La biblioteca del cartógrafo (9 page)

Read La biblioteca del cartógrafo Online

Authors: Jon Fasman

Tags: #Historico, Intriga

No sabía con exactitud a qué tipo de miembro se refería, pero supuse que me preguntaba si era miembro.

—¿Miembro de qué?

—Esto es un club privado, no un bar. Hay que ser miembro para beber. ¿Tiene tarjeta?

—Pues no. ¿No podría hacer una excepción y ponerme una cerveza? No se lo diré a nadie.

El tipo apoyó el antebrazo sobre la barra y se inclinó hacia adelante.

—Nada de excepciones, amigo. Hay que ser miembro. Pero podría hacerse miembro solo para hoy.

—Estupendo, y ¿cómo se hace?

—Solo por invitación —replicó con una sonrisa, como si toda la conversación hubiera navegado hasta aquel punto—. Lo siento.

Un hombre flaco con chaquetón de marinero y anticuadas gafas de montura plateada habló desde el extremo de la barra más cercano a mí.

—Venga, Eddie, ponle una cerveza al chico. Ya le invito yo, por el amor de Dios. —Dicho aquello me indicó por señas un taburete vacío—. Siéntate aquí, chico. Este es el único bar en tres pueblos a la redonda, y el único decente que queda en esta parte del estado. Venga, siéntate de una vez.

Hablaba con voz ronca y acento del lugar, el clásico deje de Nueva Inglaterra algo descafeinado a aquella distancia de la costa, con los finales de palabra pastosos y las vocales muy redondeadas.

El camarero se encogió de hombros con fingida indiferencia, aunque parecía molesto por no haber tenido ocasión de echar a alguien. Nunca he entendido por qué a algunos propietarios de bares les gusta tanto negarse a servirte.

—Vale, siéntese. Está invitado, así que puede sentarse. ¿Qué cerveza quiere?

—¿Una Bud?

—No tengo.

—¿Rolling Rock?

—Tampoco.

—¿Qué tiene?

—Busch, Schlitz, Genesee, Heineken.

—Pues una Genesee.

—A lo mejor se me ha acabado. Voy a ver. —Sepultó la cabeza en la nevera colocada bajo la barra—. No…, sí, sí que tengo. ¿Lata o botella?

—Botella, por favor.

—Solo tengo latas.

—Pues una lata, y no me hace falta vaso.

Deslizó la lata por la barra hacia mí y me alargó un vaso mugriento con una cerilla usada en el fondo.

En aquel momento, un hombre de barba blanca sentado en el otro extremo de la barra miró al camarero y con el mentón le hizo un gesto seco de persona acostumbrada a ser obedecida. Parecía un animal de montaña transformado por un rato en ser humano. El camarero le sirvió un líquido transparente y viscoso de una botella sin etiqueta y no se apartó del cliente hasta que este dio su aprobación.

El tipo flaco, mi anfitrión, se volvió hacia mí, y la luz se reflejó en los cristales de sus gafas de forma que no pude distinguirle los ojos, que parecían dos monedas relucientes suspendidas delante de su rostro.

—¿El taller de Nate? —preguntó.

—¿Cómo dice?

—Que si has venido al taller de Nate.

—¿Qué? ¿Quién es Nate?

—Ya veo que no —exclamó con una carcajada—. El taller de coches de Nate. Está justo aquí detrás. Trabajan bien y no son caros. Muchas veces hay gente esperando a que les acaben el coche. Nate les dice que esperen aquí.

—Creía que había que ser miembro.

El hombre apuró la cerveza y señaló al camarero.

—Este tipo nunca renuncia a un dólar. Al principio te lo pone difícil, pero siempre acaba dejándote sentar, ¿verdad, Ed?

El camarero emitió un gruñido, chasqueó la lengua contra los dientes delanteros, la mayor parte de los cuales eran fundas de oro, y le sirvió otra cerveza (Schlitz en lata).

—Bueno, bueno —prosiguió el hombre de los ojos de moneda—, ¿qué hace un joven apuesto como tú malgastando una hermosa tarde de miércoles con un atajo de borrachos en Clougham?

Al oír aquello, un tipo gordo despatarrado en el sofá alzó el vaso.

—¡Eh, que está hablando de nosotros!

Todos los presentes rieron lo suficiente para diluir la incomodidad que suponía sentirse identificado con aquella descripción.

—Un amigo mío viene a tomar copas aquí. Me lo recomendó por si alguna vez estaba en la zona. No tengo que estar en ningún sitio hasta dentro de un par de horas, así que he decidido pasarme a echar un vistazo.

El camarero dejó de limpiar vasos y me miró.

—Pues su amigo ya podría haberle hablado de lo de ser miembro. ¿A quién conoce que venga a beber a un sitio como este?

—Es un antiguo profesor mío —mentí.

Ya me consideraban sospechoso, de modo que bien podía acentuar sus suspicacias confesando que era universitario.

—Se llama Jaan.

—Eh, yo lo conozco —terció el tipo gordo del sofá.

Cuando se volvió hacia mí, vi que llevaba una gorra que anunciaba PIENSOS Y SEMILLAS CHARLIE REED.

—Es un tipo viejo, bastante dejado, mucha barba. Sí, viene un par de veces por semana. Habla poco.

El camarero volvió a concentrarse en los vasos, bruñéndolos sin cesar y sin molestarse en mirarme una sola vez. Teniendo en cuenta el estado del vaso que me había dado, lo cierto era que hacía mucho alarde de pulcritud.

—¿Un tipo que hablaba un poco raro? ¿Gafas negras y siempre con la misma corbata de entierro? —preguntó el tipo sentado junto a mí; Piensos y Semillas asintió—. Sí, yo también lo conozco. Es muy callado. Ni siquiera sabía que era profesor. Vaya, vaya, resulta que aquí viene gente con clase.

Piensos y Semillas se echó a reír. El camarero siguió con sus vasos.

—Bueno, ¿y qué tal le va?

—Pues la verdad es que no le va. Siento decirles que ha muerto —anuncié.

El camarero apenas levantó la vista, y el hombre de la barba blanca se me quedó mirando con expresión pétrea de halcón. El flaco se giró hacia mí.

—Murió anoche. Trabajo en el periódico de Lincoln, donde vivía Jaan, y estoy buscando un poco de información básica para poder escribir su necrológica. He pasado por su despacho y por su casa, y me he enterado de que venía aquí a menudo, así que he pensado que quizá ustedes supieran algo de él que pudieran decirme. Bueno, ya saben, lo básico —repetí al tiempo que sacudía la cabeza y extendía las manos para indicar que no entrañaba amenaza alguna.

—Mierda —masculló el flaco—. Es una pena. Pero era muy callado, y no sé mucho de él. Eh, Eddie, sírvenos unas copas a la salud de Jaan, ¿quieres?

Eddie se encogió de hombros y alineó cinco vasos de chupito sobre la barra. Los llenó de la botella sin etiqueta y nos los fue alargando. Se quedó con uno para él mismo y emitió un silbido para indicar a Piensos y Semillas que se levantara a coger el suyo.

Me llevé el vaso a la nariz, pero el olor era insoportablemente penetrante. Lo aparté con un gesto brusco.

—¿Qué es esto? Huele a disolvente.

—A mí también me lo parece —rió Eddie—. Nunca lo he bebido. Jaan lo hacía en casa con frutas, raíces, azúcar, y luego lo dejaba reposar, se lo bebía y traía unas botellas aquí. Es una especie de brandy.

—¿Se hacía su propio licor y lo traía al bar? ¿Pagaba las copas?

—Pues sí, teníamos un acuerdo. Yo le compraba las botellas y luego él pagaba los chupitos, así que al final estábamos en paz.

Un acuerdo estrambótico, pero a decir verdad, aquel lugar poseía un aura estrambótica, destartalada, íntima e improvisada. Producía una sensación efímera y eterna a un tiempo. Tal vez si volvía al día siguiente, el Lobo Solitario hubiera desaparecido, pero si regresaba al cabo de treinta años, no me sorprendería encontrar a aquellas mismas personas sentadas del mismo modo y haciendo las mismas cosas. Ojeé el vaso con suspicacia. Eddie sonrió, abrió los ojos de par en par y asintió. Dos de sus dientes superiores delanteros eran de oro. Aspiré hondo, espiré y apuré el brandy de un solo trago, sintiendo que me dejaba un rastro abrasador en la boca y la garganta. Estuve a punto de caerme del taburete. Eddie lanzó una carcajada a la que se unieron los tres parroquianos. El flaco empujó su vaso hacia el camarero.

—Sin ánimo de ofender, Albie, no me lo voy a beber. Nada de alcohol fuerte hasta que se pone el sol, solo cerveza.

El camarero volvió a encogerse de hombros y devolvió el brandy a la botella.

—¿Acaba de llamar Albie al camarero? —pregunté al flaco en voz baja para que el aludido no lo oyera.

—Sí, así es como lo llamamos.

—Pero ¿no se llamaba Eddie?

—Sí, Eddie el Albanés, así es como lo llama todo el mundo. A veces Eddie, a veces Albie, y a veces, si estamos en plan más formal, el Albanés.

La voz del flaco había ido aumentando de volumen durante nuestra breve conversación, de modo que el camarero se plantó ante nosotros con la mano extendida hacia mí y una sonrisa de oro pintada en el rostro que resultaba más amenazadora que su huraña expresión anterior. Le estreché la mano.

—Eddie. Este bar es mío. Puede que tenga ganas de mencionarlo en su periódico, pero le aconsejo que no lo haga. Es un sitio tranquilo, mi bar —recalcó al tiempo que me apretaba la mano con más fuerza y su sonrisa se ensanchaba—. No queremos problemas. En mi tierra, la gente que hace demasiadas preguntas tiene un nombre: cadáveres.

Intenté retirar la mano, pero él me agarró la muñeca con la izquierda y se acercó tanto a mí que percibí todos los olores que desprendía, a ajo, sudor y jabón lavavajillas.

—Vamos a brindar por Jaan. Siento que haya muerto, pero la gente siempre se muere. Brindamos, luego se larga y no vuelve nunca más.

El flaco se había ido encogiendo en su taburete. Por fin, Eddie me devolvió la mano, que ahora tenía aspecto de piel de pollo crudo. Me la restregué hasta que recuperó el color. Sin dejar de sonreír, Eddie se volvió para colocar la botella en el estante. El flaco me rodeó los hombros con el brazo.

—A veces el Albanés se sulfura un poco. Venga, te acompaño al coche.

En mi vocabulario, «sulfurarse un poco» significa asestar un golpe a la pared cuando te haces daño en el dedo gordo del pie o gritarle al televisor cuando un delantero de los Jets la caga en el último cuarto. Significa que le echas un moco a alguien cuando no toca. Pero intentar arrancarme la mano y compararme con un cadáver me parecía bastante peor que «sulfurarse un poco». Pero de cualquier modo, no tenía intención de discutir con la única persona del bar a quien parecía importarle que yo saliera de allí con todos los huesos intactos.

—Mira, Jaan no era más que un bebedor —prosiguió el flaco mientras cruzábamos el aparcamiento—. Esto es un bar de bebedores, no un sitio para pasar el rato. Todos venimos porque nos gusta beber sin que nos toquen las narices, así que nadie cuenta de dónde viene, qué hacen sus hijos, con qué le pegaba su padre ni nada por el estilo, porque a nadie le importa una mierda. Nos sentamos, nos envenenamos un rato y nos vamos. Eddie tiene un bar tranquilo y barato, y eso es lo único que queremos.

—Así que usted y Jaan nunca llegaron a conversar…

El flaco lanzó un suspiro y escupió.

—Claro que charlábamos, en plan qué tal y eso, pero nada más. No sé absolutamente nada de él ni él de mí. Llevo viniendo desde que el bar abrió, y él también.

—¿Y cuándo abrió?

El flaco aspiró hondo como si se dispusiera a repetirme el sermón, pero me apresuré a tranquilizarlo.

—No lo publicaré, es que siento curiosidad. ¿Cuándo abrió el Lobo Solitario?

Se caló una gorra negra que llevaba en el bolsillo. Algo en él, la expresión perdida, la edad indeterminada, las facciones aquilinas, pero desdibujadas por la mala vida, hacía pensar en una figura de la Nueva Inglaterra de antaño, un tripulante libresco del Pequod, el barco del capitán Acab.

—Bueno, vamos a ver. Recuerdo que cuando empecé a venir mi hijo aún vivía en casa, pero estaba a punto de irse. Ahora está en el ejército y vive en Alemania. Lo van a ascender a capitán. Pero no lo veo desde… —Su voz se apagó, bajó la vista y al poco la levantó como un delfín saliendo a la superficie del mar—. Pues creo que abrió en el noventa y uno. Sí, a principios del noventa y uno, porque recuerdo ver a Scott Norwood fallar aquel gol en la tele de este bar, mientras Eddie y yo poníamos el suelo. Era la primera vez que veía un partido de fútbol. Sí, principios del noventa y uno.

Dicho aquello, asintió con la cabeza, golpeó el techo de mi coche, me saludó con la mano y volvió al bar. Eddie le abrió la puerta y le dio una palmada en la espalda con ademán entre afectuoso y amenazador. A mí me dedicó otra de sus sonrisas de calavera, levantó el pulgar y acto seguido se lo deslizó por el cuello.

Contra toda sensatez, y seguramente también contra toda ley, reanudé el trayecto hacia Lincoln sin esperar a que se me pasara el efecto del brandy y la cerveza. Había algo en Clougham que me inquietaba, como si el pueblo no me quisiera allí y hubiera animado a sus habitantes a asegurarse de que me marchaba enseguida. Todos salvo el flaco, cuyo nombre desconocía y a quien tal vez debía mi integridad física.

Al llegar al despacho encontré a Austell y Art en la misma posición, uno mirando por la ventana, el otro sentado a su mesa con la puerta entornada y los auriculares puestos. Solo había cambiado la luz; el fulgor dorado de la tarde confería a Austell un aspecto más joven y lograba que Art, con la barba bañada en oro puro, pareciera un icono bizantino encarnado.

Cerré la puerta, saludé a Austell y avancé resuelto hacia el despacho de Art para evitar que el columnista me acorralara. Pese a mi agilidad me siguió y se apostó junto a la puerta del jefe.

—Bueno, muchacho, ¿qué me cuentas? —inquirió Art tras apagar la música.

—Nada, estoy igual que antes. Nadie sabe dónde ni cuándo nació, aunque sí que su apellido procede de Estonia. Uno de sus compañeros de la universidad cree que era un nombre falso, pero no sabe el verdadero.

—¿Hablaba estonio?

—Sí.

Art exhaló una bocanada de humo hacia un rayo de sol, donde se detuvo un instante como si reflexionara antes de disolverse.

—Estonia, ¿eh? Tallinn. Estuve allí en el ochenta y nueve y otra vez en el noventa y tres. Es una de esas pequeñas ciudades europeas profesionalmente monas, con vendedores de postales en cada esquina y el minúsculo centro histórico adoquinado atestado de restaurantes y tiendas de recuerdos. Profesionalmente mono, sí, señor —repitió con un estremecimiento teatral—. Lo siento. Así que te has pasado el día en Wickenden y no sabes nada más que esta mañana.

—Bueno, no exactamente. Los dos profesores con los que he hablado me han dicho que iba de copas a un bar de Clougham, el Lobo Solitario —hice una pausa por si Art conocía el bar, pero enarcó las cejas y denegó con la cabeza— así que he pasado por allí para ver si el camarero o alguno de sus compañeros de copas sabía algo sobre él.

Other books

The Old Willis Place by Mary Downing Hahn
Family Storms by V.C. Andrews
Sister of the Bride by Henrietta Reid
Shattered (Dividing Line #5) by Heather Atkinson
Trial by Fury (9780061754715) by Jance, Judith A.
Blurred Lines by Tamsyn Bester
Confessions Of An Old Lady by Christina Morgan
Tactics of Conquest by Barry N. Malzberg