La biblioteca del cartógrafo (35 page)

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Authors: Jon Fasman

Tags: #Historico, Intriga

—Mierda, es la camioneta de un cazador. Larguémonos de aquí —masculló el tipo con lengua pastosa mientras se acomodaba a duras penas en el asiento del acompañante del coche de su amigo.

—Hogar dulce hogar —canturreé.

—Esos tipos parecen un poco demasiado mayores para llevar esas chaquetas, ¿no crees?

—O eso o todavía van a la escuela.

Sostuve la puerta para que Hannah pasara. Al subir la escalera advertí que una línea de luz barría el rellano justo debajo de mi planta. La luz procedía de mi puerta, que estaba entreabierta. El corazón me dio un vuelco, y empecé a sudar.

—Mierda —murmuré.

—¿Qué?

—Déjame subir a mí primero —farfullé con voz temblorosa.

No conseguí convencerme a mí mismo de mi valentía y mucho menos a Hannah, que me miró con los ojos abiertos de par en par y sin decir nada.

—A veces olvido apagar las luces, pero nunca me olvido de cerrar la puerta. ¿Te importa esperar aquí?

Hannah asintió y se situó de forma que pudiera ver la puerta.

La abrí con sigilo.

—¿Hola? ¿Hola? —llamé mientras entraba.

Por toda respuesta, una voz profunda empezó a cantar en la cocina. La canción me resultaba familiar, una melodía en latín de aire eclesiástico que no me tranquilizó en absoluto.

Cogí el único objeto remotamente parecido a un arma que había en mi casa, un bate azul en miniatura, de esos que te regalan en las promociones cuando vas a ver un partido y que llevaba las firmas de los jugadores de los Mets de 1985. Con la esperanza de no manchar de sangre a Hubie Brooks, avancé hacia la cocina, aferrando el bate en la mano sudorosa.

Allí, de pie sobre una de mis destartaladas sillas de cocina y cantando en latín, estaba Sal Gomes, la cabeza convertida en una bola disco por efecto de la bombilla. Joe Jadid estaba sentado en la silla contigua, temblando de risa. Sobre la mesa se veían dos botellas abiertas de Heineken.

—Pero ¿cómo…? —balbucí.

Jadid dio una palmada en la pantorrilla a Gomes, señaló el bate y lanzó una carcajada tan estruendosa y violenta que la cabeza le cayó hacia atrás. Se precipitó al suelo, rompiendo la silla con un fuerte chasquido mientras se derramaba cerveza sobre la camisa arrugada y manchada de mostaza. Gomes dejó de cantar y ayudó a su compañero a incorporarse.

—Ha sido idea suya, tío —explicó, pugnando por levantar a Jadid, que seguía retorciéndose de risa—. Te pagaremos la silla.

—Joder, Paulie, realmente matarías del susto a cualquier ladrón enano, miope y muerto de hambre con esa cosa. Pásamelo —jadeó Jadid mientras se poma a gatas como si escalara una cuesta escarpada; en su mano, el bate parecía más bien un rotulador— Este equipo de los Mets era la hostia. Mookie Wilson, Bob Ojeda, Ray Knight, joder… —Salió de su ensimismamiento beisbolístico, dejó caer el bate al suelo y me miró—. Por cierto, ¿recuerdas lo que te dije antes sobre tu cerradura?

—Sí.

—Pues estaba equivocado. Es una puta mierda. La he forzado en unos diez segundos.

—Debes tener en cuenta —intervino Gomes al tiempo que limpiaba la cerveza derramada sobre la mesa con mi raída esponja de cocina— que aquí el Gordo es un as de las cerraduras. Claro que con esos dedos modelo plátano que tiene nunca lo imaginarías, pero es cierto.

Jadid se miró los dedos con un encogimiento de hombros.

—Ni siquiera he tenido que romperla, así que todavía funciona. Pero más vale que inviertas en una mejor y que lo hagas ya.

—¿Cómo habéis conseguido mi dirección?

—Nos la han dado tus queridos agentes de la ley y el orden, Mutt y Jeff —repuso Gomes, arrojando la esponja al fregadero con expresión desdeñosa.

—Bert y Allen.

—Pues eso. El de los bigotes de león marino es un encanto. Los polis de pueblo son una raza aparte. Cuando era pequeño, en Cork Hill también teníamos tipos así. A ese no le hacen demasiada gracia los polis de ciudad.

—No le hace gracia nadie. Y qué, ¿os ha dado mi dirección sin más?

—Bueno, hemos improvisado un poco —reconoció Gomes.

Miró de soslayo a Joe, que se secaba la cerveza de la camisa con la corbata mientras mi otra silla crujía peligrosamente cada vez que desplazaba su peso sobre ella. Al cabo de unos segundos, Joe reparó en que nadie hablaba y alzó la vista.

—Sí, nos ha dado tu dirección enseguida —aseguró con una sonrisa traviesa—. Lo único que hemos hecho ha sido contarle lo de la queja que tienes pendiente en Wickenden. A punto ha estado de acompañarnos hasta aquí.

—¿Qué? ¿Qué queja? ¿Qué he hecho?

—Exhibicionismo ante una menor —replicó Joe antes de sufrir otro ataque de risa.

—¿Qué? ¿Qué? Pero si yo nunca… No es verdad. Dime que es una broma, que no le has dado a Olafsson más motivos para detestarme de los que ya tiene.

Esta vez, Gomes no pudo contener la risa, que brotó de su nariz en forma de bufido antes de extenderse hacia su garganta en una cascada de tonos descendentes.

—Claro que no, aunque Joey quería hacerlo. Solo le hemos dicho que queríamos hablar contigo en relación a una investigación abierta en Wickenden. El tipo parecía dispuesto a preparar la caballería, derribar tu puerta y arrastrarte hasta la comisaría para interrogarte. Mira, si quieres, le enviaremos una carta para decirle que hemos hablado contigo y que…

De pronto se irguió, dejó de reír y esbozó una sonrisa despierta y afable al tiempo que arqueaba las cejas con expresión inquisitiva. Joe se levantó y se enjugó las manos húmedas de cerveza en el trasero de los pantalones.

—¿Va todo bien? —preguntó Hannah a mi espalda.

Giré en redondo. Hannah tenía los ojos abiertos como platos, los labios apretados y algo curvados hacia arriba en un rictus de perplejidad. Realmente poseía un rostro maravilloso, un espacio límpido de pómulos altos, cambios vertiginosos de expresión y serenidad casi etérea.

—Lo siento mucho, Paul, no sabía que tenías compañía —se disculpó Gomes.

—Desde luego, mira que tener a una mujer hermosa esperando en el rellano y entrar aquí para cargarte los muebles de la cocina —se mofó Jadid.

—Todo va bien —aseguré a Hannah—. Estos son dos amigos míos expertos en forzar cerraduras, Joe Jadid y Sal Gomes. Os presento a Hannah Rowe.

—Encantado de conocerla, señorita Rowe. Por cierto, debe saber que es el Gordo quien ha roto la silla, no Paul —explicó Gomes.

—Valeee —murmuró Hannah, vacilante antes de volverse hacia mí y preguntarme con intención—: ¿Dónde quieres que deje la compra, Paul? ¿Quieres que salga a comprar algo más si vamos a ser cuatro para cenar?

La pregunta surtió el efecto esperado, pues Gomes se levantó al instante.

—Gracias, pero tenemos que irnos. Ha sido una grosería por nuestra parte irrumpir así en casa de Paul.

Besó la mano de Hannah, quien le correspondió con una reverencia burlona.

Joe se conformó con estrecharle torpemente la mano, que desapareció por completo en su enorme zarpa.

—Era el «Libera me domine» del Réquiem de Fauré, ¿verdad? —preguntó Hannah.

—En efecto —repuso Gomes antes de volverse e inclinarse ante ella—. Una de las ventajas duraderas de recibir una educación católica.

—Me encanta esa pieza.

—«Libérame, Señor, de la muerte eterna.» A mí también.

Gomes nos saludó agitando la mano, y Jadid me propinó una palmada en el hombro al tiempo que me pedía que los acompañara al coche. Dije a Hannah que cerrara con llave. Ella accedió, pero en su rostro se pintó una expresión suspicaz.

—Así que habéis decidido no volver a Wickenden después de meter las narices fuera de vuestra jurisdicción y en cambio ir a casa de un periodista, forzar su cerradura y seguramente tirar por la borda cualquier posibilidad de que pasara una velada agradable con una mujer hermosa —comenté.

—Realmente es preciosa —convino Gomes—. Te lo has montado bien. Pero ¿eso de liarse con una fuente no quebranta la ética periodística o algo así?

—Eso —terció Joe—. El otro día el sargento de guardia me dio un panfleto sobre eso. Nada de relaciones sexuales con las novias de los sospechosos. A partir de ahora, solo mamadas.

—Joder, ¿lo estás oyendo? —exclamó Gomes, coreando mi risita—. Yo soy padre de familia, y tú seguramente demasiado joven para escuchar semejantes groserías.

Jadid me rodeó los hombros con su enorme brazo y se inclinó hacia mí.

—Paulie, ¿tu chica te…?

—Deja en paz al chico —lo atajó Gomes.

No sé si la oscuridad le permitió ver que me ruborizaba. La expresión de Jadid bailaba entre la vergüenza y la malicia. No pude contener una sonrisa.

—Hemos ido a ver el bar de tu muerto, por eso estamos aquí. Pensamos que ya que estábamos de excursión, bien podíamos ir a echar un vistazo.

—Es un sitio muy raro —comentó Jadid—. Todos los pueblos tienen uno o dos bares de esos, pero nunca había visto uno tan cutre como ese. Es que lo tiene todo; el suelo de linóleo cascado, los sofás de trapero, el televisor en blanco y negro que se ve fatal detrás de la barra… Un auténtico antro de desgraciados.

Llegamos a su coche, un Crown Victoria azul camuflado que pese a ello cantaba como una almeja.

—Sí, y el tal Eddie el Albanés es un encanto —prosiguió Jadid—. Pero una cosa: no creo que sea albanés.

—¿Ah, no? ¿Cómo lo sabes?

—Bueno, tío Abe habla no sé cuántos idiomas, diez o doce creo, aparte de chapurrear otros diez. Cuestión, que cuando mis primos y nosotros éramos pequeños, nos enseñó dos frases en cada idioma europeo. Bueno, no en todos, claro, pero lo que decía era «Todas las lenguas merecen la pena, incluso el albanés» Esa era su frase, «incluso el albanés».

—¿Qué dos frases?

—«Este país es hermoso» e «Invita él».

—¿Y?

—Pues que se me han quedado grabadas y las uso de vez en cuando para romper el hielo, así que lo primero que le he dicho a Eddie el Albanés es «Este país es hermoso» en albanés. No tenía ni puta idea de lo que le estaba diciendo.

—Puede que fuera por el acento —observé.

—Claro, todo es culpa mía —exclamó Joe antes de emitir un sonoro eructo—. He supuesto que quizá lo estaba diciendo mal, pero lo he intentado cuatro o cinco veces, hasta que por fin me ha dicho que pidiera una copa o me largara. Así que hemos pedido cervezas y chupitos, y luego le he preguntado si se llamaba Eddie. Se sorprendió y preguntó que cómo lo sabíamos. Le dije que éramos amigos de Jaan Pühapäev, y se puso muy nervioso, diciendo que Jaan siempre había sido un bocazas, que ahora está muerto y lo lamenta, pero que por qué todo el mundo quería hablar de Jaan y que de todas formas no importaba y bla, bla, bla.

—¿Y entonces?

—Entonces Gomes y yo hemos sacado las placas, pero solo un momento, para que no viera que éramos de Wickenden, y se ha puesto como las cabras, diciendo que él paga a la poli cada mes. ¿Te lo puedes creer? Luego me llama cerdo americano codicioso y dice que va a llamar al jefe. Le digo que adelante, que está en su derecho. Luego empieza a dar golpes a la barra y nos grita una y otra vez que nos larguemos. Así que nos acabamos las cervezas, él nos quita los vasos y los mete en el fregadero. Cuando nos da la espalda, yo voy y me guardo uno de los vasos de chupito en el bolsillo. Y ahí sigue… Menos mal que no lo he roto al caerme —dijo al tiempo que introducía el dedo medio en el bolsillo de la pechera, produciendo un tintineo—. Así que ahora volvemos a la comisaría, y Sally comparará las huellas con todas las personas que podamos, a ver si sale algo. No es muy probable, pero nunca se sabe.

—¿De dónde creéis que es? —inquirí— ¿Y por qué iba a decirle a todo el mundo que es albanés? ¿Y a quién vais a enviar las huellas?

—No para de preguntar el capullo, ¿eh? —espetó Jadid a Gomes—. Mira, no sé de dónde es. No he conseguido situar el acento, y eso que por lo general se me dan bien. ¿Que por qué le dice a la gente que es albanés? Pues tampoco lo sé, pero parece una buena tapadera si no quiere que la gente sepa de dónde es en realidad. Al fin y al cabo, ¿con cuántos inmigrantes albaneses va a tropezarse por aquí? ¿Quién coño sabe qué acento tienen los albaneses? ¿Cuánta gente es capaz siquiera de encontrar Albania en el mapa? ¿Podrías tú?

—Seguramente no —admití, avergonzado—. ¿Y tú?

—Claro que sí, joder —exclamó, orgulloso.

—Joey el Gordo es un fanático de los mapas —explicó Gomes—. Nunca había conocido a nadie que se sentara a leer mapas. Mapas de carreteras, planos de ciudad, mapas del mundo… De todo. Además tiene una memoria de elefante. Ya sé que es un poquitín dejado y que se viste como un indigente, pero tiene la cabeza muy bien amueblada.

—Me encanta este traje —protestó Joe.

Gomes bajó la mirada, sonrió y sacudió la cabeza.

—En fin, respecto a tu última pregunta —dijo Jadid—. ¿Quién verificará las huellas? Pues con la policía estatal y la local no hay problema. Sally seguramente podrá recurrir también al FBI, incluso a la Interpol. Se llenan la boca con que su base de datos vincula a cientos de países y tal, pero sus archivos suelen ser una mierda. Un burócrata perezoso de Lisboa es igual que un burócrata perezoso de Wickenden. En fin, veremos si sale algo. Sería más fácil si supiéramos de dónde es… joder, si supiéramos su apellido, pero en cualquier caso, lo intentaremos.

—¿Sabéis una cosa? —dijo Gomes, soplándose las yemas de los dedos para entrar en calor—. Quizá convendría verificar las huellas de Pühapäev en las mismas bases. Cuanto más indagamos más raro parece. Tenemos sus huellas, así que no cuesta nada.

—Buena idea —convino Joe—. También podríamos enviar su nombre y sus huellas a Estonia, a ver si tienen algo sobre él. No tendremos en el cuerpo a nadie que hable estonio, ¿verdad?

—No creo —repuso Gomes—. Pero ¿qué me dices de ese tío joven que siempre parece asustado? Trabaja en crimen organizado. ¿Sabes a quién me refiero?

—Creo que sí. Un tipo muy flaco que parece comprarse la ropa en las mismas tiendas que tú, ¿no?

—Si con eso quieres decir que se preocupa por su imagen —dijo Gomes, mirando a Joe por encima del borde de las gafas—, entonces sí, creo que nos referimos a la misma persona. ¿De dónde es?

—De Priyenko. Se ocupa de las mafias rusas. Siempre he creído que era ruso, pero no sé. Sí, quizá pueda echarnos un cable con Estonia; probablemente aún hay gente allí que habla ruso. Pero la verdad es que nunca he hablado con él. Lo mejor sería que lo abordaras tú, Sally. Podríais comparar corbatas, aftershaves y esas cosas.

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