La berlina de Prim (18 page)

Read La berlina de Prim Online

Authors: Ian Gibson

Tags: #Histórica, Intriga

—¿Y todo aquello usted ya lo había declarado ante el juez?

—Por supuesto, muchas veces. A propósito, ¿sabe usted cuántos folios lleva ya el sumario?

—No tengo idea.

—¡Pues más de siete mil! ¡Si han interrogado a medio mundo y todavía no hay sentencia, casi tres años después del asesinato!

«Tengo que ver el sumario con mis propios ojos —pensó Patrick—, pero ¿cómo? Tal vez este hombre me podrá ayudar.»

—¿Y usted avisó a Prim del peligro que corría? —le preguntó.

—Claro, yo le tenía al tanto de todo.

Escuchando a López se le hacía a Patrick cada vez más difícil creer que le decía la verdad. ¿Qué pruebas había de que realmente actuaba a órdenes de Prim y de que su intención verdadera no era hacerse rico trabajando para Montpensier y, si hacía falta, participando en la organización del asesinato?

Pero no había que darle al preso la impresión de que no le convencía. Al contrario. Y, consultando su cuaderno, siguió:

—Volviendo un momento a Sostrada, ¿usted está convencido de que les traicionó?

—Sí, sí. Sostrada le dijo a Solís que yo trabajaba para Prim, no para ellos, y Solís les contó a las autoridades que preparábamos un atentado.

—Pero ¿por qué motivo los delataría Sostrada, si era socio suyo?

—Pues para ponernos fuera de combate y quedarse él con toda la ganancia. Él no tenía ideales políticos, sólo le motivaba la ganancia. Hijo de puta.

—Y Prim, ¿no intervino luego a favor de usted?

—Sí, sí. Le explico. Yo estuve incomunicado diecisiete días, desde el 15 de noviembre hasta el 2 de diciembre. No tenía idea de lo que pasaba fuera y me fue imposible conseguir que me dejasen hablar con el general. Inmediatamente después de levantada la incomunicación me informaron de que quería verme enseguida. Se había enterado de que yo estaba aquí. El encuentro tuvo lugar el 8 de diciembre, en el Ministerio de la Guerra. Allí estuve hablando con él a solas más de dos horas. Le puse al tanto de todo lo que había ocurrido y le avisé del peligro que todavía le acechaba. Él luego juró ante el juez y el fiscal que entendían en la causa de la tentativa que, lejos de ser asesinos, nosotros le habíamos estado protegiendo.

—¿Y por qué Prim no consiguió que les soltasen enseguida?

—Se empezó la tramitación, pero por una casualidad terrible el auto que decretaba nuestra libertad se firmó demasiado tarde, el mismo 27 de diciembre, el día del atentado, y no se cumplimentó al unirse las dos causas, la de la tentativa y la de la muerte. Con la desaparición de Prim todo se convirtió para nosotros en una atroz pesadilla. ¡Y aquí me tiene usted tres años después, esperando todavía que se me haga justicia!

Patrick no estaba convencido. ¡Cómo iba Prim a dejarles allí si estaba seguro de su inocencia, él que era el hombre más poderoso de España! Sólo habría sido necesario que prestara declaración ante el juez. Quizás ni eso. Habría logrado que los soltasen enseguida, sin lugar a dudas.

López se levantó. De repente había perdido la calma.

—¡Tres años! —exclamó—. ¡He declarado no sé cuántas veces!

—¿Y los otros detenidos? ¿Están aquí todavía?

—A lo mejor no me va a creer cuando le digo que a Tomás García, que fue liberado a los dos meses, lo asesinaron poco después en las afueras de su pueblo. Merino, Genovés, Sáenz y Martín están abajo, en un calabozo, mucho peor que yo; puede tratar de hablar con ellos, no sé si querrán, tienen mucho miedo… y se entiende. Todo esto es peligrosísimo. Y si usted no anda con cuidado lo será para usted también. Los responsables y sus secuaces son capaces de cualquier barbaridad. —Luego, bajando la voz y mirando hacia la puerta, añadió—: Es que hay mucho interés en que no se conozca la verdad, mucha corrupción y mucho dinero de por medio. Y presionan a los jueces. Los han cambiado varias veces. Y han desaparecido documentos del sumario. Aquí no tengo seguridad alguna, pese a los desvelos de mi amigo el alcaide, a quien también pueden enviar a otro destino en cualquier momento.

—Volviendo a Solís, si me permite —dijo Boyd—, ¿usted está convencido de que siguió conspirando después de la tentativa de noviembre?

—Absolutamente. Ya ha visto usted la información al respecto que di en
El Acusador
. Lo que no ha visto usted es el último número del periódico, el número 6, puesto que prohibieron su publicación. Conservo las galeradas. Allí explico que, cuando nos detuvieron a nosotros, Sostrada y Acevedo, a quienes ya buscaba la policía, tuvieron una larga conversación con Solís. Y que éste les entregó dinero para continuar con el complot. A espaldas mías, claro.

Boyd sabía por larga experiencia que, en las entrevistas, precisaba formular a veces una pregunta que al otro le cogiera con el pie cambiado. Las llamaba sus «preguntas a boca de jarro». Intuía que había llegado una de tales ocasiones.

—¿Dónde encaja en todo esto José Paul Angulo? —dijo.

López tomó su tiempo antes de contestar.

—No conozco al sujeto —replicó—, no he hablado en mi vida con él, ni en España ni en el extranjero. Es un republicano fanático, muy amigo de Prim antes de la Revolución y enemigo acérrimo después, sobre todo a raíz de su destierro, cuando el general suprimió la sublevación federalista de 1869. Valiente, no niego que lo sea. Y capaz de matar, aunque sólo cara a cara, no por la espalda. A más de uno ha despachado en duelos. No sé si usted ha visto
El Combate
.

—Sí.

—Pues allí se aprecia el temple violento del individuo. Preconizaba abiertamente la sublevación armada contra el gobierno de Prim y pedía poco menos que el patíbulo para el general, a quien consideraba un traidor.

—Pero ¿es verdad que estuvo entre los asesinos?

—Se ha dicho que sí, se ha dicho incluso que Prim, en su lecho de muerte, insistió en haber reconocido su voz en la calle del Turco, dando la orden de abrir fuego. Yo creo que hubo connivencia entre Solís y Paul, pero no me consta que estuviera entre los asesinos materiales. Lo único que sé a ciencia cierta es que no participó para nada en nuestra simulación de tentativa. Es posible que decidiera unirse a los asesinos después, quizás al final. Esto lo tendrá que investigar usted. No sé por dónde anda ahora, unos dicen que en Buenos Aires, otros que en París. Llama la atención, desde luego, el hecho de su desaparición nada más perpetrado el crimen.

—Y sobre todo, si es inocente, que no haya vuelto a España ahora que están en el poder los suyos —aventuró Patrick.

—¡Pero es que los suyos ya no lo son! Castelar, Pi y Margall, Figueres, Rivero y los demás no quieren saber nada de él ahora, reniegan de él. Y Paul, claro, está sin duda al tanto.

—Quien debe de saber la verdad de todo es Solís, ¿no? —dijo Patrick.

—Sí, obviamente, y José María Pastor, el policía que trabajaba para Serrano. Si yo fuera usted, movería tierra y cielo para intentar acceder a ambos. Solís, esté donde esté, supongo que en su propiedad extremeña, en Villafranca de los Barros, será muy difícil. Tiene la protección de Montpensier, y el duque, como sabe usted, es muy poderoso… y lo será todavía más, mucho más, si vuelven los Borbones, que parece probable. En cuanto a Pastor, tampoco sé dónde está ahora pero creo que en las prisiones militares de San Francisco. Estuvo aquí un tiempo y provocó muchos disturbios y se lo llevaron hasta allí. Es un miserable asesino… y muy peligroso.

—¿Dónde están las prisiones militares?

—Al lado de la iglesia de San Francisco el Grande, en un viejo convento que hay allí convertido en cuartel.

Patrick seguía apuntando sin parar. Pocas veces había recibido, así de golpe, una información tan apabullante y a la vez tan salpicada de interrogantes.

—Usted da a entender en
El Acusador
—dijo— que, en la preparación y ejecución del asesinato, Pastor actuaba directamente a órdenes de Serrano.

—Sí, estoy convencido de que sí. Serrano tenía un motivo muy potente para querer la desaparición de Prim. Y era que, con Amadeo sobre el trono de España, iba a perder mucho poder, él que era regente, mientras Prim acumularía aún más, como hombre fuerte del nuevo régimen. Yo creo incluso que Serrano envidiaba profundamente a Prim. Era un político sin ideales ni proyectos, y cambiaba con facilidad sus lealtades. En realidad, su única lealtad, a mi juicio, era a su propia ambición de poder. Yo creo que sí, que Pastor actuaba directamente a órdenes suyas. Y que fue uno de los asesinos materiales de Prim.

—¿Cuándo fue detenido Solís? —preguntó Boyd.

López meditó unos segundos.

—Hace un año más o menos, no recuerdo la fecha exactamente, creo que en septiembre. —Siguió reflexionando y luego añadió—: Sí, en septiembre del año pasado debió de ser. Lo cogieron en Villafranca de los Barros. Supongo que entró desde Portugal, que está muy cerca. Salió en toda la prensa. Como era coronel, lo trajeron a las prisiones militares. Nada más entrar en ellas empezó a maniobrar y a sobornar a la gente con el dinero de Montpensier. Allí coincidió con Pastor, con cuya complicidad consiguió que Martín y Sáenz, dos de los reos confesos de la tentativa, antes incondicionales míos, se retractasen de haberle visto en relaciones íntimas y frecuentes conmigo. O sea, que logró que me traicionasen. Solís y yo tuvimos un careo. No negó haberme visto antes, pero sí que nuestros encuentros estuviesen relacionados con un intento de matar a Prim. El juzgado lo soltó a los tres meses. Fue un escándalo.

—¿Y Montpensier? —preguntó Patrick—. ¿El juez lo citó?

—El duque estaba en Francia —contestó López—. Alegó que no podía volver a España porque una de sus hijas estaba enferma o algo por el estilo. Y entonces el juez acordó que se le tomara declaración allí por comisión rogatoria. No le costó ningún trabajo negar cualquier implicación en el crimen.

Antes de despedirse, Boyd le preguntó cómo podía acceder al sumario, ya que, según le habían dado a entender, bastante gente lo conseguía. Le contestó que, pagando bien, no sería imposible, y prometió hacer averiguaciones al respecto y que le diría algo en su próximo encuentro, que propuso para dentro de unos diez días. También se comprometió a pensar en otras posibles pistas para su investigación.

Al salir a la calle Boyd respiró hondo y bajó por la plaza de Santa Bárbara hacia la travesía de San Mateo. Llevaba en la mano la nota de presentación que López le había garabateado para el impresor de sus pasquines.

Capítulo 14

Extracto del diario de Patrick Boyd. Madrid, Hotel de las Cuatro Naciones, domingo, 28 de septiembre de 1873.

Después de ver a López esta mañana me presenté en la imprenta de Manuel Martínez. Creía que, siendo domingo, estaría cerrada, pero no, trabajaban. El hombre leyó la nota y estuvo muy atento. Me buscó enseguida los dos pasquines. Aceptó el dinero sin rechistar, como es natural. ¡No me los iba a regalar! Me preguntó en qué estado de ánimo había encontrado a su vecino del Saladero. «Es una vergüenza que esté todavía preso —me dijo—, cuando los culpables andan por ahí sueltos.»

Acabo de leer con fascinación las dos hojas.

La primera, como me dijo López, se titula
Asesinato de don Juan Prim. Contestación al secretario de Montpensier.
La otra,
Asesinato de don Juan Prim. Segunda contestación al secretario de Montpensier.
Al final de la primera se lee, encima del pie de imprenta: «Cárcel del Saladero, 23 de julio de 1871, José López». Y al de la segunda: «José López, Cárcel del Saladero, 17 de agosto de 1871».

Hubo, pues, dos cartas de Solís con sendas respuestas de su adversario. La primera —López aporta el dato— se publicó en el diario
La Época
el 21 de julio de 1871. Supongo que la segunda salió en agosto en el mismo periódico. Las tendré que buscar enseguida en la Biblioteca Nacional.

Las respuestas de López coinciden en casi todo con lo que me dijo esta mañana. En ellas no oculta el desprecio más profundo que le suscitan tanto Solís como Montpensier. Es un hábil polemista, dueño de un sarcasmo mordaz y con un dominio del idioma considerable.

Solís creía al principio, según López, que iba a ser posible conseguir en las Cortes Constituyentes, recurriendo al soborno, los apoyos necesarios para que triunfara la candidatura de Montpensier. Pero, al ver que no, optó por otra táctica, la de procurar, con el dinero del duque, «introducir la perturbación en todos los partidos, valiéndose para ello con la compra de todos los que se querían vender». Ello con el propósito de «lanzarlos al campo y poder aprovechar la anarquía de la sublevación». Solís, sigue López, contaba con el apoyo de Topete y varios generales más, entre ellos Serrano, quienes, «al sofocar la rebelión mixta, proclamarían, tal era el proyecto, al señor duque de Montpensier rey de España».

Cuando se desvaneció también tal esperanza, según López, «se convino en que mientras don Juan Prim estuviese al frente de los asuntos del país todo era inútil». O sea que había que matarlo.

Esta primera contestación de López a la carta publicada por Solís en
La Época
constituye, sobre todo, un reto. Un reto para que el antiguo ayudante de Montpensier tenga la valentía de abandonar su escondite y comparecer ante el juez que lo reclama.

En su segunda respuesta, muy larga, López exige que Solís publique su correspondencia con «Jáuregui» y las alegadas cartas de extorsión que éste le hubiera dirigido desde el Saladero, que diga de quiénes se valió para conseguir el asesinato de Prim y que identifique a quién suministró el oro y los medios para que algunos de los criminales pudiesen huir al extranjero. Explica que sólo decidió contarle al juez la verdad sobre el complot cuando el mismo le mostró el sumario y pudo comprobar allí que el partido republicano, al cual él dice pertenecer, era víctima de falsas delaciones.

Ello no encaja con lo que me dijo esta mañana: que le motivó, para tomar aquella decisión, el descubrimiento de que Solís había huido de la justicia, abandonándole a él y los demás presos a su suerte.

En uno de los párrafos cruciales de la respuesta, López «explica» otra vez su motivación para entrar en contacto con el duque:

Puesto que el señor Solís no ignora la amistad que me ligaba con el general Prim, contrario al duque de Montpensier, y que sabe mis ideas republicanas, no tiene necesidad de llamar mucho a su imaginación para explicarse el por qué entraba yo a tomar parte en la conspiración: quería conocer yo, enemigo de la monarquía y amigo al mismo tiempo del general Prim, los designios de aquellos que trabajaban al propio tiempo en contra de mis ideas y del amigo. Quería, en fin, evitar víctimas, trastornando los planes de los verdugos de mi patria.

Other books

LOSING CONTROL by Stephen D. King
Nocturne by Ed McBain
The Summer of Letting Go by Gae Polisner
Tundra Threat by Sarah Varland