La biblioteca del cartógrafo (13 page)

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Authors: Jon Fasman

Tags: #Historico, Intriga

Fecha de fabricación: Año mil de nuestra era.

Fabricante:
Hamid Shorbat ibn Ali ibn Salim Ferahid
. Ferahid era músico y astrónomo en la corte de Bujara. Asimismo era preceptor de
Abu Ali ibn'Sina
(Avicena) y poseía una extensa biblioteca en Bujara. Dedicó su vida a la composición de una sola obra, inacabada y jamás encontrada. Su ilustre discípulo contaba que Ferahid «ha ampliado el conocimiento humano de Dios en mayor medida que ningún otro hombre en la historia, pero no busca la fama por sus esfuerzos, ya que la idea de que sus descubrimientos se utilicen con fines oscuros y contrarios a la sabiduría divina lo atormenta sobremanera, hasta el punto de que temo por su salud y su cordura. En ningún caso abandonará su hogar, pues he presenciado las maravillas de que habla y podría dar fe al mundo de su grandeza».

A la muerte de Ferahid, Avicena contó que su maestro «fue al seno de Dios anoche en las circunstancias más grotescas y espeluznantes. Todo su valioso trabajo ha desaparecido sin dejar rastro, y temo que la historia lo conozca como un mero artesano».

Lugar de origen: Si bien Ferahid sirvió en la corte samaní de Bujara, vivió y trabajo en Jojand, donde con toda probabilidad fabricó esta flauta.

Último propietario conocido: Porat Badhmadullaev, residente en la localidad de Bilanjan, situada en la frontera entre Uzbekistán y Tayikistán, en la boca del valle de Ferghana y al otro lado del río de Leninabad (la pasada y futura Jojand). Porat era el nonagesimonoveno descendiente varón de Ferahid y completó la labor iniciada por los nietos de Ferahid, encontrar y obtener los neys de sus antepasados.

Durante los años del declive de la dinastía samaní, a principios del siglo XII, las flautas fueron enviadas como tributo a Bagdad, donde
Al-Idrisi
las ganó al califa en un juego de destreza. El geógrafo se las llevó a su nuevo destino como geógrafo de la corte del rey siciliano Rogelio II, pero cuando desapareció mientras realizaba un mapa de Europa en 1154, la existencia de las flautas se convirtió en un rumor. Un antepasado de Porat que vivió en el siglo XIV afirmó haberlas visto en Venecia. Dos siglos más tarde, otro antepasado fue ahorcado en Trivandrum por intentar robar una flauta de oro a un rico terrateniente.

Porat jamás reveló cómo había obtenido las flautas. Yuri Kulin, un joven y prometedor lingüista especializado en las lenguas de Asia Central, fue enviado a Bilanjan, supuestamente para documentar la historia de Porat con el fin de incluirla en un museo de historia tayika que llevaba largo tiempo proyectado pero que no llegó a construirse. Por aquel entonces, al igual que la mayor parte del valle de Ferghana, Bilanjan se tornaba cada vez más intranquilo, atrapado en las garras del fervor musulmán de finales del siglo XX. Según el informe del ejército soviético, por supuesto de corte oficial, los hermanos de Porat dispararon a Yuri Kulin, mutilaron el cadáver y lo hicieron rodar colina abajo hasta la orilla del Sir Dariá. Fue a parar a los pies del escolta militar de Kulin, el cabo Alexei Kravchuk, quien dio parte de la muerte (del cadáver sin orejas, manos ni cabeza) y afirmó haber oído a los hermanos de Porat disparar sus rifles al aire con aspecto triunfante en el pueblo. Al cabo de tres horas, Bilanjan quedó reducido a escombros por un bombardeo. Al final de aquel mismo día, Akbarjan Badhmadullaev, encerrado en la cárcel de Lefortovo como sospechoso de terrorismo, «se suicidó golpeándose repetidamente contra los barrotes de su celda». Tres días más tarde, el cabo Kravchuk desapareció sin que se hayan vuelto a tener noticias de él.

Valor aproximado: El oro por sí solo valdría decenas de miles de dólares. Si a ello añadimos la antigüedad y la pintoresca historia del instrumento, sin duda la cifra se situaría en varios millones.

¿Qué pagaría usted por la lámpara de Aladino?

SU PADRE ES EL SOL, SU MADRE LA LUNA.

A la mañana siguiente, desde la ventana de la redacción, el lago Massapaug relucía quieto y profundo como un ópalo al sol de finales de otoño. Ningún bañista, embarcación ni pescador perturbaba la superficie. En la oficina los teléfonos callaban, y también Art y yo guardábamos silencio. Eran poco más de las nueve, de modo que Austell aún no había llegado, y Nancy seguía de vacaciones. Una leve brisa acariciaba la superficie del lago y empujaba las ramas casi desnudas de los árboles contra el tejado de la redacción. Estábamos sentados en el despacho de Art, él con un cigarrillo y un café, yo con el periódico. La mañana aún no se había convertido en un día de pleno derecho.

Había pasado la noche anterior mirando uno de esos atroces partidos de entre semana en un canal gratuito de deportes. En aquella época del año, casi todos los seguidores de los Jets contraen una acidez de estómago aguda que en realidad no acaba de abandonarlos nunca. Mi hermano Victor describe su estrategia como «cagarla y luego agarrarse a la liga como sea». Después de perder cuatro partidos en septiembre y octubre que deberían ganar, ganan tres partidos en noviembre y diciembre que deberían haber perdido, se cuelan en la fase final a duras penas y quedan eliminados en la primera ronda. Nunca falla.

El año anterior había ido a casa para verlos perder la final de consolación contra el Oakland con Vic, su mujer, Anna, y Chris, mi sobrino. Era el peor momento de mi ruptura con Mia, de modo que acabé bebiendo demasiado, dejándola verde delante de Vic y Anna y desmayándome en el sofá antes del inicio del partido. Anna era una de esas madres histéricas que ya está preparando la solicitud de Chris para Harvard; tener un cuñado descarriado que se pasaba la velada mascullando palabrotas y estaba a punto de abrirle la cabeza a su hijo al caer desplomado sobre el sofá no es precisamente lo que más le gusta del mundo. En fin… Este año esperaba recibir una invitación de Art para ver las finales; por regla general, él y su estable familia eran mucho más fáciles de soportar que mis parientes nerviosos y entrópicos. Pero a decir verdad, me conformaba con una invitación a ver los partidos desde mi propio sofá.

Unos pasos rápidos y decididos en la escalera de madera que conducía hasta la puerta de la oficina nos sacaron de nuestro ensimismamiento. Ambos nos quedamos mirando la puerta cuando se abrió de golpe.

—Mira, te preparo el almuerzo para que te lo comas. No puedes seguir subsistiendo a base de tabaco y cafeína a tu edad y con el corazón que tienes.

Donna Rolen avanzó teatralmente hacia el escritorio de su marido y le alargó un túper que contenía un bocadillo y una manzana. Art hizo una mueca también muy teatral, retiró la tapa y husmeó el interior.

Donna se volvió hacia mí con un resoplido.

—Hola, cariño. ¿Te hace trabajar demasiado? ¿Eso es un bocadillo de jamón? ¿Ya te estás comiendo el almuerzo?

Me avergüenza confesar que me estaba comiendo un bocadillo de jamón a las nueve de la mañana.

—No, sí y no. El bocadillo de jamón es mi desayuno, ten en cuenta que mi madre es holandesa. Pero hoy no me he traído almuerzo; tengo que cuidar este figurín.

Donna se echó a reír con mucho más entusiasmo del que merecía un chiste tan malo.

—¡Te vas a quedar en los huesos! ¿Cómo vas a pensar si no comes? ¡Así no podrás concentrarte! —Arrebató el túper a su esposo y me lo puso delante—. No se lo comerá. Solo lo coge para que me calle. Cómetelo tú, es de pavo. ¿Te gusta el pavo? —Asentí—. ¡Estupendo! No permitas que se pase contigo —añadió, señalando con el dedo a Art, que con Cara de Marido Compungido se hundía cada vez más en la silla—. Y si empieza a fastidiarte, ya sabes lo que tienes que hacer, ¿verdad?

—¿Fastidiarle yo también? ¿Usar mi anillo antifastidio?

Donna me miró como si acabara de salirme una segunda cabeza y por un instante temí haber herido su puritana sensibilidad de Nueva Inglaterra, pero al cabo de un instante se echó a reír con más fuerza que antes.

—¡Tienes que SALIR DE AQUÍ! Conocer a gente joven, meterte en líos. De verdad, a Art le encanta tenerte aquí, ¿verdad? —ni siquiera se volvió hacia su marido en busca de confirmación, pero aun así percibí el leve asentimiento de mi jefe—, pero a tu edad deberías pasarte toda la noche sin dormir. Art y yo sobreviviremos sin ti.

Estaba convencido de ello. De hecho, Art y Donna podían sobrevivir prácticamente sin nada. Habían vivido en más países de los que la mayoría de la gente había visitado, y su eterno pique de mujer chinchona y marido agobiado no era más que eso, un pique que ocultaba un amor profundo y a toda prueba. Mis padres llevaban diez años sin estar juntos en la misma habitación, mientras que Donna y Art apenas habían pasado una sola noche separados en cuatro décadas. La familia de Donna llevaba casi doscientos años en Lincoln, y si bien se pasaba la vida bromeando acerca del puritanismo autosuficiente y la estoica frialdad de los naturales de Nueva Inglaterra, lo cierto era que al trasladarme al pueblo, la mujer de mi jefe me había preparado la cena todas las noches durante un mes y nunca me permitía irme con las manos vacías, aunque eso significara dejar a su marido sin almuerzo.

—¿Se lo has dicho? —preguntó en aquel momento a Art, que negó con la cabeza.

—¿Tengo motivos para preocuparme? —tercié.

—Sí, muchacho, estás despedido. Mi único reportero como Dios manda —puso los ojos en blanco y se dirigió a Donna— y se cree que voy a echarlo y permitir que Austell rebautice el periódico como Carrier y Sedal. No, no hay motivos para preocuparse. Anoche Donna y yo estábamos hablando de tu necrológica y…

—No conocía a ese tipo —lo atajó Donna—, y eso que creo conocer a casi todo el mundo en el pueblo. Bueno, a todos menos los que vienen de fin de semana —puntualizó como si hablara de cucarachas—. Pero creo que he oído hablar de él.

—¿Ah, sí? ¿Quién te ha hablado de él? —pregunté, alargando la mano hacia mi cuaderno.

—Nuestra nueva profesora de música.

Donna era la bibliotecaria de la academia Talcott, la escuela privada de Lincoln.

—Tiene alquilada la planta baja de la casa de Mary DeSouza, en Orchard Street. ¿Aquel hombre vivía en Orchard?

Consulté mis notas y asentí.

—Pues tiene que ser él. Siempre habla del viejo extraño que vive al lado, de que no tiene amigos y es de un país extranjero y sabe un montón de cosas fascinantes y qué triste y tal y cual. Le prepara la comida y juega a las damas con él. Bueno, le preparaba la comida y jugaba a las damas con él, quería decir.

—¿Cómo se llama?

—Hannah Rowe. Ha empezado este año, y todos los pequeños están enamorados de ella.

—¿Es guapa? —pregunté, procurando aparentar indiferencia, aunque supongo que mi falta de práctica amorosa me hizo sonar más ansioso de lo que pretendía.

—Vaya, vaya —exclamó Donna con una amplia sonrisa—. Es humano a fin de cuentas. —Lanzó una carcajada que me hizo sonrojar—. Hannah está muy bien. Demasiado alta para mi gusto, pero qué se le va a hacer. —Se detuvo un instante y contuvo el aliento antes de continuar en voz más baja—: No es precisamente muy popular entre el personal, aunque yo nunca he tenido problemas con ella.

—¿Por qué? ¿A la gente le cae mal?

—Bueno, no, bueno… quizá no debería decir nada. Las chicas guapas suelen poner un poco nerviosos a los carcamales.

Asentí con cara de póquer. Nunca había oído a Donna criticar a nadie que conociera, y el asunto parecía incomodarla un tanto.

—¿Y a ti te cae bien?

—Bueno, sí, claro, pero es que en realidad apenas la conozco. Es muy agradable y muy concienzuda en su trabajo… —Se interrumpió y tragó saliva—. No sé si la invitaría a cenar a casa, pero es cordial.

—De acuerdo. ¿Crees que accedería a hablar conmigo?

—Supongo que sí. Eso espero. Con tu encanto estoy segura de que no tendrás ningún problema —afirmó mientras me daba una palmadita en la rodilla.

—Yo no estoy tan convencido, pero gracias de todos modos. No tendrás su número de teléfono por casualidad…

—¿Su número de teléfono? Vaya, vaya, vas directo al grano, ¿eh? —se burló con un guiño—. No, no lo tengo, pero seguro que lo puedes conseguir en información. O mejor aún, llámala a la escuela; seguro que está allí. Por cierto, yo también tendría que ir para allá; le he dicho a Joanie que solo salía cinco minutos.

Miró el reloj y miró por la ventana. Como casi todos los lugareños, siempre dejaba el coche en marcha cuando iba a hacer un recado corto, un hábito que no dejaba de sorprenderme.

—Bueno —resopló, volviéndose hacia Art—. Comerás algo, ¿verdad? Paul se comerá el almuerzo que te he traído, y tu puedes ir a casa y coger algo de la nevera.

—¿Y por qué no me dices de paso qué debo comer? Ah, y no olvides recordarme que no me quede delante de la nevera con la puerta abierta —replicó Art al tiempo que apoyaba la mejilla en la mano con expresión de colegial aburrido.

Donna agitó el puño y lo besó en la frente.

—Suerte que lo quiero, porque si no tendría que matarlo. No trabajéis demasiado, chicos —advirtió con un saludo entre coqueto y burlón antes de cerrar la puerta y bajar la escalera.

En cuanto se fue, dejé el almuerzo delante de Art, pero él lo deslizó hacia mí.

—Cómetelo tú, de verdad. Ya iré a casa a buscar algo.

Me encogí de hombros, cogí el túper e intenté recordar la última vez que mi padre me había dado un bocadillo casero. La respuesta era nunca. Mi padre y yo no nos llevábamos demasiado bien. Suponía que Vic, licenciado en derecho, padre de familia, propietario de su propia casa, jugador de golf y maestro de la jovialidad, mantenía el contacto y se esforzaba lo suficiente por los dos.

Mi padre adoptaba cierto tono derrotado cada vez que me preguntaba cómo me iban las cosas. El año anterior, por Acción de Gracias, me había dicho que «muchas personas de éxito han empezado haciendo lo mismo que tú». Fue entonces cuando le dije a Anna que en aquella cena iban a caer tres botellas. Cuando mi padre añadió cuánto sentía que la hubiera «cagado con aquella chica oriental tan lista», incrementé el cálculo a seis botellas. En los últimos tiempos había cambiado de táctica, pasando de la beligerancia a los suspiros de mártir cada vez que le aseguraba que me gustaba mi trabajo. Llevaba tiempo escaqueándome de la llamada telefónica que le debía porque estaba convencido de que insistiría en que fuera a Indianápolis para pasar las Navidades con él, su nueva esposa histérica y rubia de bote y mis hermanastros modelo encefalograma plano. Habría preferido beberme un vaso de lejía, pero en tal caso tendría que asegurarme de comprar la marca de lejía apropiada, ya que de lo contrario mortificaría a papá.

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