La bella bestia (4 page)

Read La bella bestia Online

Authors: Alberto Vázquez-figueroa

Tags: #Drama, relato

—También es mala suerte —se lamentó Mauro Balaguer como si fuera algo que le afectase en lo personal, lo cual no era cierto, ya que además intuía que era un detalle que confería un nuevo interés a la historia.

—No era cuestión de mala suerte, querido, sino de geografía, porque la frontera se encontraba a menos de doscientos kilómetros y pese a que Alex no solía hablar de sí mismo, yo ya había madurado lo suficiente como para comprender la magnitud de su problema; tenía una numerosa e importante familia materna de ideología liberal en Polonia, una esposa teutona de rígidas convicciones nacionalsocialistas en Berlín, y otra «familia» española que sería calificada por algunos como de sucios «zíngaros» en el campo…

Se puso en pie dando por concluido el almuerzo e invitándole a pasar a una severa biblioteca de grandes sillones en la que por fortuna los libros no aparecían encuadernados en un mismo tamaño, color o tipo de piel, sino que cada ejemplar había ascendido a las estanterías tal como viniera al mundo, gris o negro, rojo o verde, caro o barato, pero «auténtico», ocupando su puesto tras haber sido leído, y continuando en él con el fin de ser releído.

El veterano editor, que siempre había odiado la idea de vender libros por metros con fines decorativos, se sintió feliz al descubrir que aquí y allá aparecían algunos de sus más queridos títulos; aquellos que le habían consolidado en tan competitivo oficio, pero también le saltó de inmediato a la vista, como si pretendiera morderle la nariz o pincharle un ojo, un grueso ejemplar de tapas rojas con letras doradas del aborrecido título que había constituido el mayor fracaso de su historia profesional.

—¡Vaya por Dios…! —masculló mordiendo las palabras—. No esperaba volver a ver nunca a este desgraciado que por poco me hunde.

—¿Lo editó usted…? —pareció asombrarse Violeta Flores mostrando la lengua en lo que pretendía ser una mueca de asombro y horror—. ¡No puedo creerlo! ¡Es un bodrio!

—¡Dígamelo a mí! —admitió su avergonzado invitado—. Tuve que ordenar que destruyeran treinta mil ejemplares.

—¿Y en qué se equivocó?

Mauro Balaguer intentó responder, pero no consiguió hacerlo porque le resultó imposible recordar por qué extraña razón decidió invertir una fortuna a la hora de lanzar aquel pretencioso libro, por qué absurda razón lo había contratado, ni de qué demonios trataba.

Sabía que lo odiaba, pero en aquellos momentos su cada vez más caprichosa memoria no le permitía acceder a la clave de los motivos que le habían conducido a cometer un error de semejante calibre.

A la propietaria de tan magnífica biblioteca no le pasó por alto su desconcierto, pero se abstuvo de hacer el menor comentario, aguardó a que Rocío dejara sobre la mesita central el servicio de café y desapareciera cerrando la puerta a sus espaldas y tras sorprenderse por el hecho de que su acompañante no aceptara ningún tipo de licor, se sirvió una enorme copa de coñac y abrió una caja de roble con incrustaciones de nácar de la que extrajo dos gruesos habanos entregándole uno.

—Los puros sí sé que le gustan —dijo—. He visto fotos suyas fumándolos.

—Pero no de ese tamaño… —protestó él, y no fingía en absoluto su horror—. ¿Pretende asesinarme?

—Puede dejarlo cuando se canse —replicó la cordobesa mientras comenzaba a encender el suyo con la naturalidad de quien lo hace a menudo—. ¡A mí me encantan!

Admitía tener casi noventa años, había comido hasta reventar y ahora se disponía a fumar y beber como un camionero en día de asueto, pero ni la pesada digestión, ni el café, ni el alcohol ni el tabaco parecían afectarle en lo más mínimo.

—Como le iba diciendo… —musitó al poco casi en un susurro, y cuando el editor le advirtió de que era algo duro de oído, repitió la frase alzando la voz—: Como le iba diciendo, las cosas se ponían tan feas que incluso me asustaba pasear por un bosque en el que habían hecho su aparición patrullas que perseguían a los judíos, y mis únicos momentos agradables eran aquellos en los que Irma acudía a visitarme cargada de dulces pidiendo que la «deleitara» con una exhibición de baile flamenco y un recital de castañuelas…

—¡Un momento…! —la interrumpió su interlocutor—. Ahora que lo ha mencionado, creo recordar que «La bella bestia» se llamaba Irma. ¿No pretenderá decirme que era ella? —Ante el mudo gesto de asentimiento exclamó asombrado—: ¡No puedo creerlo! ¿Me está diciendo que la conoció cuando usted debía de tener unos doce años?

—Doce y medio, para ser exactos, y ella aún no había cumplido los quince —respondió la cordobesa con la voz levemente alterada—. Un día en que Alex había llevado a mi madre a Berlín con el fin de que le hicieran una revisión porque el embarazo no le estaba sentando bien, apareció con unos pequeños dulces de hojaldre rellenos de mermelada de frambuesa, y en cuanto los probé comencé a marearme hasta el punto de que al cabo de un par de minutos todo empezó a dar vueltas y me derrumbé como un saco.

Respiró profundo, por unos momentos dio la impresión de que no sería capaz de continuar, emitió una especie de desgarrado lamento, y con la mirada clavada en su copa añadió:

—Le ahorraré los detalles porque han pasado más de tres cuartos de siglo, pero aún siento ganas de vomitar o morirme al recordarlo. Cuando me desperté me encontraba desnuda en la cama, Irma se sentaba a mi lado y mostrándome el ensangrentado mango de su puñal de campaña, dijo: «Ya no eres virgen…». Apenas pude reconocerla porque su rostro parecía haberse convertido en una máscara cuando se aproximó aún más con el fin de susurrarme: «Ahora eres mía y si intentas rebelarte, en lugar del mango te introduciré la hoja porque tan solo eres una sucia zíngara».

Capítulo 3

Aquel fue el momento en que Mauro Balaguer decidió que la historia le interesaba porque, pese a que la memoria se negara a facilitarle detalles muy concretos, lo que sí alcanzaba a recordar era que, cuando leyó el libro que contenía referencias sobre ella, le había parecido que la tal Irma se convertía en la representación de la maldad en todas sus facetas.

Advirtió que le invadía una especie de sorda ira por no ser capaz de exigirle a su mente un mayor esfuerzo y se sentía tan frustrado como quien está acostumbrado a correr tres mil metros diarios, pero de pronto descubre que comienza a derrumbarse a mitad de camino.

Hacía ya mucho tiempo que tenía la sensación de que al mirarse al espejo era otro quien le devolvía la mirada, aunque siempre lo había achacado a las arrugas, la flacidez de la piel o la caída del cabello, signos externos inevitables, aunque difíciles de aceptar, pero una mañana descubrió que a quien estaba afeitando era a otro, y que ese otro parecía sorprenderse por el hecho de que se estuviera tomando tales molestias con un extraño.

Se detuvo con el rostro lleno de espuma y la maquinilla en la mano y le vino a la mente el recuerdo de cuando se subía a la tapa del retrete para ver cómo se afeitaba su padre.

Era a su padre a quien parecía estar afeitando y eso le asustó.

Le habían asegurado que ese solía ser uno de los primeros síntomas.

Agitó una y otra vez la cabeza como si con tal simple gesto pudiera alejar sus temores, volvió a la realidad y se cercioró de que la grabadora funcionaba y sería capaz de repetirle cuantas veces quisiera aquellos detalles que él nunca conseguiría recordar.

—A la mañana siguiente oí música y al asomarme descubrí a un grupo de muchachos uniformados que redoblaban tambores, cantaban himnos hitlerianos, gritaban consignas racistas y marchaban con paso marcial en dirección al bosque «a la caza de sucios judíos» —continuó con su relato la anciana, aunque ahora había una especie de ligerísimo temblor en el tono de su voz—. Irma los comandaba y al pasar frente a mi ventana les obligó a que me saludaran brazo en alto al tiempo que me indicaba a la pareja de perros que la acompañaban en lo que constituía un alarde de fuerza con el que pretendía hacerme comprender hasta dónde llegaba su poder.

Bebió de nuevo, por lo que Balaguer llegó a la conclusión de que el alcohol debía de ser una magnífica esponja a la hora de absorber el dolor y la amargura, aunque al parecer sobre aquella mujer no ejercía el mismo efecto que sobre su esposa, visto que se mantenía siempre lúcida y su memoria no flaqueaba un segundo.

—Hans, el dueño de la granja, un hombre sencillo y muy agradable, vino a verme tan asustado como yo y su habitual tartamudez se acentuó al punto de que me costó un gran esfuerzo entender su cerrado alemán pueblerino: «Al ver a su amiga de uniforme y al frente de esa pandilla de salvajes, he pensado que tal vez puede tratarse de una muchacha del otro lado del lago a la que llaman "la hija del lechero", una fanática que tiene aterrorizada a la gente», fue lo que llegué a entenderle pese a que se interrumpió varias veces. «Hay quien asegura que empujó a su madre al suicidio porque le reprochó que hubiera insultado a su padre por haber renunciado a ser miembro del partido.»

—Creo recordar que en el libro se mencionaba que Irma había denunciado a sus padres, aunque si le digo la verdad, no estoy muy seguro —admitió el editor mientras renunciaba a continuar fumando, apagaba el habano con un suspiro de alivio y añadía a modo de excusa—: Hace ya mucho tiempo que lo publiqué.

—Irma se ponía histérica cuando la llamaban «la hija del lechero» y con anterioridad ya había advertido que durante nuestros paseos evitaba pasar cerca de los establos o cruzar prados en los que pastaran vacas, aunque lo había atribuido a que le avergonzaba reconocer que le asustaban; le ocurre a mucha gente.

—Probablemente las vacas le recordaban quién era y de dónde provenía, pero me sorprende que no se hubiera dado cuenta de qué clase de monstruo era.

—¿Y cómo diablos quiere que lo advirtiese? —protestó la aludida, a la que le asistía toda la razón—. Yo aún era una niña y ella la única persona, aparte de mi madre, que me prestaba atención. Pocas veces alguien ha descubierto de una forma tan brutal y dolorosa que la dulce y cariñosa amiga a la que adora es una degenerada.

Bebió de nuevo, con lo que la botella comenzó a correr serio peligro, arrojó a un cenicero lo que le quedaba de habano y de inmediato encendió otro sonriendo al advertir que su invitado había entreabierto la boca de asombro.

—¡No se espante! —comentó—. Mi marido comenzaba a fumar a las diez de la mañana y continuaba haciéndolo hasta que se acostaba. —Movió a un lado la cabeza en una clara indicación de que incluso a ella le asombraba lo que iba a decir, pero no dudó en hacerlo—: Pidió que lo incineraran junto a una caja de Partagás; me criticaron por aceptar tan absurdo capricho, pero me consoló saber que se había convertido en cenizas oliendo el humo que tanto le gustaba y no el de su propia carne…

Mauro Balaguer volvió a plantearse que resultaba injusto que una mujer de su edad pudiera comer, beber, fumar y hablar como si el paso de los años no le afectara, visto que además continuaba teniendo la piel tersa, el cabello espeso, los ojos brillantes y ni siquiera usaba gafas. Recordaba que su padre había muerto con ocho años menos, pero durante los últimos meses de su vida respiraba con dificultad, le temblaban las manos y no reconocía a nadie, aquejado de un avanzado proceso del mal de Alzheimer.

Había sido la época más dura de su vida, temiendo siempre que al volver del despacho no encontraría ni a su mujer ni a su padre, consciente de que a la primera tendría que buscarla por los bares cercanos y al segundo por las calles del centro.

Y curiosamente era siempre al anochecer, a la hora en que se encontraba más cansado, cuando Mercedes parecía sentir la irrefrenable necesidad de beber, y su padre de vagar sin rumbo.

Acababa de comenzar la crisis económica y ya no ganaba lo suficiente como para ayudar a sus hijos, correr con los gastos de un geriátrico «decente» y los de una clínica de desintoxicación, por lo que no le quedó otro remedio que hipotecar la casa e iniciar de la mano de la letra pequeña de los contratos bancarios el lento pero imparable descenso hacia el desastre.

Pero a doña Violeta Flores no parecían afectarle ni la crisis, ni la edad, ni los «efectos nocivos» del alcohol o el tabaco, por lo que continuó con el relato de lo que le había sucedido cuando aún seguía siendo casi una niña:

—El miedo del pobre Hans se unió a mi miedo, y aunque como es lógico no le mencioné lo que Irma me había hecho, estuvimos de acuerdo en que a no ser que encontraran en el bosque judíos sobre los que descargar su odio, aquella cuadrilla de descerebrados era muy capaz de volver a por mí con la vieja disculpa de que a falta de pan buenas son tortas y si no podemos apalear judíos, apalearemos zíngaros. Como Hans no confiaba en algunos de los peones de la granja, me llevó en su carreta en dirección a Berlín, nos apostamos en un altozano desde el que se distinguía un gran trecho de carretera general, y al atardecer vimos llegar el coche de Alex.

—¿Y cómo se las habrían arreglado si el coche hubiera pasado de noche? —quiso saber su interlocutor faltando a su costumbre de hablar lo imprescindible, ya que lo consideró de una lógica aplastante.

—Por aquel tiempo casi nadie se atrevía a circular de noche porque en cuanto oscurecía, tanto la policía como los comandos de fanáticos nacionalsocialistas multiplicaban los controles debido a que los judíos aprovechaban la oscuridad para intentar huir. Alex sabía que viajar a esas horas en compañía de una mujer con aspecto de zíngara siendo además medio polaco podía acarrearle gravísimos problemas.

—Hay algo que no me cuadra… —insistió Mauro Balaguer pese a que no se considerase un entendido en cuanto se refería a Alemania, ni a aquel momento histórico—: Si los nazis intentaban librarse de los judíos, ¿por qué se empeñaban en impedir que se marcharan?

—Porque una cosa era que un judío emigrara tras hacer donación de su patrimonio al Tercer Reich, o consiguiera que algún pariente extranjero abonara un rescate por su liberación, y otra muy distinta permitir que se largara con su dinero. En 1933 había casi medio millón de judíos Con ciudadanía alemana; a los cinco años quedaban menos de la mitad, pero los nazis no querían que se fueran gratis. La «emigración forzada» era un fabuloso negocio y al que no pagaba le perseguían, le quitaban cuanto tenía, le internaban en un campo de concentración, lo empleaban como mano de obra esclava o lo gaseaban.

A quien se sentaba frente a ella le hubiera gustado puntualizar que los temas de los campos de concentración y el Holocausto judío los conocía bien porque años atrás había publicado varios libros sobre ellos, pero lo cierto era que en aquellos momentos no le acudía ningún título a la cabeza, por lo que optó por continuar en silencio.

Other books

The Jewel Box by Anna Davis
LUKE by Linda Cooper
Out of It by Selma Dabbagh
Armageddon Rules by J. C. Nelson
Hostage Midwife by Cassie Miles
Into The Night by Cornell Woolrich
Vita Nostra by Dyachenko, Marina, Dyachenko, Sergey
Harry's Game by Seymour, Gerald
The Ninja Vampire's Girl by Michele Hauf
The Coffin Quilt by Ann Rinaldi