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Authors: Alberto Vázquez-figueroa

Tags: #Drama, relato

La bella bestia (20 page)

—Pero aquel viejo Fokker F.VII no disponía de radar… —le hizo notar ella—. Kees tan solo se guiaba por las estrellas y un mapa que se caía a pedazos y en cuanto aterrizamos me advirtió de que empezaría a descargar los víveres de inmediato y en el momento en que el sol rozara el horizonte despegaría, me encontrara o no a bordo, porque en aquella mierda de pista no podría hacerlo a oscuras y los motores no soportarían la helada de una noche al raso. Al poco apareció un sargento ruso en una moto con sidecar que me llevó a través del fango y la nieve hasta las ruinas del laboratorio, y no le extrañará si le confieso que se me cayó el alma a los pies porque en la habitación que había compartido con mi madre y mi hermano no quedaban ni un zapato, ni un juguete, ni un simple trozo de sábana; únicamente existía un hueco, por lo que cabría imaginar que aquel espacio vacío continuaba perteneciendo al bosque y jamás había sido habitado. Las risas de Oscar, las lágrimas de mi madre, los abrazos cuando combatíamos el miedo, las palabras de esperanza, ¡todo!, se había esfumado. Repartí el dinero que llevaba entre cuantos se encontraban por las proximidades, pero lo único que pude averiguar fue que durante la voladura de la «piojera» no había muerto nadie porque las SS ya habían evacuado a sus ocupantes sin que nadie fuera capaz de aclarar adonde se los llevaron. Al poco el ruso me advirtió de que debíamos volver porque mi salvoconducto tan solo era válido para un día, por lo que aquel fue el principio y el fin de la búsqueda de mi familia en Polonia… —Hizo una nueva pausa para añadir a modo de colofón—: Eso sí, durante el viaje de regreso pudimos comprobar que Dresde continuaba ardiendo.

—Por lo que tengo entendido, ese salvaje bombardeo sobre una ciudad en la que no existían objetivos militares pocos meses antes de la rendición total de Alemania fue la mayor bestialidad que cometieron los aliados, y nadie ha sido capaz de aclarar por qué se llevó a cabo cuando se sabía que tan solo matarían civiles… —argumentó Mauro Balaguer, que estaba seguro de lo que decía porque lo había leído la noche antes—. ¿Tiene idea de cuál fue la razón de tal masacre?

—«Oficialmente» se dijo que se trataba de acabar de quebrantar la moral de guerra alemana arrasando su única gran ciudad que aún permanecía intacta, lo cual era una estupidez y una canallada, puesto que esa moral estaba ya por los suelos —replicó ella—. Boris estaba indignado porque se habían empleado bombas de fósforo que abrasaban a la gente y permitían que el incendio continuara durante días. Nunca le vi tan abatido porque aborrecía la violencia y a pesar de lo mal que se sentía, estuvo a punto de convencerme de que debía olvidar toda idea de revancha.

—¿Solo a punto? —fue la intencionada pregunta.

—Solo a punto —admitió a su pesar la cordobesa—. Es posible, aunque no puedo asegurarlo, que si tan solo se hubiera tratado del daño que me hicieron personalmente me hubiera conformado con regresar a casa, a disfrutar en paz del resto de mi vida, pero el hecho de no volver a saber nada de mi madre y mi hermano me impedía olvidar. Quería que los culpables lo pagaran y a mi modo de ver Irma era, si no la culpable directa, sí al menos la representación de quienes habían hecho que tantísimos seres inocentes se diluyeran en el aire como si nunca hubieran existido. A estas alturas tengo muy claro que mi madre ha fallecido, aunque tan solo sea por razones de edad, pero sigo pensando que tal vez Oscar pudo salvarse y malvive en algún rincón de Rusia o Rumania.

—¿Por qué imagina que pudo ir a parar a Rusia o Rumania? —se extrañó su interlocutor—. También podría haberse quedado en Polonia o Alemania.

La anciana negó con gesto de pesar convencida de lo que decía:

—Oscar tenía cinco años, tan solo hablaba español y supongo que algo de polaco y durante su avance los rusos devolvían a los extranjeros a sus países de origen o los deportaban a Siberia. Resulta lógico imaginar que para un agobiado oficial soviético inmerso en una rápida y cruenta ofensiva militar un niño moreno que carecía de partida de nacimiento y hablaba un idioma de raíz latina debía de ser rumano, en ese trasiego de millones de desplazados se perdió su pista y fue como si se lo hubiera tragado la tierra… —Hizo una corta pausa antes de añadir con acritud—: O sea, que lo único que me quedaba era la venganza.

Capítulo 13

Había pedido que no le molestaran a no ser que se tratara de algo importante y en verdad lo era porque cuando le telefonearon fue para comunicarle que Mercedes había sido atropellada al salir de un bar.

Regresó de inmediato a Madrid con el fin de encararse a lo que constituía un despojo de lo que había sido una hermosa criatura llena de energía, y mientras dejaba pasar las horas acurrucado en una butaca aguardando a que recuperara la conciencia se preguntó por qué retorcidos caminos habían acabado en aquella lúgubre habitación.

Sin duda tenía gran parte de culpa, nunca consiguió averiguar en qué consistía exactamente dicha culpa, aunque quizá tardó demasiado en darse cuenta de que a menudo su esposa desvariaba o se mostraba desasosegada, sin sospechar que se debiera a que abusaba de la bebida como búsqueda de «inspiración literaria» o remedio a su evidente carencia de talento. Parafraseando el viejo dicho: «Lo que la naturaleza no da, el alcohol no presta», pero a diferencia de la universidad y a semejanza de la banca, el alcohol acababa exigiendo la devolución con intereses de algo que ni siquiera ha prestado.

Mauro Balaguer entendía que a ciertas personas les resultaba muy difícil admitir que no estaban dotadas para una determinada actividad creativa, pero ese era un problema al que se habían enfrentado infinidad de seres humanos debido a que deseos y realidades eran raíles diseñados para marchar en paralelo y rara vez coincidían.

Renunciar a una auténtica vocación significaba renunciar a la mitad de la vida, por lo que el resto de esa vida siempre parecería incompleta, pero no tener el valor de renunciar solía acabar en la autodestrucción y eso era lo que le había ocurrido a la mujer cuyo maltrecho cuerpo luchaba por continuar en un mundo que ya nada ofrecía a su espíritu.

Incapaz de volver a escribir una frase coherente o tener una idea digna de ser impresa, Mercedes Arriaga debió de entrever que estaba condenada a vagabundear de taberna en taberna hasta el fin de sus días, por lo que entraba dentro de lo posible que fuera consciente de lo que hacía cuando al salir de una de ellas decidiera cruzar la calle propiciando que un taxi la arrollara.

Quien había compartido con ella una vida compuesta de pocos momentos felices y muchos desgraciados la observaba tratando de dilucidar si valía la pena que se recuperara y comenzara a destruirse de nuevo al día siguiente, o sería preferible que aquella fuera la última etapa de un viaje que de cualquier forma acabaría en fracaso.

Tiempo atrás, ¡mucho tiempo atrás!, hubiera sido capaz de ayudarle a salir adelante aunque tan solo fuera por el hecho de que se trataba de la madre de sus hijos, pero ahora era él quien necesitaba ayuda porque el alcoholismo se combatía con fuerza de voluntad, pero la voluntad era la primera víctima del mal de Alzheimer, que gracias a esa capacidad de anularla siempre acababa venciendo.

Mauro Balaguer había conocido a pacientes en fase terminal que mantenían el coraje enfrentándose a su destino hasta el último aliento, pero jamás descubrió en su padre un solo gesto de rebeldía mientras se adentraba paso a paso en un oscuro túnel sin retorno.

El especialista que le atendía le había dicho:

—El mal de Alzheimer no depende de la edad del paciente, pero ejerce idéntico efecto que el transcurso del tiempo; conduce a la muerte y su efecto suele ser mucho más dañino debido a que acaba antes con el alma que con el cuerpo.

De haber sospechado que se lo estaba diciendo a alguien que se enfrentaría al mismo problema, tal vez se hubiera mostrado más prudente, pero era de los que sostenían que la genética no constituía un factor determinante a la hora de desarrollar la enfermedad, aunque conseguía que se desatara un comprensible terror a heredarla. Ello propiciaba que determinadas personas se obsesionaran creyéndose enfermas, lo cual traía aparejados efectos negativos, ya que no existía peor enfermedad mental que la generada por la propia mente.

El miedo a continuar respirando en un mundo que apenas ofrecería más que aire, sentarse a la mesa a contemplar un plato sin ser capaz de determinar lo que contenía, o intentar responder a las incomprensibles preguntas de un «desconocido» que resultaba ser el propio hijo, parecían razones más que suficientes para que quienes tan solo aspiraban a tan triste futuro eligiesen la muerte, aunque a pesar de ello pocos la elegían porque incluso para suicidarse hacía falta fuerza de voluntad.

Cuando Mercedes abrió los ojos y le miró extrañada de verle —y de verse a sí misma en la cama de un hospital—, Mauro Balaguer supo, sin necesidad de confirmación, que efectivamente había escogido el camino más corto a la hora de intentar librarse de su excesiva dependencia del alcohol y su absoluta carencia de lectores.

Por su larga experiencia como editor sabía muy bien que cuando alguien advierte que no le escuchan cuando habla, se siente ridículo, pero cuando advierte que no le leen cuando escribe, se siente humillado.

Se observaron en silencio, sin exigir ni ofrecer explicaciones porque se conocían desde hacía tanto tiempo que entre ellos sobraban las palabras, y ese mero hecho solía constituir la tumba de infinidad de matrimonios en los que la falta de comunicación venía dada por la facilidad de comunicarse sin necesidad de hablar.

Abandonó el hospital convencido de que su mujer no iba a morir, pero continuaría muriéndose de frustración noche tras noche sin que ni él, ni sus hijos, ni el mejor de los psiquiatras consiguiera evitarlo porque aún recordaba con tristeza la larga noche que dedicó a leer su último manuscrito y ya casi de amanecida se vio en la obligación de confesarle que jamás conseguiría que se lo publicaran pese a que le hubiera dedicado un año de extenuante trabajo.

Resultó muy duro, pero a su modo de ver necesario, debido a que no existía una sola página en aquel farragoso texto que mereciera ser salvada y en ocasiones el respeto a su profesión le obligaba a mostrarse sincero aun a sabiendas de que causaría dolorosas decepciones.

En este caso se las causaba a la mujer que amaba, pero consideró que era preferible decirle la verdad a hacerle concebir la vana esperanza de que con otro año de trabajo salvaría un texto de todo punto absurdo, pedante e ininteligible.

Tal vez fue esa noche cuando su relación comenzó a resquebrajarse pese a que le había aconsejado que regresara a su estilo de novela ligera y lectura fácil sin aspirar a convertirse en un «clásico». Constituyó un empeño inútil porque existen espejos en los que las personas pueden mirarse y comprender que no son hermosas, pero no existe ningún espejo en el que puedan mirarse y admitir que no son inteligentes.

De regreso a su despacho se encontró atrapado en la resolución de la maraña de tareas que se habían acumulado durante su ausencia: firma de contratos, aprobación de portadas o campañas de lanzamiento, así como responder a las incontables llamadas de irritados autores que se quejaban porque sus libros no estaban bien distribuidos o no se les dedicaba la atención que a su modo de ver merecían.

Esa eterna lucha contra el desmesurado ego llegaba a volverse agobiante y por ello apreciaba tanto que Violeta Flores se limitara a contar lo que le había ocurrido sin aspirar a formar parte de la historia de la literatura.

Al cuarto día de rutinario trabajo comenzó a echar de menos a la estrambótica anciana del coñac y los puros, su precioso patio, su inmensa biblioteca, sus inefables comilonas y su peculiar manera de expresarse, pero pese a que tenía previsto viajar a Córdoba ese fin de semana comprendió que sus hijos no aceptarían que lo hiciera dejando a su madre en semejante estado. También ellos habían llegado a una innegable conclusión; el «accidente» que la había llevado al hospital no había sido en absoluto «accidental» y temían que pudiera repetirse.

Julián se había desplazado desde Mallorca, aunque se veía obligado a regresar al día siguiente si no quería arriesgarse a perder el trabajo y Begoña había dejado a los niños con su marido, por lo que celebraron una especie de improvisado cónclave en el que el protagonista principal fue el pesimismo debido a que los tres entendían que Mercedes Arriaga había decidido apearse definitivamente de un tren que carecía de destino. Si ninguno de ellos veía claro su futuro, menos aún lo vería quien tenía la mente nublada por el alcohol y les constaba que no podrían estar vigilándola a todas horas.

La recordaban rellenando con inconexas y excéntricas palabras gruesas libretas de rayas que al final aparecían abarrotadas de tachaduras, tan obsesionada por dar alcance a una gloria que a cada página que emborronaba se alejaba con mayor celeridad que se había convertido en una especie de drogadicta de las letras. Y las letras solían ser muchachitas caprichosas que tan solo se dejaban atrapar por quienes ellas elegían.

A Mauro Balaguer le hubiera gustado aprovechar la oportunidad para comunicarle a sus hijos su miedo a estar enfermo, pero no tardó en darse cuenta de que hubiera sido como arrojar gasolina a una hoguera; ninguno de ellos tenía la culpa de lo que les estaba sucediendo a sus padres, ni ninguno de ellos podía hacer nada por evitarlo.

Por unos momentos le pasó por la mente que lo mejor que podía hacer era meter a Mercedes en el coche y lanzarse por el acantilado más cercano con el fin de librarles de unas cargas ciertamente excesivas, porque muchos años atrás había publicado una novela, cuyo título no acertaba a recordar, que contaba cómo durante las noches de invierno los ancianos sioux decidían alejarse del poblado, sentarse en mitad de la pradera y permitir que el frío acabara con ellos como forma idónea de ahorrarle trabajo a la tribu.

Evidentemente, no constituía una solución rápida ni agradable, pero debía tenerse en cuenta que en la inmensidad de las praderas americanas, casi tan planas como el mar, ningún viejo piel roja hubiera encontrado un «acantilado» de apenas dos metros de altura desde el que arrojarse con garantías de romperse el espinazo por mucho que lo buscara.

La muerte era, sin lugar a dudas, el inevitable final de todos los caminos, pero triste resultaba admitir que se hacía necesario recurrir a ella cuando faltaban fuerzas para recorrer dichos caminos.

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