Tras pasar la aduana, recogimos nuestro escaso equipaje y subimos a un taxi con rumbo a la «casa de huéspedes» en la que Riley, según afirmó orgulloso, nos había reservado habitación. Entre bocados de una porquería maloliente que comía directamente de una bolsa metalizada con dedos grasientos, el taxista insistió en charlar con nosotros durante todo el trayecto. Después de soportar la cola en la parada de taxis y unas auténticas Naciones Unidas de tipos sucios e indeseables al volante de aquellas espeluznantes bestias amarillas, lo único que quería era cerrar los ojos para que el viaje acabara lo antes posible. Pero no cayó esa breva, no. El conductor tenía que contarle a Riley (quien a su vez no dejaba de hacerle preguntas) todos los detalles sobre su puñetera familia, todos sus hijos y su pueblo natal en Wogistán o como se llamara el agujero del que había salido, hasta que por fin propine a Riley un codazo en las costillas para hacerlo callar.
Había esperado una habitación cómoda con una buena cama, lavabo y tal vez incluso una botella de agua caliente, un nidito donde poder tumbarme en paz, pero al poco entramos en un repugnante restaurante con el rótulo de neón más estridente que había visto en mi vida; no recuerdo qué decía ni sé cómo alguien podía leer unas palabras que no cesaban de parpadear. El restaurante en sí… bueno, el suelo salpicado de cáscaras de cacahuete y almendras, hedor de ajo, un montón de judíos gordos y con dientes de oro parloteando a toda velocidad como siempre hacen. Todos los hombres llevaban esos ridículos casquetes, y las mujeres tenían los labios gruesos y llevaban collares enormes, por supuesto. Ya puede imaginarse el resto. Si bien el propietario apenas hablaba inglés se presentó como «Sam» sin el menor empacho. Riley, mostrando para variar cierta firmeza en lugar de inclinarse y lamerle los zapatos a todo extranjero que se le pusiera por delante, le preguntó si Sam era su verdadero nombre, y el hombre confesó que no, que su nombre era el típico galimatías impronunciable y que por eso se lo había cambiado, como hacen todos. Por supuesto, da igual, porque a los judíos se los reconoce en cualquier parte (tiene que ver con la forma de la frente, la curva de la nariz y las orejas de soplillo), y en Nueva York abundan como los mosquitos.
Las habitaciones eran poco mejores que celdas. Tan solo una cama demasiado ancha y demasiado corta, y un escritorio en cada habitación. Nada de lavabo, por no hablar de ducha ni de retrete privado. De la planta inferior nos llegaban los ecos de una música estridente y vulgar, que nuestro anfitrión se habría apresurado a apagar de no ser porque Riley insistió en que «no modificara sus costumbres por nosotros». Cuando el valeroso Sam se despidió por fin de nosotros, se limitó a darnos las llaves y retirarse sin siquiera recordarnos la forma de pago (lo cual me extrañó, francamente, teniendo en cuenta la estrella de David que llevaba colgada del cuello fláccido y salpicado de manchas de vejez), ni mencionar a qué hora debíamos regresar por la noche ni cuándo se servía el desayuno ni a quién debíamos llamar si queríamos agua caliente. Parecía conformarse con dejar que nos las apañáramos solos, como si ya fuéramos miembros o amigos íntimos de la familia. (¿Se lo imagina?) Por supuesto, quería que Riley se quejara o al menos se cerciorara de que comprendíamos las normas de la casa en que nos alojábamos, pero por toda respuesta esbozó una sonrisa pomposa, respiró hondo y me dijo que estaba convencido de que no tendríamos ningún problema, ya que no teníamos intención de salir aquella noche. Pero no era esa la cuestión, ¿no le parece? Hay que mantener cierta compostura… salvo en Queens, por lo visto.
A primera hora de la mañana siguiente fuimos a la tienda, lo cual me alegró en su momento, porque significaba que tal vez aquella misma noche abandonaríamos Estados Unidos. Según me explicó Riley, «Sam» era primo del «propietario» de las Mediko, y se había carteado durante meses con el dueño antes de obtener la seguridad de que las monedas se hallaban donde él creía y antes de convenir en un precio. Eso solo demuestra que siempre hay un tendero o comerciante entre ellos, y que siempre hay que negociar el precio. No pueden limitarse a darte una respuesta directa, honesta y firme. Pero supongo que Riley, que en el fondo no es más que un comerciante de alfombras con ropa elegante y un poco de educación, disfrutó del regateo.
La tienda era todo lo repugnante que cabía esperar. Espantosamente polvorienta, la moqueta verdosa manchada de ceniza y Dios sabe qué más, alacenas y más alacenas llenas de monedas, dinero, dinero y más dinero… Una especie de paraíso judío. El propietario se presentó como «Hank», nombre tan falso como el de su primo «Sam». Por supuesto, él y Riley se llevaron a las mil maravillas.
Realmente, no sé cómo puede depositar tanta confianza en alguien como Riley/Abulfaz/cualquiera que sea el nombre que usa en cada momento. Carece de identidad y personalidad, es un palimpsesto humano que se sostiene a base de su flujo incesante de preguntas y la adquisición constante de información inútil. No me extraña que alguien como él, alguien que siempre huye de sí mismo, que juega a disfrazarse en el armario de mamá, en este caso lleno de acentos y pasaportes, se sienta a gusto en esta miserable, cacofónica e impura nación.
Mientras escribo esta carta tengo junto a mí la tarjeta del propietario de la tienda. «FOREST HILL COIN SHOP, Hank Tonchailov, experto en numismática y coleccionista especializado en la Unión Soviética, abierto de domingo a viernes en horario habitual y los demás días solo a horas convenidas.» Por supuesto, hace que suene mucho más grandioso de lo que es. En realidad, Hank no es más que un vulgar trapero que se agencia hasta la última chuchería que sus compatriotas se traen consigo de su patria. En otras palabras, un americanizador. Incluso empecé a preguntarle cómo podía comerciar con los recuerdos de «su gente» (y empleo aquí el término «su gente» con cierta holgura), pero malinterpretó mi tono y se puso bastante agresivo. Riley intentó suavizar la tensión reinante entre nosotros. Por fortuna para el diminuto Tonchailov, Riley me impidió físicamente darle al vociferante judío la lección que tanto necesitaba.
Sin embargo, dicha lección habría sido del todo innecesaria, pues resulta que fuimos los últimos clientes de Tonchailov. Riley le compró las monedas por 7.300 dólares, que contó meticulosamente mientras los ojos del comerciante se agrandaban con cada billete de cien colocado ante él. Una vez completada la transacción, Hank tendió la mano a Riley (yo había sido confinado a una silla en un rincón de la tienda, donde los niños díscolos esperan a que sus padres terminen sus asuntos de adultos), quien se la estrechó mientras con la otra mano sacaba una porra y le asestaba un tremendo golpe en la nuca. Tonchailov se desplomó como si le hubieran arrancado la columna vertebral. Riley fue a la trastienda, localizó el conducto del gas, lo perforó y colocó una pequeña bomba preparada para explotar al cabo de cuarenta minutos. Acto seguido y con ese exasperante entusiasmo que lo caracteriza, limpió cuanto habíamos tocado y me alargó unos guantes de piel. Regresamos al establecimiento del primo, recogimos las maletas, pagamos la habitación y tomamos el siguiente vuelo con destino a Bruselas.
Objeto 11: La Mediko blanca. Una moneda grande (5,3 centímetros de diámetro), imperfectamente circular y de cantos irregulares. Una cara es de cobre sin pulir, mientras que la otra aparece esmaltada de blanco. Sobre el esmalte vemos pintada la figura de una mujer con un brazo extendido como si llamara a alguien. En la otra mano sostiene una botella verde.
Los alquimistas valoran la moneda no solo por el retrato de Medea, sino también por su blancura, color que sigue a la demencial indecisión del arco iris y por tanto simboliza la calma y el nacimiento deliberado de la forma venidera.
Fecha de fabricación: Desconocida. Probablemente poscristiana (véase más adelante), pero Georgia abrazó el cristianismo en el siglo I de nuestra era.
Fabricante: Casi todas las piezas esmaltadas se creaban en los monasterios, y al igual que no conocemos los rostros y las vidas de aquellos celtas anónimos que consagraban sus vidas a iluminar las bes preñadas y lograr que las curvas de las eses fueran tan voluptuosas como las de las mujeres a las que nunca verían, también ignoramos el nombre del monje o de los monjes que pintaron a Medea llamando a sus hijos. La leyenda en sí misma, aunque famosa sobre todo gracias a la tragedia de Eurípides, pertenece tanto a la mitografía georgiana como a la griega.
Medea era la hija de Aetes, rey de la Cólquida, hoy situada a orillas del mar Negro, en territorio de Georgia. El príncipe de Tesalia Jasón, a quien su tío Pelias desafió a encontrar el Vellocino de Oro, remontó el río Fasis hasta la capital de Aetes, con toda probabilidad Kutaisi o Vani. Aetes prometió a Jasón el vellocino si era capaz de uncir dos toros que escupían fuego a un arado y sembrar los dientes de un dragón, de los que brotaría un ejército de hombres. Medea, avezada creadora de pócimas y hechizos (la palabra «medicina» deriva de su nombre, y Mediko es el sobrenombre georgiano de Medea), hechizó a Jasón para que fuera capaz de sobrevivir a los toros, vencer al dragón y obtener el vellocino.
A partir de aquí existen distintas versiones de la historia. Según la versión de Eurípides, Jasón se lleva a Medea a su hogar para luego rechazarla a fin de contraer ventajoso matrimonio con la hija de Creonte, Glauca. Como consecuencia de ello, Medea pierde el juicio y se convierte en infanticida. La tragedia de Eurípides acaba cuando ella se aleja en un carro tirado por el dios Sol, su abuelo. Por el contrario, la tradición georgiana sostiene que Egeo, rey de Atenas, ansioso por obtener el favor de tan sabia erudita y de su famoso padre el rey guerrero, sacó a Medea y sus hijas de Tesalónica para llevarlas a Atenas y de ahí a su hogar. La pócima que administró a sus hijos les cortó la respiración de forma temporal. Medea sacrificó un cordero sobre sus cuerpos y se los mostró, inanes y ensangrentados, a su esposo para que enloqueciera. Cuando la treta hubo surtido el efecto deseado, revivió a sus hijos, huyó y vivió un siglo entero como sanadora, madre y consejera (aunque nunca compañera de lecho) del rey de Atenas.
Lugar de origen: El diseño geométrico color esmeralda, azafrán y azul ultramarino que bordea los cantos de la moneda indica cierta influencia persa, como sucede en el caso de buena parte del arte medieval georgiano. La tez color vino de Medea, su rostro atenuado de expresión y rasgos excepcionalmente detallados (preocupación, expectación, cejas arqueadas, mejillas hundidas y labios entreabiertos), los pliegues de la túnica y la postura estilizada de su esbelta mano son típicos de la iconografía esmaltada georgiana, mientras que el tema es clásico de la Cólquida.
Último propietario conocido: Lavrenti Mashenabili, descendiente de sacerdotes, padre de monstruos, esposo de una vieja bruja (en realidad, esposo de la dirigente del partido en Batumi), restaurador y reparador de dientes rotos que se pasó la vida con las manos empapadas de saliva y descomposición ajenas, maestro del arte soviético de ser siempre el tercero o cuarto de la lista, lo bastante bueno para infundir confianza, pero no lo suficiente para suscitar sospechas. Lavrenti logró dos proezas en su vida, estadística que lo avergonzaba sobremanera; el hecho de que eso significara dos proezas más que la mayoría de la gente no constituía consuelo alguno para él.
El padre de Lavrenti eludió la muerte durante la insurrección de 1924 escondiéndose bajo un montón de cadáveres a los que un recluta inspirado o demente del Ejército Rojo de Voronezh había matado con 564 balas de revólver. Dieciocho meses más tarde fue deportado a Siberia y murió durante el viaje, dejando esposa, tres hijos varones y otro en camino.
Los dirigentes locales del partido vigilaban de cerca a David, el hijo mayor, pues era hijo de un deportado. Cuando le llegó el turno de servir en el ejército, lo enviaron a una lejana avanzada en pleno desierto de Karakum. Cierto día interminable, acuciado por el aburrimiento y el vodka casero, aceptó el desafío de su comandante y engulló seis escorpiones vivos, lo cual le provocó una muerte tan espeluznante que los nietos del comandante aún sueñan con ella.
Zviad, el segundo hijo, se ahogó durante un entrenamiento submarino en Vilnius.
León, el tercero, a fin de no servir en el ejército que había acabado con la vida de su padre y de sus dos hermanos, escapó por Turquía y se estableció en las laderas de las montañas de Talis, donde se convirtió al islam, cortó toda relación con su familia, abrió un pequeño café en un rincón sombreado y sigue viviendo allí, rico, anónimo y atormentado.
Lavrenti se casó con una muchacha de dientes conejiles, pantorrillas generosas e inteligencia mediana, y se convirtió en un dentista respetado, aunque algo indolente y soñador, en Batumi. En 1983, cuando todo el mundo, incluyendo a su mujer, suponían que ya era demasiado viejo para desertar, fue elegido representante de la república soviética de Georgia en un congreso internacional de odontología que se celebraba en Filadelfia, ocasión que aprovechó para desertar.
Cuatro meses antes de que se marchara, su primo Boris, hijo del hombre que había traicionado al padre de Lavrenti, según se rumoreaba, regresó a Batumi desde Leningrado. No para quedarse, por supuesto, pues había alcanzado fama y gordura como instructor de maniobras marítimas marxistas-leninistas en el Instituto de Instrucción de Oficiales Navales Soviéticos, sino para investigar el paradero de «esas dos monedas tan curiosas que el abuelo siempre juraba enterrar en la iglesia antes de permitir que los rusos se hicieran con ellas». Enterradas no le servían de nada a nadie, razonó, y se convertirían en motivo de orgullo para Batumi si se exponían en el Museo de la Hermandad Socialista de Pueblos Indígenas, situado en Moscú. Por supuesto, no pediría recompensa alguna para sí, tan solo otra escuela en su población natal, y si las autoridades creían conveniente bautizar el centro con el nombre de su ilustre hijo, pues bueno, él no se opondría. Lavrenti era mayor que Boris y tal vez recordaba mejor las historias del abuelo. ¿Recordaba por casualidad en qué parte de la iglesia había enterrado las monedas, o tendría Boris que enviar excavadoras rusas para desmantelar la iglesia piedra a piedra a fin de examinar los escombros?
Valor aproximado: Lavrenti desenterró las monedas en plena noche con sus propias manos, al igual que las habían enterrado su abuelo y él, y las ocultó en el forro de su maleta. Durante su primer viaje a Nueva York vio un anuncio en el Novoe Ruskoye Slovo. Vendió las monedas por una cantidad suficiente para pagarse un billete de ida a California, fundar una consulta dental en Bakersfield y cambiarse el nombre por el de Larry Mack.