—¡Pero la República tiene que prevalecer! —exclamó Patrick—. Si no lo consigue volverán los curas con aún más fuerza, se abolirá la libertad de imprenta, se cerrarán los periódicos de la oposición, se echará a los catedráticos no afectos… Los reaccionarios se consideran propietarios de España por disposición divina, es evidente, y opinan que ustedes los republicanos son usurpadores. ¡Les pondrán a todos otra vez en la cárcel!
—¡Calle usted, calle usted! —repuso Machado, volviéndose a levantar y dando rápidos pasos alrededor del despacho—. El fanatismo tiene entre nosotros una fuerza atroz, Patrick, viene desde hace siglos atrás, de Fernando e Isabel, de la Contrarreforma y de la Inquisición. De cuando echaron a los judíos y a los moriscos e impusieron con todo tipo de amenazas la ortodoxia católica. Cada español es un fanático en realidad o en potencia. ¡Yo mismo, con mi sangre jacobina! Y ante cualquier provocación somos capaces de cometer un atropello. Es que nos han hecho así. Si vuelven los Borbones será más de lo mismo, tiene usted razón, un desastre, y veremos otra vez a los curas enroscados como serpientes al tronco del poder. Hacia allí vamos encaminados. La República lleva sólo nueve meses de vida y, con la renuncia de Salmerón, ya estamos con Castelar, el cuarto presidente del Poder Ejecutivo.
—Leí ayer en
El Porvenir
que Salmerón dimitió porque se negaba a firmar una sentencia de muerte.
—Lo creo, él es así. Pero ¡se imagina, dimitir en estos momentos de tanto peligro! Estamos embarcados en un suicidio colectivo. No hacemos más que ir de crisis en crisis y todavía estamos sin Constitución republicana. Es una locura. Por cierto, ¿sabe usted que Mariano José de Larra definió España como «nueva Penélope que no hace sino tejer y destejer»?
—No, no lo sabía —contestó Patrick, apuntando la frase en su cuaderno. Luego, después de reflexionar, añadió—: Es una comparación tremenda, desde luego. Pero con una diferencia. Penélope, que siempre confiaba en la vuelta de Ulises a Ítaca, decía a sus múltiples pretendientes, que infestaban el palacio, que una vez terminado su tapiz decidiría entre ellos. Luego, cada noche, deshacía su trabajo… para empezar de nuevo por la mañana. Es decir, su procedimiento tenía una finalidad concreta, que era ganar tiempo. Pero al parecer, según Larra, y según usted, el constante hacer y deshacer español no tiene finalidad alguna.
—Así es, ninguna —confirmó Machado—. Consiste únicamente en deshacer, en destruir lo que han hecho los demás sin proponer nada en su lugar. Es pura iconoclasia. La destrucción por la destrucción. Y así no se puede crear un país. No sé si Castelar será capaz de sacarnos las castañas del fuego. Es un orador maravilloso que sabe arrastrar a las muchedumbres, y un gran escritor, pero creo que en el fondo es un carácter débil. Además, es vanidoso. No sé hasta qué punto va a poder con este caos. A veces pienso que los intelectuales no deben ser políticos; no saben dirigir, sólo saben teorizar. Temo lo peor. El país se está despedazando literalmente, entre unos y otros. Lo de los cantones ha sido tremendo.
—Y sigue el de Cartagena.
El Porvenir
trae la noticia de que allí se han constituido en ¡«gobierno provisional de la Federación Española»!
—Sí, sí, empezaron en julio y siguen. ¿Sabe que incluso han declarado la guerra al Imperio alemán, por un incidente con un barco? Pues sí. Es una farsa y puede crearnos problemas internacionales. Salmerón ha dicho que son unos piratas. Han montado un pequeño estado independiente, con Comité de Salud Pública, Tesorería y Generalísimo de los Ejércitos de Mar y Tierra. Todo sin un duro, por supuesto, pero ello no es un problema. ¡Van a acuñar su propia moneda!
—Y tienen la escuadra.
—Sí, y dicen que en poco tiempo «conquistarán» toda la costa andaluza y levantina para la causa federal. ¡A la toma de Alicante, de Almería! Por cierto, han nombrado presidente a Roque Barcia, no sé si sabe quién es, un diputado republicano federalista que estuvo encarcelado durante unos meses en relación con la muerte de Prim, pero no tuvo nada que ver con ella y lo soltaron. Es un tipo raro que le podría contar muchas cosas, ¡aunque no le recomiendo que se meta en Cartagena ahora!
Patrick, que a lo largo de la conversación no había dejado de tomar notas, deseaba conocer la opinión del catedrático acerca del movimiento federalista.
Machado Núñez meditó unos segundos antes de contestar.
—La idea fundamental es acabar de una vez con el centralismo madrileño, que nos tiene asfixiados —dijo—. Quien más ha teorizado sobre el federalismo es Pi y Margall. Pero una cosa es la idea, que puede ser hermosa, que yo creo que es hermosa, y otra la dura, la durísima realidad española.
—Entre dicho y hecho buen trecho…
—En este caso un trecho considerable. He llegado a la conclusión de que España no está preparada todavía para una organización federal, no existe ni la estabilidad ni la experiencia necesaria. Aquí en Sevilla hemos tenido tremendos disturbios. Algo le dije al respecto en una de mis cartas. Se declaró cantón cuando abdicó Amadeo, hubo varios motines y el gobierno mandó al general Pavía con una columna. ¡Al general que perdió en Alcolea, ¿se imagina?! Si hubiera llegado usted en julio habría presenciado el último enfrentamiento, en la fábrica de tabaco. Hubo muertos. Fue tremendo.
Llamaron a la puerta y entró otra vez el ujier para entregarle a Machado unos papeles. El catedrático consultó su reloj.
—Las doce y media, casi se me olvidaba —se disculpó—. Tengo una reunión con el claustro. Bueno, ya sabe usted, le esperamos en mi casa a las dos y media. A mi esposa y a mi hijo les encantará conocerle.
—Y a mí conocerles a ellos. Muchísimas gracias, don Antonio.
—Se llevarán bien, seguramente. Además, como yo y como usted, mi mujer es amante de la naturaleza, le encantan las flores y los animales. A veces me acompaña en mis excursiones. En cuanto a mi hijo, es un fanático de la cultura popular, como su madre. No faltarán temas de conversación. Usted sabe dónde vivimos, Palmas, 9, a dos pasos de la plaza del Duque de la Victoria.
—Sí, sí, muchas gracias otra vez. Allí estaré, con puntualidad británica.
—Le recomiendo que entretanto se dé una vuelta. Yo, en su lugar, empezaría con el río, con nuestro maravilloso Guadalquivir.
Machado Núñez recogió sus documentos. Ya en la puerta de la antesala extendió la mano:
—¡Bienvenido a Sevilla, mi querido amigo! ¡Que la disfrute!
A continuación aquel torbellino de energía y pasión se dirigió rápidamente al fondo de un pasillo y, doblando la esquina, desapareció de la vista.
Boyd contemplaba el Guadalquivir desde el puente de Triana. Al lado de la Torre del Oro, el
Nuevo Capricho
, de la compañía de navegación Ricardo Triay, se preparaba para soltar amarras y echaba densas bocanadas de humo, impaciente por ganar Sanlúcar de Barrameda y el mar, ochenta kilómetros más abajo. Había observado el traqueteo a bordo del vapor al pasar delante del muelle, donde un cartel informaba de que el destino era Burdeos. Gracias a su río, Sevilla, con sus 135.000 habitantes, podía presumir de ser otra vez una ciudad abierta al mundo. Además llevaba veinte años conectada por ferrocarril con Madrid. Reflexionó que ni siquiera bajo el abominable régimen de Isabel II había dejado de avanzar el país.
En la fonda, donde recaló brevemente antes de presentarse en casa de Machado, le esperaba un telegrama de McKinley. Le deseaba una feliz estancia, le pedía crípticamente instrucciones y, al final, se permitía un vibrante «¡Viva la República!».
Cruzando la plaza del Duque de la Victoria se vio de repente asediado por una multitud de clamorosos harapientos, entre quienes repartió unas monedas. Era evidente que, pese a «La Gloriosa» y sus pretensiones, había mucha miseria en la capital andaluza.
Poco después llamaba a la puerta de Palmas, 9. Se trataba de una casa sólida, burguesa, digna del rector de la Universidad Literaria de Sevilla. Le abrió una criada de unos veinte años, guapa y risueña. Tras una cancela había un típico patio sevillano, cubierto por un toldo, con un naranjo en medio, un pequeño surtidor y macetas llenas de geranios rojos.
Arriba, en el piso noble, le esperaba, sonriente, la esposa del catedrático.
Patrick sabía por su correspondencia con Machado que Cipriana Álvarez Durán era hija de un distinguido militar y excéntrico filósofo extremeño, José Álvarez Guerra, muerto hacía dos o tres años, y de una hermana de Agustín Durán, el compilador del monumental y famosísimo
Romancero general
. Era una mujer hermosa y entrada en carnes —ya lo suponía por su autorretrato en el despacho de su marido—, afable, de aspecto enérgico y bondadoso, quizá diez años más joven que su marido. Se sintió a gusto con ella enseguida.
—Mi hijo, que es un vago, no ha llegado todavía —le explicó la anfitriona después de que Patrick le besara la mano—. Ya vendrá. Ana, su mujer (se casaron en mayo) ha tenido que ir a Triana a ver a su madre, que está un poco indispuesta, pero ya la conocerá. Es encantadora.
Sentado cómodamente en un salón cuyos balcones daban al patio, desde donde llegaba el susurro del surtidor, Boyd contestaba feliz a las preguntas de la dueña de la casa, a cuyo lado ya se había incorporado Machado Núñez.
Cipriana Álvarez tenía interés en conocer sus primeras impresiones de Sevilla.
—El refrán no miente —contestó—. Sevilla es la maravilla que todos dicen. Una maravilla repleta de maravillas. Ya he visto varias, empezando por la Capilla Real, que es un primor. Y he tenido un encuentro con un cura…
No pudo seguir porque justo en aquel instante entró en el salón el hijo.
Más alto que su padre, algo desaliñado en el vestir, Antonio Machado Álvarez había heredado de sus progenitores una doble dosis de energía y de simpatía. Abrazó efusivamente a Patrick y le rogó que antes que nada terminara lo que decía cuando, sin querer, le había interrumpido.
Boyd empezó a contarles lo ocurrido con Gago Fernández. Al nombrarlo, tanto Machado Núñez como su vástago hicieron el mismo gesto espontáneo con los dedos, exclamando:
—¡Lagarto, lagarto!
—Se trata de uno de los adversarios más desagradables que tenemos en Sevilla —aclaró Machado Núñez—. Es antidarwinista feroz y a mí no me puede ver, me tiene por el peor hereje de la ciudad. Parece al principio una persona amable, campechana, pero es una víbora. Pertenece a la camarilla del arzobispo, nos odia a todos los republicanos y sobre todo a los que también somos masones. Persigue a los protestantes (que ahora tienen un templo en Sevilla) y está en todo, molestando, predicando contra la República, sembrando cizaña. ¡Espero que usted no le haya dicho que es amigo mío!
—No, por suerte no se lo comenté —dijo Patrick riéndose—. Después de ver los ataúdes de los dos hijos de Montpensier en la cripta se me ocurrió preguntarle por su opinión sobre la posible implicación del duque en el asesinato de Prim. Tuve inmediatamente la convicción de haber cometido una imprudencia. Se puso muy incómodo y me dijo que no creía en absoluto en la complicidad del duque.
—Claro que se lo dijo —interpuso Machado Álvarez—, y eso que a lo mejor está enterado de todo. Mire, le voy a decir algunas cosas que mi padre no le quería escribir, por si acaso. Cuando llegó a Sevilla la noticia del asesinato del general, los allegados a Montpensier la divulgaron con el ensañamiento de las hienas. Rezumaban alegría. «¡Ya se fastidió ese tunante!», les oí decir. Recuerdo perfectamente la frase: «¡Ya se fastidió ese tunante!». Y cosas más fuertes. Cuando yo reaccioné y defendí con fervor a Prim, me insultaron. Y entonces les espeté indignado: «¿Qué tiene de extraño lo ocurrido si vivimos en un país de asesinos, y aquí mismo estamos entre ellos?». Estaba fuera de mí. Al escuchar esto, uno de ellos, que trabajaba para el duque, dijo por lo bajo, como para ser oído solamente por los que le rodeaban: «No le contestéis». Unos días después, también en mi presencia, otro de aquellos tipos dijo: «Ya no hay partida de la porra, ahora es la del trabuco y es menester despachar también a Topete».
—No entiendo. —Patrick, con su cuadernito en la mano, parecía resuelto a no perder palabra—. ¿Partida de la porra?
—La partida de la porra era un grupo organizado por un joven amigo de Prim, Felipe Ducazcal —explicó el padre—. Al general no le faltaban enemigos, estaba en peligro desde el primer día de la Revolución; vamos, desde antes. Tenía en contra a los federalistas, a los carlistas, a los que apoyaban a la reina y a los envidiosos de siempre. Los de la porra, que eran unos treinta individuos o así, formaban una especie de guardia pretoriana suya oficiosa. Pero se desmandaron y empezaron a atacar los locales de los adversarios del general.
—Lo que aquel energúmeno del bando de Montpensier me quería decir —siguió el hijo— era que, a partir del atentado contra Prim, llevado a cabo con trabucos, ya no servían las porras y hacían falta armas mucho más contundentes. Había que matar ahora al almirante Topete de la misma manera que a Prim. Porque, para ellos, Topete, al ir a Cartagena a recibir a Amadeo, ya que Prim no podía, había traicionado a su amigo Montpensier. En resumen, lo que oí en boca de aquella gente me convenció de que el duque y su dinero estuvieron detrás del asesinato.
—Yo estoy de acuerdo con Antonio —dijo el catedrático—. Le diré otra cosa: Montpensier, que considera que se desdora por alternar con sus semejantes honrados, no tenía inconveniente en entrar donde no entraban personas decentes, rodeado de criminales. En una taberna de las más sórdidas de Sevilla, que ya ha desaparecido. Allí estuvo no mucho antes del asesinato del general, confabulando. Se comentó muchísimo aquí.
—Así es —ratificó su hijo—. En aquella taberna no entraba nunca una persona decente. Era un patio de ladrones y maleantes, un patio de Monipodio.
—Hay otro detalle que me confirma en mi convicción de que el duque movió el puñal del asesino —añadió Machado Núñez—. Y es que los montpensieristas en bloque atribuyeron el origen del crimen al general Serrano.
—¿A Serrano? —preguntó Patrick, sorprendido.
—Sí, sí, al general Serrano, al duque de la Torre, nuestro vencedor en Alcolea y luego regente. Decían los de Montpensier, como una piña, que Serrano estuvo detrás del asesinato. Y lo decían con tanta insistencia que reforzaban mi convicción de que habían sido ellos. Insistían demasiado y, claro, sin aportar prueba alguna.