personalmente a unas doscientas, y lo más abominable del caso estriba en el hecho de que disfrutaba haciéndolo. Tras la nefasta cena con la baronesa su necesidad de hacer daño se desbocó a tal extremo que Brenda, una de sus subordinadas, vino a rogarme que intentara aplacarla, ya que la directora de la sección de mujeres, María Mandel, que era la única de rango superior y capaz de llamarla al orden, le permitía hacer cuanto le viniera en gana. Sus «hazañas» de los últimos días consistían en golpear con su fusta los pechos de las presas más atractivas hasta que conseguía desprendérselos, trasladándolas luego a la enfermería, donde disfrutaba al extremo de tener orgasmos al ver cómo se los amputaban.

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