La biblioteca del cartógrafo

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Authors: Jon Fasman

Tags: #Historico, Intriga

 

Sicilia, siglo XII: un ladrón roba de la biblioteca del cartógrafo de la corte una serie de objetos misteriosos, que enseguida se dispersan por todo el mundo, prueba de su extraordinario valor.

Novecientos años más tarde, en una pequeña y tranquila ciudad de Nueva Inglaterra, Paul Tomm, un joven reportero que trabaja en un periódico local, investiga la reciente muerte de un profesor universitario. Las pistas revelan que la muerte del profesor fue tan misteriosa como su vida y conducen a Tomm hasta un importante circuito de contrabando internacional.

Todo parece indicar que aquellos mágicos y codiciados talismanes albergan un secreto muy preciado: el de la vida eterna.

Jon Fasman

La biblioteca del catógrafo

ePUB v1.0

NitoStrad
22.03.12

Autor: Joan Fasman

Título original: The Geographer´s Library

Traducción de: Bettina Blanch Tyroller

Primera edición: marzo de 2007

Para Alissa

Me encuentro siempre a mí mismo girando en torno a dos creencias: que la vida puede ser mejor de lo que es y que cuando mejor parece peor es en realidad.

GRAHAM GREENE,

Viaje sin mapas

CARTA

Querida H:

Creía que a estas alturas ya habrías muerto. Desde luego, no esperaba volver a tener noticias tuyas. Y puede que en realidad no haya recibido noticias tuyas; la caligrafía me suena, pero probablemente, la falsificación se encuentra entre las menos sofisticadas de las habilidades de tus nuevos amigos. Sin embargo, te concederé el beneficio de la duda. Hacer suposiciones injustificadas se me antoja un modo muy apropiado de rendirte tributo.

Te adjunto lo que me pides, «Un relato completo y objetivo de nuestro tiempo juntos». Me dices que no es solo para ti, pero aun cuando lo fuera, dudo que pudiera haberlo escrito de forma distinta. Es imposible que «tú» hubieras sido tú en este caso, por mucho que yo lo deseara. Y por mucho que deseara guardar silencio y hacer caso omiso de tu petición, al final no he podido. De todos modos, no tenía otra cosa que hacer. Llevo encerrado aquí más tiempo del que te conocí, y por muy alterado que siga (y continuaré estándolo, al menos durante un tiempo más), tu rostro empieza a desdibujarse, lo cual me llena de gratitud.

Pero estoy preocupado por ti. Te deseo una vida más larga y feliz de la que temo que tendrás.

Paul

VERDADERO, SIN FALSEDAD, CIERTO Y MUY VERDADERO

Para un periodista de un semanario, sobre todo uno tan insignificante como el Carrier, el Día de Publicación es un día sacrosanto de reposo. Por regla general, aparecía en la oficina alrededor de las once, me ponía al día con la correspondencia, leía todos los artículos de revistas que no había podido leer durante la semana, hacía varias llamadas personales de larga distancia, fingía empezar a pensar en los artículos de la semana siguiente y me marchaba a las cinco en punto. Si me sentía especialmente virtuoso, archivaba parte de las notas que había tomado a lo largo de los últimos días y ordenaba a medias mi escritorio, pero casi siempre dejaba aquellas tareas para cuando se me echaba encima la entrega y necesitaba alguna ocupación de encefalograma plano para aclararme las ideas. Claro que eso de los plazos de entrega tampoco tenía tanta importancia. Al igual que muchas otras poblaciones pequeñas, Lincoln, Connecticut, se especializaba en noticias tibias. Nadie iba a perder su empleo si un artículo sobre la controversia en torno a la mascota del instituto («El guerrero sioux: ¿culturalmente insensible, respetuosamente tradicional o tradicionalmente respetuoso?») no se entregaba a tiempo. Para empezar, el debate se reabriría al año siguiente, con toda probabilidad en otoño, en la época en que los alumnos más ambiciosos del último curso se afanaban en pulir su expediente académico de cara a la universidad. En segundo lugar, disponíamos de una cantera inagotable de publicidad, anuncios, notas de prensa y demás material de relleno que podíamos reciclar o redimensionar si el redactor novato no conseguía arreglárselas.

Y a decir verdad, cada vez eran más infrecuentes las ocasiones en que no conseguía arreglármelas. Llevaba un año y medio trabajando en el Lincoln Carrier, desde que me licenciara en la Universidad de Wickenden. Tenía amigos que habían pasado como quien no quiere la cosa del primer ciclo a la facultad de medicina o de derecho, o bien a ocupar impresionantes puestos como consultores o a trabajar como machacas en alguna editorial de Nueva York, como si fuera lo más normal del mundo. Por mi parte, yo no aspiraba a semejantes cosas ni tenía ganas de volver a Nueva York, donde me había criado. En realidad, abrigaba vagamente el proyecto de estudiar un posgrado y acabar llevando la vida tranquila y enclaustrada de un profesor de historia en alguna pintoresca ciudad universitaria, con su campanario, su calle mayor llamada Calle Mayor y su cine con marquesina, un lugar donde pudiera terminar el proceso de envejecimiento a los treinta y pocos y llevar una vida sin crisis, sorpresas ni grandes cambios hasta agotar mi esperanza de vida de setenta y tantos años.

No me había planteado convertirme en periodista, sobre todo porque no sabía en qué consistía. Había escrito algunas reseñas musicales y literarias para la gaceta universitaria, casi siempre sobre los libros y CD gratuitos. Leía o escuchaba la pieza en cuestión, escribía un par de centenares de palabras acerca de ella y al cabo de una semana veía mi nombre encabezando un texto que guardaba un parecido lejano con lo que había escrito. Una chorradita, vaya, no una carrera profesional.

Al licenciarme me quedé en el piso que había ocupado durante el curso porque no tenía motivo alguno para mudarme. Un mes más tarde, en pleno verano tórrido, decliné el ofrecimiento/orden de mi padre de trabajar como pasante en el bufete de abogados que un amigo suyo tenía en Indianápolis, donde mi padre vivía desde que mis padres acabaran por divorciarse. Me hizo sentir tan culpable por el hecho de no tener trabajo que por primera y única vez en mi vida fui al Centro de Orientación Profesional de Wickenden. Allí cumplimenté cuestionario tras cuestionario y hablé con flamantes licenciados entusiastas ataviados con trajes de chaqueta, collares de perlas, mocasines y tripas incipientes. Leí ofertas de trabajo que carecían de sentido. Mis favoritas eran las de las consultorías: «Aprenderá a tomar decisiones de protocolo de gestión estratégica», etcétera. Me inquietaba la posibilidad de convertirme en una especie de cyborg a las tres semanas de trabajar en un sitio así. Cuando volviera a casa por Acción de Gracias, me comunicaría mediante tiras de Dymo que brotarían de mi boca.

Tras pasar un par de horas en Orientación Profesional, me convencí de que llevaría una vida larga, solitaria e inútil para acabar muriendo solo y sin que nadie me echara de menos. (¿Ya he mencionado que no me molesté en rellenar ninguna preinscripción para cursos de posgrado?) Sé que es pura autocomplacencia, pero es lo que les sucede a los hijos aplicados pero esencialmente inútiles de padres que educan a sus hijos para sacar buenas notas en los exámenes pero no les proporcionan los dardos envenenados de la auténtica ambición.

Art Rolen llamó a Orientación Profesional cuando me disponía a regresar a casa para sumergirme a jornada completa en la autocompasión. Recuerdo que el rostro de mi orientadora profesional se tornó radiante, beatífico mientras asentía con creciente entusiasmo.

—Señor, creo que tengo a la persona idónea sentada frente a mí—exclamó por fin—. No es de la gaceta universitaria, pero sus calificaciones en el Gibson-Montaneau indican que es la persona maaaaaás adecuada para usted.

Me dedicó un guiño espasmódico y me alargó el teléfono con una mano mientras con la otra me hacía un prehistórico gesto de victoria. Saludé y escuché una voz ronca al otro lado de la línea.

—Bueno, bueeeno, parece ser que tu calificación Gibbon-Martindale está pero que muy bien. Pero lo que quiero saber es… ¿Qué significan esas calificaciones? Y en segundo lugar, ¿sabes escribir?

Me encajé el teléfono entre el hombro y la oreja antes de dar la espalda al entusiasmo cegador de mi orientadora profesional.

—A decir verdad, no sé qué significan, pero por lo visto aquí depositan bastante confianza en ellas. Técnicamente, no trabajo para la gaceta universitaria, solo escribía para ella de vez en cuando, pero me parece que escribo bastante bien. ¿Desde dónde llama?

—Lincoln, Connecticut, a unas dos horas al oeste de Wickenden. Dirijo un pequeño periódico semanal de unas dieciséis páginas. Lo que necesito es otra persona a jornada completa que haga un poco de todo. Ahora mismo estamos yo, un columnista y la publicista. El otro redactor a tiempo completo que teníamos acaba de marcharse para trabajar en Storrs. Supongo que va en busca de pastos más verdes. En fin, aquí harías un poco de trabajo de investigación, redacción, edición y papeleo. —Oí una especie de siseo cuando fumó una calada de cigarrillo—. Contestarías al teléfono, pero no más que los demás. En fin, nada del otro jueves, nada tipo Pulitzer. Más que nada podría ser una forma de averiguar si quieres seguir por este camino o no.

Me encogí de hombros antes de recordar que los encogimientos de hombros no servían de nada por teléfono.

—Parece interesante. ¿Quiere que le envíe mi curriculum?

—Vale, pero hazme un favor, envíamelo por correo normal. Todavía no hemos conseguido sacar el fax nuevo de la caja, y prefiero tenerlo en papel que verlo en pantalla. ¿De acuerdo?

—Por supuesto. ¿Quiere que vaya a verle? ¿Quiere entrevistarme o algo así?

—Pero si ya te estoy entrevistando ahora. De momento envíame el curriculum. Me llamo Art Rolen, por cierto. Envíalo a mi atención. Curriculum y algunas muestras de artículos. Luego ya veremos. ¿Te parece?

Me parecía bien, y dieciséis meses más tarde, ahí estaba yo, en Lincoln, levantándome de la cama a las diez de una fría mañana de martes. Me había quedado en la imprenta hasta las tres de la madrugada, hora en que acabaron de salir todos los ejemplares. Art quería que uno de nosotros se quedara hasta el final, y en teoría, los cuatro integrantes del personal nos turnábamos para hacerlo, pero como yo era el más joven y el único que no estaba casado, me tocaba más a menudo que a los otros. En realidad no me importaba, porque el trayecto de vuelta desde New Haven siempre era rápido y tranquilo, y además me gustaba respirar el aire de madrugada. Resulta extraño pensar en lo que sucedía en la letárgica Lincoln durante aquel trayecto en particular. Supongo que nunca lo sabré con exactitud.

Vivía en la parte comercial de la ciudad, un barrio llamado Lincoln Station, donde en los años veinte, cuando aquello era un auténtico pueblo granjero y no un refugio para neoyorquinos, los trenes traían cereales y pienso, y se llevaban mantequilla, leche y queso. Ahora, la zona del antiguo depósito estaba ocupada por pintorescas tiendas con sus jardincitos rematados por vallas blancas de madera. Las oficinas del periódico se encontraban en el distrito residencial, llamado parque de Lincoln, porque (y mis ojos habituados a Brooklyn apenas dieron crédito cuando me trasladé a la ciudad) en el centro se abría una extensión de césped ante una antigua iglesia de madera blanca rematada por un campanario: era el parque del pueblo. Por supuesto, la cantidad de personas que observaban aquella distinción disminuía a medida que los naturales de Lincoln morían o vendían las casas que sus abuelos habían construido a abogados o editores de revistas de la ciudad. Los recién llegados reformaban las casas de arriba abajo, las adornaban con columnas y luego aparecían tres fines de semana al año para cruzar la población a toda velocidad en sus todoterrenos. El colmado de Manton ofrecía ahora queso de cabra, cinco variedades de olivas y el New York Times, el Wall Street Journal y Grain's. Por supuesto, también yo era un advenedizo, pero conducía un destartalado coche de dos volúmenes, carecía de vida en otra parte y, el más sublime de todos los honores, era Amigo de unos Lugareños (los Rolen). Además, poseo la inclinación natural de hablar con nostalgia de los Viejos Tiempos, a saber, cualquier época anterior a mi nacimiento.

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