La berlina de Prim (14 page)

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Authors: Ian Gibson

Tags: #Histórica, Intriga

Castelar estuvo estupendo, la verdad.

Pi y Margall se ha opuesto enérgicamente a la clausura del Parlamento, que considera peligrosísima cuando la República sólo lleva «cuatro días» de vida y todavía está sin Constitución, inerme. En vez de dividirse en bandos, dice, los republicanos debieron haber trabajado enseguida todos juntos, afanosamente, para promulgar una Carta Magna aceptable para todos. Y no lo han hecho. Ha sido una locura.

Me pregunto si Castelar, ahora investido de poderes casi omnímodos, podrá corregir una situación tan caótica. Y ello en unos pocos meses, con el 2 de enero de 1874 como fecha límite. Lo veo muy difícil. Si yo fuera conspirador borbónico me iría preparando ya para asegurar que tal día resultara fatídico para las pretensiones republicanas.

Noto que estoy impaciente por recibir noticias de Araceli, pero, claro, es temprano aún, una semana nada más. ¿Habrá sido todo imaginación mía? ¿Le escribo yo? ¿Espero un poco?

Capítulo 5

Extracto del diario de Patrick Boyd. Madrid, Hotel de las Cuatro Naciones, domingo, 21 de septiembre de 1873.

¿Cómo no sentirme ya tremendamente en deuda para con Ricardo Muñiz, por distintos motivos? Gracias a él me he convertido en asiduo lector de
La Correspondencia
, con su acopio diario de rumores y noticias. Esta mañana, en el Imperial, la estuve escudriñando y de repente me encontré con la nota siguiente: «El señor Paul y Angulo, que hace días había llegado a Lisboa procedente de América, ha salido para Londres, en vez de venir a Madrid, como se esperaba». Don Ricardo tiene razón: se trata de un auténtico fuego fatuo. ¿Será capaz Mac de localizármelo?

Capítulo 6

Muñiz cumplió. Unos días después de entrevistarse con el diputado, Boyd recibió una afable nota de Juan Eugenio Hartzenbusch invitándole a visitarle en la Biblioteca Nacional.

El edificio se encontraba muy cerca del hotel de las Cuatro Naciones, en la pequeña vía que unía las plazas de Prim y la de la Encarnación. Se denominaba, sencillamente, calle de la Biblioteca, en deferencia a la ilustre institución que cobijaba.

Hacia allí se encaminó Boyd a la mañana siguiente. Como había previsto Muñiz, Hartzenbusch le recibió con suma amabilidad, disculpándose por las múltiples deficiencias de la casa. En 1866, explicó, había sido colocada la primera piedra de un ambicioso edificio nuevo en el paseo de Recoletos, pero las obras avanzaban con una morosidad desesperante.

—A este ritmo me habré muerto antes de que las terminen —se quejó—. Aquí ya no tenemos espacio. En los sótanos hay humedad y miles y miles de libros y manuscritos amontonados entre musgos y líquenes. Hemos tenido que construir un depósito provisional en el jardín. Ello me produce rubor, sobre todo cuando vienen a vernos estudiosos extranjeros como usted.

A Patrick le intrigaba conocer a Hartzenbusch porque, poco antes de salir para la lejana Irlanda a los diez años, había asistido en Gibraltar a una representación, por una compañía española, de
Los amantes de Teruel
. No había entendido todos los versos, ni mucho menos, pero el trágico desenlace de la obra le había sacado las lágrimas.

El dramaturgo tenía los ojos muy vivos y una sonrisa benévola. Se puso contentísimo cuando Patrick le habló de aquella representación. Todo en su persona, incluso su manera de hablar, denotaba austeridad y mesura. Boyd estimó que rondaría los setenta años. Resultaba que el padre del escritor, que era alemán, había apoyado a Riego durante el trienio liberal, siendo represaliado en consecuencia. El hijo había heredado sus ideas progresistas, pero opinaba que la democracia todavía tardaría mucho tiempo en implantarse en España, y que la República estaba tan condenada al fracaso como antes el efímero reinado de Amadeo.

—Los españoles somos gente difícil y peleona —dijo, suspirando—. Nunca nos ponemos de acuerdo sobre nada. Se dice, quizás con razón, que nuestro principal pecado mortal es la envidia. ¡Hay que excluir al otro! ¡Impedir que medre, que triunfe!

Hartzenbusch le pidió que le dijera en qué le podía ayudar. Boyd le refirió brevemente su obsesión con la muerte de Prim y sus encuentros con el general en Londres. Le habían dicho, explicó, que la biblioteca se esforzaba por dar cabida a la prensa actual, tan prolífica gracias a la libertad traída por la Revolución. ¿Tenían, quizás,
El Acusador
, el periodiquillo publicado desde la cárcel a principios de año por un tal José López, y del cual le había hablado don Ricardo? ¿Y
El Combate
, el virulento libelo de José Paul Angulo?

—¡Tenemos ambos! —exclamó el director—, ¡claro que los tenemos!

—Por el momento me interesa especialmente
El Acusador
—dijo Patrick.

—Son muy pocos números, casi nada —explicó Hartzenbusch—. Los he hojeado. Atacan ferozmente al duque de Montpensier y sus partidarios. Y al general Serrano. Produjeron un gran revuelo cuando salieron. Venga conmigo y veremos qué dice el catálogo.

Media hora después Boyd estaba sentado, con
El Acusador
delante, a una de las largas mesas de la sala de lectura de la biblioteca.

Le sorprendió descubrir que tenía un formato minúsculo. De hecho, jamás había manejado un periódico tan pequeño. Eran sólo cinco números, cada uno con dieciséis páginas. El primero correspondía al 24 de enero de 1873, el quinto al 8 de febrero. Se habían publicado, pues, justo unos días antes de la abdicación de Amadeo y de la llegada de la República. No figuraba ninguna indicación en la portada acerca de la identidad del editor, pero sí constaba, al final de cada número, el pie «Imprenta de F. Escámez, Santa Águeda 2».

El Acusador
aportaba —como le había dicho Muñiz— un notable acopio de información acerca de la tentativa de asesinato de Prim el 14 de noviembre de 1870.

Resultaba que alguien había delatado a los conjurados, quienes, al hacer repentino acto de presencia la policía en las inmediaciones del Ministerio de la Guerra, se habían dado a la fuga antes de la llegada de la berlina del general y sin que se produjera un solo disparo.

El Acusador
relataba que, en relación con los hechos, las autoridades no tardaron en detener, además de a José López, a tres riojanos de nombre Martín Arnedo, Ruperto Merino y Esteban Sáenz, y a dos valencianos, José Genovés y Tomás García, a quienes les ocuparon puñales, revólveres, una ametralladora revólver y dos trabucos. Que, sometidos a incomunicación, los cinco confesaron su participación en la tentativa, declarando los riojanos haber sido traídos a Madrid por López, y Genovés y García por dos colaboradores valencianos de éste, Enrique Sostrada y Pedro Acevedo.

López, Sostrada y Acevedo —mantuvieron los riojanos ante el juez— «recibían el dinero y obraban por inspiración y mandato del secretario del duque de Montpensier, el señor Solís».

José López, explicaba
El Acusador
, negó ante el juez durante siete meses haber tenido cualquier participación en la tentativa. Pero en mayo de 1871, al practicar el juzgado un reconocimiento en casa de un conocido suyo, y hallar allí papeles relacionados con la misma, no tuvo más remedio que reconocer que eran de su pertenencia.

Uno de los documentos encontrados en dicho registro contenía —seguía el periodiquillo— los estatutos de una sociedad fundada en Francia por López, Sostrada y Acevedo «para llevar a cabo cuanto estuviese en su posibilidad a fin de conseguir el sostenimiento de la libertad adquirida por la Revolución de Septiembre de 1868». Al tanto de las maniobras de Montpensier, la sociedad habría decidido intentar introducirse «en el campo y planes» del duque con el propósito de evitar a todo trance su llegada al trono, poniéndose López a estos efectos en contacto con el mismo por carta desde París, bajo el seudónimo de Faustino Jáuregui, para ofrecerle los servicios de la sociedad y pedirle una entrevista.

En este punto empezó a dudar Patrick Boyd. Lo que leía le sonaba a fabulación, a coartada a posteriori. López, cuando publicó
El Acusador
, llevaba ya dos años en la cárcel. Tenía, pues, el máximo interés en demostrar su inocencia. A lo mejor nada de lo que relataba era fiable.

Montpensier, continuaba el alegado documento intervenido, se había expresado de acuerdo, en principio, con la propuesta de colaboración por parte de quien firmaba Faustino Jáuregui, es decir López, y el encuentro solicitado tuvo lugar, a comienzos de junio de 1870, en el suntuoso palacio madrileño del duque, situado al final de la calle de Fuencarral, esquina a la del Divino Pastor. Efectuó la presentación el almirante Topete, tan amigo del duque, y estaba allí el ayudante de éste, Solís Campuzano. Montpensier le indicó a Jáuregui que a partir de entonces se entendiese con Solís, «persona de toda su confianza».

Hubo en los días siguientes, siguió leyendo Boyd, varios encuentros entre López y Solís, en uno de los cuales también participó el duque. Luego, a lo largo de junio y julio de 1870, se efectuaron distintas idas y venidas entre Madrid, Barcelona y Valencia y, a través de Solís, empezaron a llegar a los conjurados las necesarias provisiones de dinero. Con ellas se adquirieron varias carabinas ametralladoras.

El Acusador
aseguraba a continuación que numerosas reuniones tuvieron lugar entre López y Solís en una casa de la calle de Jacometrezo, número 15, cerca de la plaza de Callao. Y que en una de ellas Solís ordenó que la sociedad se encargara ya de traer a Madrid a hombres dispuestos a asesinar al general Prim, «empleando además todo medio para excitar a la rebelión a los partidos reaccionarios y republicanos, a fin de que, comprometidos como estaban los generales Serrano, Topete, Izquierdo, Peralta y otros, pudiesen aprovecharse de esta ocasión para conseguir sus objetivos».

Según
El Acusador
hubo dos intentos, subrepticiamente saboteados por López y los suyos, de volar con dinamita el tren del general (primero al regresar de una cacería en las Tablas de Daimiel, luego en una visita a Aranjuez). Después se decidió cambiar de táctica y recurrir a trabucos, revólveres y cuchillos. Se vigilaban estrechamente los movimientos de Prim —entradas y salidas del Congreso, teatros, visitas a casas particulares, reuniones privadas—, pero «por más que iban preparados los conjurados, nunca pudo tener efecto el horrible crimen».

Solís Campuzano, continuaba
El Acusador
, ya se impacientaba. Se iba acercando el 16 noviembre de 1870, fecha fijada para la votación en el Congreso de las candidaturas al trono y la casi segura elección de Amadeo, y pese a los fondos ya desembolsados por Montpensier, su jefe, todavía no se había producido el atentado, cuya finalidad era desencadenar, inmediatamente, la proyectada sublevación militar a favor del duque. La noche del 8 o 9 de noviembre, seguía narrando el periódico, Solís tuvo una tensa conversación al respecto con López y «le dijo que si antes del 16 no se había quitado la vida a Prim que no contase con él para nada, y que retiraba cuanto había ofrecido en pago y recompensa».

¿Podía ser cierto lo que alegaba López? Las dudas de Patrick se multiplicaban y, antes de continuar leyendo, sintió la imperiosa necesidad de salir a la calle unos minutos a despejar la cabeza y fumarse un cigarrillo. Dio una vuelta alrededor de la plaza de Oriente, con sus filas de estatuas de los reyes de España y, al fondo, la hermosa fachada del Palacio Real. Luego regresó a su mesa.

El Acusador
relataba que, después de la tentativa del 14 de noviembre, y con los sospechosos en la cárcel, Solís Campuzano siguió conspirando, impertérrito, contra la vida de Prim. Y que, ya en diciembre, unió sus esfuerzos a los de un siniestro policía llamado José María Pastor, que trabajaba para el regente —el general Serrano— y llevaba meses preparando independientemente su propio atentado.

Serrano tenía motivos de sobra, recordó Boyd, para desear la desaparición de su famosísimo rival. Muñiz le había hablado de la desmesurada ambición del personaje. Pero ¿hasta el punto de estar dispuesto a participar en un complot tan vil? ¡Quién sabía! La subida de Amadeo al trono de España, empresa sobre todo de Prim, le iba a quitar mucho poder a Serrano. Tal vez también hacía su sucia labor la envidia, porque Prim, el hombre más poderoso de España, le superaba con creces, como militar, en prestigio y fama. No había que descartar, pues, la posible complicidad en el complot del regente, que ganaría poder, mucho poder, con la muerte de su rival.

Pastor, seguía
El Acusador
, vivía en la calle de San Vicente Baja, número 63, cerca de la plaza de las Comendadoras y el cuartel del Conde Duque. El periódico contaba que, el fatal 27 de diciembre de 1870, él y otros dos conjurados, Joaquín Fenellosa y Antonio Roca, habían cenado sobre las cinco de la tarde, lo cual era del todo insólito. Y que luego habían salido de la casa diciendo que iban a acompañar a Serrano y su ayudante, el marqués de Ahumada, como hacían habitualmente, aunque a una hora más avanzada. Llevaban consigo una tercerola y dos retacos, algo tan inusual en ellos como cenar a las cinco. Se había quedado en la casa, esperándolos, otro conjurado, un tal Pascual García Mille, sacado por Pastor del presidio de Ceuta, donde sufría la pena de cadena perpetua, para participar en el atentado, y que luego había empezado a tener dudas.

Entre las ocho y las nueve —continuaba
El Acusador
— volvieron Pastor, Fenellosa y Roca a la calle de San Vicente «muy azorados y revelando en el rostro que algo de gravedad les había sucedido».

Lo normal habría sido que no regresasen hasta las tres de la madrugada.

Ya no llevaban la tercerola y los dos retacos.

«Prim murió: acaban de darle el tiro», murmuraría Fenellosa, mientras Pastor, anunciando que iba enseguida a casa del general Serrano, ordenó que nadie saliera hasta su regreso.

Terminada la lectura, Patrick empezó a copiar en su cuaderno la que le parecía la información más relevante que aportaba el periodiquillo. Incluso algunos párrafos enteros. La tarea le llevó varias horas.

Al despedirse de Hartzenbusch éste le dijo que acababa de recordar que, dos años atrás, López había polemizado con Solís en la prensa desde la cárcel —creía que en el diario
La Época
—, y además publicado algunos pasquines, siempre afirmando su inocencia y alegando la culpabilidad del ayudante de Montpensier. Prometió informarse al respecto.

Otra vez en el hotel, Boyd tenía la sensación de que su investigación avanzaba a un ritmo vertiginoso. Hacía tan sólo dos días el nombre de José López le era desconocido. Ahora, gracias a Muñiz, resultaba que había dado con un testigo clave de los primeros preparativos para matar a Prim, quien, a la vez, era un estudioso tenaz del atentado definitivo.

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