La berlina de Prim (20 page)

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Authors: Ian Gibson

Tags: #Histórica, Intriga

Creo que era lo más sensato decirlo todo abiertamente y sin andar con subterfugios.

He mandado la carta a Castilleja de la Cuesta. Si Araceli tiene razón y el hombre va a estar allí dentro de poco, sin duda se la entregarán inmediatamente a su llegada. A lo mejor no me contesta, pero no se me ocurre otra manera de proceder en este asunto.

Capítulo 19

Carta de Araceli Domínguez a Rebeca Peralta, Sevilla, 5 de octubre de 1873.

Mi querida Rebeca:

Te agradezco mucho, muchísimo, tu carta. Tienes toda la razón del mundo al calificarme de romántica loca y empedernida, etcétera. Lo soy, no lo niego. Lo soy, quiero serlo y creo que lo seré hasta el final de mis días. También tienes razón cuando me dices que no hay que herir a Benito más de lo estrictamente inevitable, puesto que se ha comportado bien conmigo. Es cierto. Pero lo que pasa es que necesito vivir mi vida, la vida que me pertenece a mí, y no lo voy a conseguir siendo razonable y pensando sólo en los demás. Si yo compruebo que Patrick es el hombre que llevo tantos años esperando —ya me ha escrito y le he contestado—, nada me impedirá escaparme con él. Estoy decidida a todo, aunque parezca una locura y aunque me ahorquen.

Y ahora te pido un favor. Te dije en mi última carta que íbamos a ir pronto a Madrid por lo del piso. Bueno, será a finales de este mes. Estaremos diez días o así. ¿Me dejarás tu casa una tarde —un par de horas digamos— para que pueda entretener debidamente a mi galán, caso de que las cosas vayan bien, y sin que nadie, pero nadie, se entere? ¡Claro que sí! Si no, ¿cómo voy a poder hablar a solas con él? A nadie más se lo podría pedir. Te ruego que me contestes a vuelta de correo y me digas si puedo contar contigo (él no sabe nada de todo esto, son maquinaciones mías). Luego, cuando sepa la fecha exacta de nuestra llegada, el 29 o el 30, podremos ir afinando la puntería, ¿te parece?

No me faltes, espero tu respuesta enseguida. Muchos besos, Araceli.

Capítulo 20

—En España todo se improvisa constantemente —dijo Benito Pérez Galdós, como hablando consigo, mientras cruzaban delante de la fachada oriental del Teatro Real—. Esta plaza, por ejemplo. Antes se llamaba de Isabel II, hoy es de Prim, y muy pronto, si no me equivoco, llevará otra vez el nombre de «Esa Señora». Después, sólo Dios lo sabe. Vivimos los españoles en perpetua interinidad, a salto de mata.

Media hora antes, en su despacho de la Biblioteca Nacional, Hartzenbusch había hecho las presentaciones. Galdós se había quedado tan impresionado al enterarse de que el forastero con pecas era hijo de Robert Boyd como éste por el profundo conocimiento que demostró tener el escritor del trágico episodio de Torrijos. También le interesó a Galdós saber que Boyd había coincidido en Londres con Prim, personaje que le intrigaba y cuya muerte le parecía una tragedia inconmensurable para el país.

Por común acuerdo los tres habían decidido tomar juntos un refresco en el cercano café Español, en la calle de Carlos III. Eran las once y media de la mañana y Galdós había terminado su consulta.

—¿Usted cree inevitable, pues, la restauración? —le preguntó Boyd.

—Absolutamente inevitable —repuso el novelista—. Los alfonsinos ya están en ello y el golpe se está fraguando, no lo dude. Además, cuando se produzca (el mes que viene, el otro), no habrá oposición alguna, ya lo verá con sus propios ojos si está aquí todavía. La República es un barco a la deriva, sin Constitución todavía, y no creo que Castelar sea el capitán capaz de enderezar a tiempo su rumbo.

—Estoy de acuerdo —terció Hartzenbusch—. Es lamentable pero es así. Es demasiado tarde.

Al poco rato estaban sentados en una de las ventanas del Español. Era un local menos bullicioso que los de la Puerta del Sol.

—Tiene la vista más desangelada de Madrid —dijo Galdós, señalando la fachada del Teatro Real situada directamente enfrente—. Por ello mismo me gusta. Ese muro desnudo se me figura un telón de fondo, allí veo cosas, figuras que se mueven, y me surgen ideas, escenas…

—Mi amigo se ha metido en un ingente proyecto —le explicó Hartzenbusch a Boyd—, que ya va dando sus primeros frutos, no sé si usted lo sabe. Se trata, nada más y nada menos, que de novelar todo el panorama de la historia española de este triste siglo. ¿Se imagina usted? Han salido ya los tres primeros tomos, empezando con
Trafalgar
, que es admirable, y, si no me equivoco, el cuarto está en puertas.

Pérez Galdós tenía la mirada clavada en el muro del teatro, y murmuró, como soñando o ausente:

—Sí,
Bailén
.

—¿Es cierto —le preguntó Hartzenbusch— que usted localizó en Santander al último superviviente de la batalla de Trafalgar? Lo leí en una revista, creo.

—Bueno, me lo presentaron —repuso el canario mientras enrollaba un cigarro con sus dedos largos y finos—. Se llama, o se llamaba, Galán, no sé si habrá muerto ya. Estuvo en la
Santísima Trinidad
. Tenía una memoria prodigiosa. Sin él la novela no existiría.

—Me la voy a leer enseguida —dijo Patrick, entusiasmado.

—Estuve meses escuchándole y apuntando todo —siguió Galdós—. Aquel hombre era un diccionario viviente de la terminología marinera de entonces, que yo desconocía: obenques, cangrejas, cuadernas, puntales, combés, mesana, sollados… Y un excelente narrador.

Patrick le observaba atentamente mientras hablaba. ¿Cuántos años tendría? ¿Treinta? Tal vez. Alto, casi tan alto como él, huesudo, fuerte, con una cabeza imponente, ojos pequeños, pómulos prominentes, nariz correcta y tez morena, daba la impresión de tener una vida interior intensísima. Consciente de que a lo mejor no se presentaría otra ocasión como ésta, Patrick le iba a preguntar por su opinión de lo ocurrido con Prim cuando Hartzenbusch se anticipó.

—Al señor Boyd le preocupa mucho que todavía no se haya resuelto la autoría del asesinato de Prim. Supongo que usted tiene su teoría al respecto.

Pérez Galdós le dio una honda calada a su cigarrillo.

—No he empezado a investigarlo todavía —dijo, expeliendo con satisfacción el humo—, pero de lo que no me cabe duda es de que había detrás gente muy poderosa y mucho dinero. No fueron los republicanos, desde luego, que nunca han tenido cuatro reales. ¿Cómo iban a organizar ellos un atentado así y luego conseguir que los autores materiales desapareciesen enseguida del mapamundi? Algunos dicen que Serrano, otros que Montpensier, otros que los negreros cubanos…

—¿Los negreros cubanos? —preguntó Patrick. Era una teoría que no había oído antes.

—Pues sí, porque Prim estaba decidido a acabar con la trata. Lo había dicho públicamente. Yo no sé en qué punto se halla el sumario. Desde luego hay mucho interés en que no se sepa la verdad.

Al salir del café penetraron en la plaza de Oriente y se pararon delante del teatro.

—Va a haber buena ópera esta temporada —dijo Galdós—. Han anunciado
La Traviata
,
Gli Ugonotti
,
Romeo y Julieta
,
Rigoletto
,
Lucrecia Borgia
… Yo antes iba mucho, pero ya no, me he vuelto monástico, apenas voy a nada. ¡Bastante tengo con mis «episodios»!

Se despidió de ellos en la plaza de la Encarnación. Le siguieron con la vista mientras fue subiendo despacio por la calle de la Bola, las manos cogidas detrás.

—Va a ser uno de nuestros más grandes novelistas, no me cabe la menor duda —pronosticó Hartzenbusch.

Unos minutos después estaban otra vez en la Biblioteca Nacional, donde Boyd quería hojear la colección completa de
El Combate
. No le ocupó mucho tiempo y le confirmó en la opinión de la publicación que había formado en Sevilla: Paul Angulo era un fanático.

Capítulo 21

Extracto del diario de Patrick Boyd. Madrid, Hotel de las Cuatro Naciones, miércoles, 8 de octubre de 1873.

Al volver al hotel después de comer en Fornos con Muñiz me espera un telegrama de Londres. Me quita el aliento. Dice escuetamente:

PAUL LOCALIZADO PARIS ACEPTA ENTREVISTA HENDAYA MARTES PROXIMO. VE INMEDIATAMENTE TE RESERVO HOTEL VOLTAIRE. CONFIRMALE PAUL POR TELEGRAMA HOTEL DES ANGES, RUE DE LA SEINE, 14, PARIS. MAC

¡De modo que los chicos no sólo han localizado a nuestro revolucionario, sino que han estado en contacto con él! Es verdad que son los mejores. Qué suerte que no esté todavía en América.

Muñiz, el gran Muñiz, me ha organizado una entrevista con Ramón de Cala este viernes por la mañana en el café Oriental. Me hace mucha ilusión porque me podrá contar —si quiere— muchas cosas de
El Combate
y de Paul, lo cual me vendrá de perlas antes de mi visita a Hendaya.

Capítulo 22

Extracto del diario de Patrick Boyd. Madrid, Hotel de las Cuatro Naciones, jueves, 9 de octubre de 1873.

Después de sacar el billete (para el domingo por la tarde) y de enviarle un telegrama a Paul, vi ayer al diputado Miguel Morayta en el Ateneo, que sigue en la casa, bastante pobretona, de la calle de la Montera, número 22, donde la visité por vez primera en 1870.

El encuentro me resultó un poco decepcionante. El hombre estuvo muy correcto, muy amable, eso sí, pero apenas me aportó nada nuevo sobre el asesinato de Prim.

Sí me dijo algo que no sabía, que para la noche del 27 de diciembre, la noche nefasta, él le había invitado personalmente a Prim para que hiciera acto de presencia, aunque breve, en una cena masónica en… ¡el hotel de las Cuatro Naciones, que entonces estaba todavía donde yo lo conocí en mi primera visita, a dos pasos de la Puerta del Sol! Prim decidió no ir pero, si lo hubiera hecho, tal vez se habría librado de sus asesinos.

Morayta da por seguro, pero sin razones suficientes, que fue Paul Angulo quien gritó la orden de disparar en la calle del Turco. Me habló muy mal de él como persona, diciendo que era «víctima del fanatismo y de los excesos de la bebida», que se disfrazaba de manera estrafalaria, que «vivía con más precauciones que el criminal más perseguido», que un día le vio en plena calle con un revólver que mostraba de manera chulesca a la gente, que frecuentaba «las tabernas de más baja estofa», rodeada de «gentuza de la hez de la sociedad», etcétera, etcétera. También me recordó la virulencia de sus ataques a Prim en
El Combate
. Como si todo ello fuera una demostración contundente de la culpabilidad del jerezano en el asesinato, cuando no es más que un
argumentum ad hominem
.

A juicio de Morayta el crimen fue el resultado de una conspiración representando diversos intereses, pero dice no saber quiénes, concretamente, estaban detrás. Supongo que tiene una teoría al respecto pero, si es así, no quería compartirla conmigo. Suscité el asunto de la tentativa de noviembre, sin mencionar a López, y me dijo que durante las semanas previas al asesinato todo el mundo sabía que Prim estaba en peligro. En fin, vaguedades, aunque más adelante me puede resultar útil su apoyo.

Capítulo 23

La mañana del 10 de octubre de 1873, Patrick Boyd acudió a su cita con Ramón de Cala en el café Oriental, uno de los establecimientos más concurridos de la Puerta del Sol.

—Yo soy de Jerez de la Frontera, como Pepe Paul —empezó explicando el célebre político republicano—, aunque él es más joven que yo, tiene diez años menos; yo nací en 1827 y él es del 37 o del 38. Los dos éramos de familias acomodadas, él más que yo (su padre era bodeguero), pero apenas nos tratamos entonces por la diferencia de edad, y luego yo me fui a Sevilla a estudiar Derecho. Fue después cuando llegamos a conocernos bien, cuando preparábamos «La Gloriosa». Y luego, claro, en la redacción de
El Combate
. Éramos ambos, ¡y seguimos siéndolo!, federalistas apasionados.

A sus cuarenta y seis años Ramón de Cala Barea conservaba intacta, era verdad, aquella pasión federalista que le había convertido en una de las figuras míticas del movimiento republicano en Andalucía. Alto y delgado, de abundante pelo y barba espesa, los dos ya algo encanecidos, y aspecto bondadoso, sus ojos brillaban intensamente cuando hablaba. Ricardo Muñiz, actuando una vez más de fiel introductor, había entregado a Boyd unos días atrás un número del semanario
La Ilustración Popular
con un retrato y una sucinta biografía del personaje. Le había permitido llegar al encuentro bastante bien informado, y sabedor, entre otras cosas, de que Cala estaba inmerso entonces en la redacción de la proyectada Constitución de la República Federal.

Tener delante a uno de los principales luchadores de
El Combate
no pudo por menos de intrigarle a Boyd, que seguía bajo el asombro que le había producido la lectura de los números del diario facilitados por Machado Núñez en Sevilla.

—A los hombres de
El Combate
nos perseguían tenazmente las autoridades ya antes del asesinato de Prim —siguió relatando Cala—. Por nuestra llamada, franca y abierta, a la rebelión armada. Y naturalmente, una vez consumado el crimen, fueron a por nosotros sin cuartel. Hubo no sé cuántos edictos y pregones, cuántas providencias y denuncias. Conservo en casa unas páginas de la
Gaceta de Madrid
donde consta todo ello. Se las dejaré en el hotel mañana para que copie lo que quiera. Luego me las devuelve.

Patrick se lo agradeció. Luego dijo:

—Don Ramón, entre lo ocurrido en la calle del Turco y la muerte de Prim pasaron tres días. Y otros tres antes del juramento de Amadeo. ¿Qué ocurrió en el gobierno durante aquel lapso de tiempo? Es que no lo tengo muy claro.

—La clave de todo fue el general Serrano —contestó Cala—. No olvide que, hasta el juramento del rey, Serrano seguía siendo regente, es decir, en la práctica, jefe de Estado. Y Serrano, como usted sabe, me imagino, es un redomado reaccionario. Lo primero que hizo fue nombrar a su amigo Topete, por decreto, presidente interino del Consejo de Ministros, además de ministro de Estado y de la Guerra. Y dar la cartera de Ultramar a otro incondicional, Adelardo López de Ayala. Eran los de siempre, los de la Unión Liberal. Luego, cuando Topete se va a Cartagena a recibir a Amadeo, Serrano encarga provisionalmente a Sagasta la Presidencia del Consejo. Así que ellos toman el poder, casi diría incluso que lo asaltan. Hasta el 30 de diciembre no saben si Prim va a sobrevivir o no, pero sí calculan que tardará en reponerse de sus heridas, en el mejor de los casos, semanas y quizás meses.

—Y ante la inminente llegada de Amadeo van tomando posiciones —dijo Patrick.

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