La biblia de los caidos (5 page)

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Authors: Fernando Trujillo

Sara se detuvo en medio de la calle al oír la mención del Gris.

—Disculpad mi atrevimiento —titubeó acercándose a la pareja. Las dos cabezas se volvieron hacia ella—. Os he oído... No era mi intención... ¿Estáis esperando al Gris?

El más bajo, abandonó el cobijo del árbol y la luz de las farolas bañó un rostro de un chico joven, de unos catorce años como máximo, aventuró Sara, de pelo y ojos castaños, con un lunar bastante grande en la mandíbula, por debajo del labio inferior.

Le habría resultado mono de ser otras las circunstancias.

—Desde hace un buen rato, ¿vienes de su parte? —preguntó muy animado.

—¡Pero si no eres más que un niño! —exclamó Sara, involuntariamente.

—Ya empezamos —gruñó el chico—. Siempre la misma historia...

—¡Cierra el pico, crío! —le cortó el otro hombre saliendo a la luz—. ¿Quién eres?

El tono de la pregunta era claramente amenazador, violento. El hombre era alto, bastante más que el chico. Aparentaba poco más de treinta, cuerpo bien moldeado, como el de un deportista. Vestía con aire informal y era el hombre más guapo que Sara jamás hubiera contemplado en persona. Sus rasgos eran perfectos. Pelo moreno, labios carnosos, nariz chata y cejas estilizadas, un objeto de deseo para cualquier mujer.

—Me llamo Sara y he quedado con el Gris en un chalé de esta calle.

—¿Vienes a por el demonio? —intervino el chico—. Nosotros somos de su equipo...

—¡Cállate, Diego! No reveles nada hasta que sepamos quién es. No me fío.

Diego bostezó.

—Tío, estás un poco paranoico.

Sara no sabía qué pensar de la extraña pareja. El adulto la sometía a un severo escrutinio con sus hermosos ojos negros. Su mirada era fría, dura, no cabía duda de que no aprobaba la presencia de Sara. Pero lo que más le inquietaba a ella era que no mostraba el menor reparo en disimular, expresaba su desconfianza de manera tajante, sin suavizar la expresión de su cara. Le dio la impresión de que aquel hombre de rostro angelical podría estrangularla sin reflejar emoción alguna.

Diego era completamente diferente. Sus ojos castaños brillaban divertidos y se movían mucho. Se le veía excitado y no paraba de tocarse el lunar de su barbilla. Sara no podía evitar pensar en que...

—¿No eres demasiado pequeño para estar en el grupo del Gris?

El chico enrojeció de rabia y Sara supo inmediatamente que su pregunta no le había hecho ninguna gracia.

—¡Lo que me faltaba! ¿Te crees mejor que yo porque eres mayor? Seguro que piensas que el guaperas de Álex es mejor por ser un adulto, ¿a que sí? Pues te equivocas, todos os equivocáis conmigo. Ya me echarás de menos cuando esté en el infierno...

—¡Quieres cerrar la boca de una vez! —gritó Álex —. No sabemos nada de ella...

—Está con nosotros —dijo una voz.

Los tres se callaron. Una porción de oscuridad se separó de la pared y se movió silenciosamente hacia ellos. Enseguida se distinguieron los contornos de una figura alta, como Álex pero más delgada, envuelta en una gabardina negra.

—¡Gris! —exclamó Diego—. Ya era hora, llevamos un buen rato esperando, pero está bien, no me cabrearé. Me conformo con ver cómo regañas a Álex por gritarme. Me está rallando con ese mal rollo que tiene. Le va a curar su prima, porque lo que es yo paso bastante. ¡Lo juro!

—Se llama Sara —le dijo el Gris a Álex—. Y es parte del grupo. La he reclutado.

—Odio que pasen de mí. Me jode —refunfuñó Diego—. Me hace sentir como un vulgar adolescente. Ya me pedirán ayuda, ya. Ahí les espero...

Álex sostuvo la mirada del Gris sin inmutarse. Sara no sabía cuál de los dos podía ser más inexpresivo. Hubiera jurado que eran dos enemigos evaluando la situación antes de abalanzarse el uno sobre el otro, no dos supuestos compañeros que iban a cazar a un demonio.

—No parece gran cosa —dijo Álex refiriéndose a ella. Sara no se ofendió por el comentario, dado que no se consideraba una experta en el mundo oculto, pero le desagradó la forma tan descarada de menospreciarla. Aun así, no se atrevió a intervenir, prefirió comprobar si el Gris la defendía—. Deberías habernos consultado. Puede poner en peligro al equipo.

—Necesitamos a una rastreadora —aclaró el Gris.

—Conozco a varios muy buenos que podemos llamar, y de confianza. Ya he trabajado con ellos antes.

—La quiero a ella —dijo el Gris.

Diego rodeó a la pareja y se situó junto a Sara.

—¿De qué conoces al Gris? —le preguntó susurrando—. No es normal que se interese tanto por una persona.

Por alguna razón le encantó saber eso. Se sintió especial, durante unos segundos al menos, hasta que se dio cuenta de que ella tampoco conocía la razón de que el Gris la hubiera escogido. Tal y como Álex se había apresurado a señalar, había muchos rastreadores, no era una facultad escasa, y ella tampoco era de las mejores. Había conocido a personas capaces incluso de rastrear a otras sin necesidad de tocar un objeto personal del objetivo, algo completamente fuera de sus posibilidades.

—Ya nos conocemos todos —dijo el Gris—. Ahora, a trabajar. Hay una niña poseída en ese chalé —dijo señalando a su espalda—. Y nosotros vamos a liberarla.

—¿Un exorcismo? —se extrañó el niño—. ¿Eso es todo? Yo me vuelvo a la cama, no me necesitas para tan poca cosa. No entiendo por qué has aceptado este caso, cualquier medio sacerdote podrá hacerlo. En cuanto llegue a casa voy a despedazar a ese condenado gato...

El Gris le sujetó por el cuello de la sudadera.

—Al gato, ni tocarlo —le advirtió—. Y tú te quedas. ¿Está claro?

—Sí, por supuesto —dijo Diego—. ¡Qué tonto soy! No me he dado cuenta de que me necesitas. ¿Podré preguntar al demonio por el infierno?

—Ya veremos.

VERSÍCULO 4

Miriam no era una persona temerosa de Dios, no mucho. A quien sí guardaba un respeto considerable era a los ángeles. Suscitar su ira no era una buena idea.

Por eso cruzó la estancia a toda prisa, corriendo, con su melena dorada flotando sobre su espalda y sin advertir siquiera a quienes tropezaban en su camino. Mejor no hacer esperar a un ángel sin una buena razón, y menos aún a Mikael.

Miriam caminó entre las imponentes columnas de mármol blanco hasta llegar a un espacio amplio y circular. Junto a la pared de enfrente había siete tronos plateados, sin patas, suspendidos a dos metros del suelo. Varias antorchas inundaban de luz la sala, antorchas que nunca se consumían, que ardían silenciosas. Una sección de la pared era un espejo que llegaba hasta el techo, y en el que solo se reflejaban los ángeles, o por lo menos donde no se reflejaban los seres humanos. Miriam no sabía exactamente qué función cumplía, pero estaba segura de que no era para que los ángeles se peinaran.

Sobre el resto de la pared circular estaba esculpida una infinidad de formas y criaturas. Cada vez que visitaba el templo, Miriam encontraba diferentes esculturas. Ya ni se molestaba en mirar.

Sobre uno de los tronos flotantes estaba Mikael. Alto, rubio, hermoso, como cualquiera imaginaría un ángel. Si permanecía inmóvil se le podía confundir con una estatua de mármol que un artista hubiera cincelado a la perfección.

Dejó el libro que sostenía en sus manos y descendió con un suave salto que apenas levantó un murmullo cuando se posó en el suelo.

Miriam se arrodilló y aguardó en silencio.

—Tengo una misión para ti —dijo Mikael.

—Por eso he acudido a tu llamada en cuanto la he recibido —dijo ella levantándose.

El ángel asintió, complacido.

—Vas a traer al Gris al templo, bajo mi autoridad.

No debería sorprenderse, pero la voz de Mikael sonaba mucho más suave de lo acostumbrado. Era una mala señal. Al instante quiso saber más, pero prefería no preguntar directamente, a Mikael no le gustaba. Mejor conformarse con lo que le quisiera contar, o tal vez con lo que le pudiera sonsacar...

—Por supuesto. Le traeré en cuanto termine mi actual cometido. Me han ordenado investigar unas muertes sin explicación en un pueblecito de...

—Cumplirás mis órdenes inmediatamente —sentenció Mikael sin variar el tono de voz. Caminaba en círculos alrededor de Miriam. Ella se mantenía quieta, consciente de que si andaba, sus pasos levantarían ecos entre las paredes, al contrario de los del ángel, que apenas eran perceptibles—. Quedas relegada de tu misión actual. Desde ahora no debes preocuparte por nada relacionado con ella.

El Gris estaba en un buen lío. Los ángeles presumían de orden y perfección. No era frecuente que interrumpieran una misión incompleta, y no les gustaba rectificar ni cambiar las cosas.

Miriam sintió un poco de lástima por el Gris. No se le ocurría una estupidez más peligrosa que tener a Mikael de enemigo.

—Le encontraré. Puedes confiar en mí.

—Lo harás antes de cuatro días —recalcó el ángel—. El cónclave se reunirá entonces y el Gris va a comparecer ante él. Si no es así, tú ocuparás su lugar, y no creo que te guste.

Miriam tragó saliva. Nunca habría imaginado que su misión sería tan transcendente. El cónclave incluía a los siete ángeles, que solo se reunían en ocasiones de la máxima importancia. Se rumoreaba que la última vez había sido hacía varios milenios, para solventar un asunto de orden mundial. Si ahora iba a convocarse un nuevo cónclave, tenía que ser por algo de un alcance incalculable. Solo se le ocurría una cosa.

—¿Tiene algo que ver con la muerte de Samael?

Mikael dejó de andar y la atravesó con sus ojos azules.

—Los detalles no son de tu incumbencia, pero, efectivamente, ese es el motivo que le tienes que transmitir a él cuando le detengas.

El Gris estaba acabado. Demasiado tiempo manteniendo tiranteces con Mikael solo podían llevar a ese final. Aun así, no terminaba de entender cómo había podido matar a un ángel. Era sencillamente imposible. Sin embargo, las malas lenguas confirmaban que había sido él, que había pruebas irrefutables en su contra. Miriam no lo había creído hasta ese momento.

Si era cierto, si un hombre sin alma había podido asesinar a un ángel, no le extrañaba que el cónclave se reuniera.

Y ella entregaría al reo para que le juzgaran. Miriam siempre cumplía el código, eso era lo bueno de su trabajo, que nunca había lugar para las dudas. Solo tenía una pregunta más.

—El Gris no es estúpido. Sabrá por qué me habéis enviado a por él. ¿Qué debo hacer si ofrece resistencia?

Mikael sonrió. Miriam no tenía miedo, jamás, el valor era una de las cualidades que más apreciaba de sí misma, pero aun así la expresión del ángel le causó un leve estremecimiento.

—Si se resiste —dijo Mikael sin desprenderse de su sonrisa—, me traes su cabeza. Solo su cabeza.

VERSÍCULO 5

—Deberíamos llamar —susurró Sara. Su voz se perdió en la oscuridad de la noche—. Hay cámaras de vigilancia —añadió señalando una que apuntaba a la calle, justo enfrente del chalé.

El Gris caminó en silencio, sin que los tacones de sus botas emitieran el menor sonido, y se detuvo frente a la puerta, bajo el escrutinio del ojo electrónico que tanto preocupaba a Sara.

—Las cámaras no registran la imagen del Gris —explicó Diego rascándose el lunar de la barbilla—. ¡A que mola!

—¿Cuál es el truco? —preguntó ella.

—Ninguno, tía, te lo juro. Una vez le grabé con una cámara digital y solo conseguí un borrón. En otra ocasión estuve decidido a descubrir la causa. Le estuve filmando casi una hora y la cámara me estalló en la cara. ¿Ves está cicatriz? —preguntó señalando su mejilla.

Sara se acercó a su cara. La calle estaba insuficientemente iluminada.

—¿Ese puntito?

—¡Puntito! —se molestó el niño—. Pues se me clavó un cristal y no veas cómo sangraba. Por suerte no se infectó...

—Cerrad el pico —gruñó Álex—. Y entrad de una vez, nos vamos a congelar aquí fuera.

—Casi no hace frío —señaló Sara, extrañada por el comentario—. Es una noche estupenda para...

—¡Que entréis ya! El Gris nos espera.

—Tío, siempre de mal humor —dijo Diego—. Se pueden decir las cosas sin ladrar. Después de todo, somos un equipo. Vamos, Sara, antes de que nos muerda.

Sara y el niño cruzaron la puerta abierta y vieron al Gris andando hacia el chalé. El jardín estaba impecablemente cuidado. Los árboles y las plantas se mezclaban con la armonía que solo puede lograr un profesional de la decoración de exteriores. La parte trasera de un todoterreno asomaba en la rampa que daba al garaje. Había un parque infantil con todos los columpios imaginables, el paraíso de cualquier niño, y un poco más allá, se alzaba una enorme cristalera que cubría una piscina climatizada.

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