La bella bestia (21 page)

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Authors: Alberto Vázquez-figueroa

Tags: #Drama, relato

De nuevo a solas, y abrumado por el hecho de que no habían sabido encontrar una solución a sus problemas, telefoneó a Violeta Flores con el fin de comunicarle que debía posponer por algún tiempo su regreso a Córdoba.

—¡Oh, no se preocupe! —fue la respuesta cuyo alegre tono no le sorprendió, conociendo a la anciana—. Me he comprado una grabadora, y me he dado cuenta de que hablo con mucha mayor fluidez cuando no me interrumpen. —Hizo una corta pausa para añadir con una divertida carcajada—: Aunque eso es algo que suele ocurrirle a la mayoría de las mujeres…

Capítulo 14

Adolf Hitler se pegó un tiro con seis años de retraso.

Si la misma bala de la misma pistola hubiera alcanzado el mismo objetivo en 1939, no hubiera sido necesario disparar los millones de balas que más tarde cubrieron de casquillos y regaron con sangre unos campos que hubieran dado mejores frutos si los hubieran regado con agua y cubierto con semillas.

Quizá el trigo habría cerrado el paso a los soldados y los tractores a los tanques, pero no ocurrió así y hasta que aquel perezoso proyectil no penetró en el cerebro más abyecto que haya existido no se detuvo una carnicería que cubrió de ignominia a sus compatriotas.

Boris, que había sido de los primeros en conocer la noticia a través de su embajada, llegó corriendo, me alzó en brazos y me empapó de lágrimas la blusa mientras balbuceaba de modo casi ininteligible:

—¡Ha muerto, ha muerto, ha muerto! El maldito hijo de puta se ha volado los sesos. ¡La guerra ha terminado!

Nunca a través de la historia y desde que un homínido consiguió emitir el primer sonido inteligible han existido cuatro palabras que se les puedan equiparar en hermosura: «La guerra ha terminado».

Otras guerras empezarán, de eso no hay duda, pero de igual modo propiciarán que millones de seres humanos vuelvan a gritar la mágica frase que pondrá un corto paréntesis a sus padecimientos hasta que la ambición, la locura o la avaricia reinicien el odioso ciclo.

De momento, la mayor de las contiendas, la que causara la aniquilación de ciudades y la desaparición de países, había terminado y aquel que la inició aspirando a multiplicar por cien sus territorios se vio obligado a admitir, antes de apretar el gatillo, que había reducido a la mitad los que originariamente poseía.

Y una de esas mitades se encontraba ahora ocupada por aquellos a quienes odiaba a muerte: los aborrecidos bolcheviques.

Aún debieron transcurrir varios días hasta que muriera en el campo de batalla el último desgraciado, se estabilizaran las fronteras y se empezara a tener una clara idea de por dónde pasaba la línea que dividiría Europa en «zona capitalista» y «zona comunista», lo cual quería decir que se habían aventado las simientes de una futura contienda, aunque en esta ocasión lo que brotó fue la llamada «guerra fría», caprichosa denominación que siempre se me antojó una estupidez, puesto que de igual modo abrasó el cuerpo y alma de millones de inocentes.

Fuera como fuera lo que deparara el futuro con la nueva repartición del mundo, a mi modo de ver lo más curioso se centró en descubrir que apenas doscientos kilómetros separaban los campos de Ravensbrück y Bergen—Belsen, pero el primero había quedado en la parte ocupada por los rusos y el segundo, en la ocupada por los ingleses.

Europa se había convertido en un puzle, un galimatías y un avispero, y resultaba tragicómico advertir cómo gozosos desaparecidos a los que se suponía muertos emergían de profundas ratoneras en las que habían permanecido agazapados durante años, mientras que aquellos que los persiguieron corrían ahora hacia ratoneras semejantes.

Los nazis habían pasado a cuchillo a todo aquel judío que no supiera ocultarse en una cloaca, y en justa contrapartida los judíos se mostraban dispuestos a tomarse la revancha pasando a cuchillo a todos aquellos nazis que no supieran escabullirse por parecidas cloacas.

Por lo que a mí respecta, encontraba lógico y alabable que se los exterminase, puesto que al fin y al cabo había recibido idéntico trato que los judíos y tenía incluso más razones para odiarlos que cuantos habían sido ejecutados con relativa eficacia y escaso sufrimiento.

No puedo hablar del dolor, la vergüenza o la humillación que experimenta una muchacha violada por un soldado e incluso si se me apura por todo un regimiento; no es mi caso, pero sé muy bien lo que se experimenta al ser violada casi a diario con un consolador, una vela, el mango de una escoba o cualquier objeto que a Irma le apeteciera, temiendo a cada instante que en uno de sus violentos arrebatos de «entusiasmo» me desgarrara las entrañas.

A menudo trato de hacerme una idea del terror que se apodera de una mujer a la hora de acostarse con un hombre violento, pero creo que no debe de ser peor que irse a la cama con una mujer violenta que además alardea de poder asesinarte impunemente. Algunos maltratadores acaban dando con sus huesos en la cárcel, pero si a Irma se le iba la mano, lo único que tenía que hacer era llamar a un par de celadoras para que me introdujeran en el horno de cremación.

Las noticias sobre cuanto estaba ocurriendo en la Alemania ocupada eran tantas que a menudo resultaban contradictorias, aunque entre todas ellas me llamó la atención una pequeña nota referente al horror que habían experimentado las tropas inglesas al descubrir que durante el último mes de guerra los guardianes del campo de concentración de Bergen—Belsen habían dejado morir de hambre a noventa mil prisioneros, mientras los pocos que habían conseguido sobrevivir se encontraban en situación crítica por falta de alimentos.

A mi modo de ver, no existía mejor forma de emplear el dinero que habían robado Irma Grese y Josef Kramer que en alimentar a sus víctimas, y como Boris tenía un amigo en el mercado central que podía conseguirme a precio de mayorista frutas, verduras, huevos, carne, queso y mantequilla, empecé a preparar un gran envío, aunque cuando quise pagar con libras esterlinas Boris se opuso alegando que en su embajada había descubierto que prisioneros rusos del campo de concentración de Mauthausen habían formado parte de un equipo organizado por las SS con el fin de falsificarlas. Al parecer, habían emitido millones de billetes ilegales con los que habían comprado materias primas o pagado a sus espías y colaboradores, lo cual significaba que en buena lógica los británicos acabarían por darse cuenta del engaño, reforzarían los controles y dichos billetes carecerían de valor por muy perfectos que fueran. Debido a ello no le parecía justo pagar un favor con un dinero que el día de mañana tan solo serviría para empapelar paredes.

Decidí pagar en dólares, pero a los pocos días el siempre inefable, siempre informado y siempre sorprendente Boris vino a comunicarme que tal vez pudiéramos darle una salida justa, digna y provechosa a mis libras falsas porque un tal Manfred Gruber —del que tan solo sabía que había sido un alto cargo de la
Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg
— estaba dispuesto a deshacerse de un Rubens debido a que necesitaba con urgencia «liquidez» para establecerse en Brasil.

Suiza, país neutral y estratégicamente situado como una isla que hubiera permanecido a salvo rodeada de tiburones, se había convertido en punto de paso casi obligado para los criminales de guerra que pretendían rehacer sus vidas en países remotos, pero también en el muladar al que acudían en bandadas cientos de aves carroñeras ansiosas de apoderarse del valioso botín que dichos fugitivos llevaban consigo.

El Tercer Reich había saqueado a conciencia museos, archivos, bibliotecas y colecciones de arte de los territorios ocupados, a la par que el patrimonio artístico de ciudadanos particulares, especialmente judíos. El expolio oficial y sistemático había sido dirigido por Alfred Rosenberg, fundador de la temible
Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg,
que en un detallado informe de julio de 1944 documentaba con toda clase de detalles las veinte mil piezas «requisadas» en territorio francés.

En conjunto se cifraban en unas doscientas mil las obras de arte que los nazis se habían llevado durante sus campañas en Europa, y ahora un buen número de ellas se encontraban a la venta en Zúrich, Lausana o Ginebra en lo que conformaba una especie de mercadillo en el que en lugar de bufandas o relojes de cuco se podía adquirir un Goya o un Rubens siempre que no se exigiese certificado de propiedad.

A la vista de ello, en nombre de un ficticio Museo Federal de Acapulco y a través de un intermediario de origen libio que se estaba enriqueciendo con aquel inescrupuloso trapicheo de objetos robados, le hice al tal Manfred Gruber una oferta bastante generosa dadas sus prisas y las especiales circunstancias: ochenta mil libras contantes y sonantes a cambio de su cuadro.

Debo admitir que pocas, cosas pueden compararse a la fabulosa sensación de poseer un auténtico Rubens, aunque el placer tan solo duró una semana, que fue el tiempo que disfruté de él antes de entregárselo a la Comisión Francesa para la Recuperación de Obras de Arte, que se ocupó de devolvérselo a su dueño.

A la semana siguiente
per sempre Boris
me invitó a almorzar con el primer secretario de la embajada inglesa, al que le prometí entregarle las libras que me quedaban a cambio de una carta de recomendación para el coronel al mando en Bergen—Belsen.

Aceptó de inmediato, pero cuando le advertí que el dinero no era legal, sino una impecable imitación, ni siquiera se inmutó, lo cual me hizo sospechar que su gobierno estaba al corriente de la falsificación, pero habían optado por guardar silencio con el fin de evitar el grave perjuicio que significaría para la economía británica reconocer que circulaban millones de libras que no valían ni el papel en que estaban impresas.

Tras haber estado casada con el inglés más inglés que haya existido, conozco muy bien sus defectos, pero también sus virtudes y debo admitir que en esta ocasión sus autoridades actuaron con exquisita prudencia limitándose a decomisar discretamente cuanto dinero falso localizaron y cambiar al poco tiempo el diseño de los billetes de forma aparentemente rutinaria, evitando de ese modo que cundiera el pánico en los mercados.

Al primero al que dejaron sin blanca en el momento en que se disponía a tomar un avión con destino a Río de Janeiro fue a Manfred Gruber, y pocas veces me he sentido tan orgullosa de mí misma porque la divertida hazaña de comprar un cuadro robado con dinero falso no es algo que se pueda llevar a cabo todos los días.

A la vista de las enormes dificultades a las que me enfrentaría si intentaba transportar a Bergen—Belsen un cargamento de víveres por carreteras destrozadas y repletas de hambrientos desplazados, algunos de los cuales aún debían de conservar sus armas, decidí recurrir de nuevo a los buenos oficios del malhumorado Kees y su cochambroso Fokker F.VII, pese a que suponía que si bien al jodido piloto le faltaba un tornillo, tras el viaje a Polonia a su destartalado aparato le debían de faltar por lo menos cien.

Al contemplarlo, abollado, herrumbroso y abandonado como un perro sarnoso en un perdido rincón del aeropuerto, resultaba imposible admitir que estuviera en condiciones de volar sin que se le desprendiera un motor o el viento se le llevase parte del fuselaje, pero el holandés me aseguró que si le daba tres días para repararlo me garantizaba el viaje de ida, aunque no el de vuelta.

En buena lógica tal respuesta invitaba a preguntar las razones por las que quien mejor lo conocía presuponía que aquel sería el último vuelo del veterano aparato, pero de igual modo la lógica invitaba a reconocer que si me lo explicaba renunciaría al viaje.

Despegamos al alba, y milagro fue que despegáramos porque si la pista hubiera sido diez metros más corta, mi permiso de residencia temporal en Suiza se hubiera convertido en permiso de residencia eterno debido a que la carga era excesiva, la lluvia era excesiva, el viento era excesivo e incluso los reniegos del deslenguado Kees resultaban excesivos, aunque decidí no llamarle la atención dado que interiormente estaba pronunciando los mismos reniegos y parecidas palabrotas.

Volábamos a tan baja altura —aunque a mi modo de ver resultaba absurdo que voláramos porque lo natural hubiera sido que arrastráramos la panza por el suelo— que podíamos distinguir con claridad los caminos repletos de refugiados que marchaban sin rumbo, pero tan solo fue al cruzar sobre Stuttgart, y poco después sobre Hannover, cuando pudimos comprobar las dimensiones del desastre; de la mayor parte de sus edificios tan solo quedaban piedras sobre piedras.

En pleno esplendor de la primavera, con verdes prados cubiertos de flores, espesos bosques, tranquilos lagos y ríos cristalinos, el macabro espectáculo de las ciudades arrasadas era como hachazos en los desnudos cuerpos de mujeres hermosas que hubieran sido asesinadas por quienes tenían la obligación de protegerlas.

«Venganza» es una palabra fuerte y a menudo cruel que suele encerrar una especie de valiente llamada a la justicia, pero a pesar de que aspire a significar lo mismo, «represalia» se me antoja una palabra mezquina que tan solo encierra el ansia de causar daño. El problema estriba en que cuando se pasa de cierta cantidad de muertos se impone la ley del ojo por ojo y a nadie le preocupan las diferencias semánticas.

Supongo que cuantos volaron sobre Alemania al acabar la guerra, y por suerte o por desgracia debemos quedar muy pocos, experimentarán la misma sensación de angustia que me invade cuando recuerdo aquel brutal contraste entre lo que significaba la paz y la guerra.

Cuando nos aproximábamos a Bergen me llamó la atención una enorme bandera con la cruz gamada que destacaba ondeando al viento sobre el tejado de un palacete rodeado de copudos árboles, pero no creo que se tratara del último bastión del nacionalsocialismo, sino más bien que sus ocupantes habían huido a toda prisa dejando atrás su estandarte.

Curiosamente, y aunque exija un mayor esfuerzo, todo el mundo está dispuesto a la hora de izar banderas, pero rara vez a la hora de arriarlas.

Al fin divisamos la maltrecha pista y el puñetero Kees se puso más brusco y grosero que de costumbre, lo cual ya es decir mucho, me pidió que no le dirigiera la palabra «hasta que estuviéramos a salvo» y aparecía tan tenso y agresivo que tuve la amarga impresión de que no confiaba en salir ileso del trance.

Dio un par de vueltas estudiando cada detalle de los alrededores, se mordió el labio inferior hasta casi sangrar, tomó tierra con una maniobra impecable y detuvo el aparato con exquisita suavidad, pero en ese justo momento se escuchó un crujido, el tren de aterrizaje falló y nos quedamos a menos de trescientos metros del hangar, inclinados casi cuarenta grados y con una hélice partida.

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