La biblioteca del cartógrafo (31 page)

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Authors: Jon Fasman

Tags: #Historico, Intriga

—Hola —la saludé—. ¿Desde cuándo vives aquí?

—Desde que compraron el piso donde vivía antes. El nuevo propietario pintó la fachada y duplicó el alquiler, así que nos mudamos aquí. Un momento, ahora bajo.

—No, es que no tengo mucho…

Pero Mia ya había cerrado la ventana. Intenté adoptar una actitud relajada e indiferente apoyándome con indolencia contra el coche, pero al mirarme en el retrovisor comprobé que lo único que había conseguido era parecer soñoliento o miope.

Mia abrió la puerta principal y salió en un solo movimiento felino, el mismo con que lo hacía todo. Se miró la sudadera con un encogimiento de hombros.

—Ropa de trabajo. Llevo cinco horas escribiendo… Es curioso que la primera vez que miro por la ventana vea a Paul Tomm a punto de subir a su coche delante de mi casa. O es casualidad o me estás espiando.

Hablaba con la pronunciación extremadamente precisa y modulada tan propia de los hijos de inmigrantes, y me observaba con la misma expresión atenta, medio coqueta y medio beligerante que tan bien recordaba.

—No te hagas ilusiones —repliqué con una carcajada al tiempo que avanzaba hacia ella para abrazarla—. Estás muy guapa.

—Paul, estoy leyendo periódicos alemanes desde las seis de la mañana, llevo gafas y un jersey tamaño tienda de campaña, he engordado seis kilos desde la última vez que nos vimos y hace semanas que apenas salgo… Estoy de pena. En cambio, tú sí que estás bien. ¿Qué haces por aquí?

—He venido a investigar para un artículo, lo creas o no.

—Lo creo, lo creo. ¿De qué va?

—Del profesor Pühapäev. Ha muerto.

—Es verdad, vivía en el mismo pueblo que tú. Corre el rumor de que lo asesinaron.

—¿En serio? ¿Y cómo empezó ese rumor?

—¿Cómo empiezan los rumores? Me lo dijo un tío en mi seminario sobre Lübeck, que a su vez se lo oyó decir a otro que a su vez se lo oyó decir a otro, bla, bla, bla.

Se quitó el lápiz del pelo y sacudió la melena, tal vez con intención de coquetear, o quizá solo para airearse el cuero cabelludo.

—Pues puede que no sea del todo falso.

—¿De verdad? —Se sentó en la escalinata de su casa y me tironeó de la manga para que me sentara junto a ella—. Siéntate de una vez, que me estás poniendo nerviosa. Así que lo mataron…

—Bueno, no estamos seguros —repuse y al instante habría podido abofetearme por el pomposo plural que había empleado—. Acabo de hablar con la policía de aquí sobre él. ¿Sabes quién es el poli que me está ayudando? Adivina.

—No tengo ni idea, Paulie.

—Venga, intenta adivinarlo, venga, venga —insistí, clavándole el dedo en el brazo y contento de verla.

—No sé. ¿El inspector Lestrade?

—No.

—¿Auguste Dupin?

—Pues no, aunque el nombre me suena. Estoy casi seguro de que debería saber quién es Auguste Dupin.

—Deberías, pero ¿quieres hacer el favor de soltarlo de una vez?

—Siempre consigues transmitirme la sensación de que no presto suficiente atención. Es agradable en cierto sentido masoquista.

Mia meneó la cabeza y desvió deliberadamente la mirada con una expresión tan seria que en sí misma implicaba una sonrisa.

—Vale, da igual, no me lo digas.

—Joe Jadid, el sobrino del gran hombre.

Mia se cubrió la boca con una mano y rió.

—No me lo puedo creer… o bueno, sí que puedo. A fin de cuentas, es un fascista, de modo que tiene sentido.

—No es un fascista.

—Sí que lo es, y tú también, fascista, más que fascista —canturreó antes de sacarme la lengua.

Me encogí de hombros y extendí las manos con las palmas hacia arriba. Aun cuando empezaran de una forma tan infantil, las discusiones de Mia tenían la virtud de subir de tono rápida e imprevisiblemente. Empezábamos intentando decidir si cenar antes o después del cine, y al minuto siguiente ella me echaba la culpa por el aumento de la población penitenciaria. Más valía capitular en voz alta y resistir en silencio.

—¿Qué tal la tesis? —pregunté.

—Genial. Lenta, pero genial. Mi vida entera se reducirá a esas cuatro paredes durante los próximos cinco meses. Ni siquiera pasaré las Navidades en casa.

—¿Y después?

—¿Después de Navidad?

—No, cuando acabes la tesis. La gran pregunta: ¿Qué pasa después?

—Pues ya veremos. He solicitado todas esas becas pijas para Inglaterra, así que si me dan alguna, me iré allí, y si no, a la facultad de derecho.

—¿Y luego a dominar el mundo?

—Y luego a dominar el mundo. Por cierto, necesitaré un ministro de propaganda. ¿Te interesa el puesto?

—Puede.

—¿Y tú qué estás haciendo?

—Es posible que después de acabar este artículo vaya a trabajar a Boston. En el Reader.

—Uau. Me alegro por ti. Estoy impresionada, pero no sorprendida. Esa clase de trabajo es ideal para una persona como tú.

—¿Qué quieres decir con eso de una persona como yo?

—No sé… Una persona curiosa, pero sin demasiada personalidad. Políticamente moderado, personalmente moderado, moderadamente moderado. A veces me parecías una esponja, ¿sabes? Siempre ahí sentado, escuchándome hablar o desahogarme sin aportar nada. Supongo que esa cualidad te convierte en un buen periodista. Un novio de pena, pero un buen periodista.

Creía que ya habíamos dejado atrás esa clase de conversación. En fin… Mia me miró por el rabillo del ojo para comprobar si me había ofendido, pero no era así.

—Vaya, muchas gracias. ¿Y qué, sales con alguien? Quiero decir alguien que no sea una esponja.

—Sí, con mi ordenador —replicó mirándome con fijeza hasta que comprendió que no conseguiría hacerme apartar la vista—. La verdad es que ahora mismo no tengo tiempo con todo el lío de la tesis. Además, ¿quién sabe dónde estaré dentro de seis meses? ¿Y tú?

—Sí, más o menos.

—Sí, más o menos… ¿Quién es?

—Es profesora de música y se llama Hannah.

Mia asintió con una leve sonrisa. Esperaba que quisiera saber aun menos de Hannah de lo que yo quería contar.

—¿Lo que llevas en esa bolsa es para ella? —preguntó al tiempo que inspeccionaba mis compras—. Huele bien.

—Es de Allen Avenue. Voy a cocinar.

—Pero si no sabes cocinar; sé perfectamente que no sabes cocinar. —Sacó el paquete de pasta y me lanzó una mirada burlona—. ¿Has aprendido a cocinar?

—Puede. Oye, me tengo que ir. Tengo dos horas de coche hasta Lincoln, y no quiero que me pille la hora punta en Wickenden.

—Oh, sí, son dos manzanas horribles. Quién te ha visto y quién te ve, un neoyorquino quejándose de la hora punta de este poblacho. Bueno, me ha alegrado verte —dijo al tiempo que dejaba caer la pasta en la bolsa, se levantaba y se limpiaba fragmentos de pintura seca y ramitas del trasero del pantalón—. ¿Volverás algún día?

—La verdad es que no lo sé. ¿Por qué?

—Si vienes algún día deberías pasarte por casa.

—Vale.

Era una promesa hueca al setenta por ciento, pero sin duda bienintencionada, si es que eso tiene algún valor, lo cual es improbable.

—Pasaré los próximos cinco meses sentada a mi escritorio junto a esa ventana. Puedes tirar piedrecitas o algo. —Se inclinó y me besó en la mejilla—. Me alegro mucho de haberte visto, Paul, y siento haberte llamado «novio de pena».

—No tienes por qué disculparte, pero te aseguro que estoy intentando mejorar.

—Lo sé, siempre lo has intentado. Es una de tus mejores cualidades, pero que no se te suban los humos, ¿eh?

—Yo también me alegro de haberte visto, Mia. Suerte con los alemanes.

Mia hizo un remedo de saludo nazi, lanzó una risita y entró en su casa. Había sido la conversación ideal con una ex, con el coqueteo justo para provocar cierta emoción residual, pero lo bastante superficial para evitar problemas; lo bastante larga para tener un final abierto, pero no lo suficiente para darnos ideas peligrosas; insustancial, pero con un giro cálido y serio, aunque no lo bastante serio para que ninguno de los dos desenfundara las espadas. Sentía un ligero cosquilleo en la boca del estómago y emprendí el regreso casi echándola de menos.

Al subir al coche vi que alguien había prendido una bandera portuguesa en la antena. En la mitad roja escribí «Gracias» y la deslicé por la ranura del correo del Club de Hombres Portugueses.

Aquella noche aparqué justo delante de casa de Hannah, deduciendo que la señora DeSouza tendría tan pocas ganas de verme como yo de verla a ella. Me dejé embargar por una oleada de culpabilidad, decidí que a lo hecho pecho y seguí sintiéndome tan culpable como solo puede sentirse un judío-católico-calvinista. Acabé diciéndome que la anciana me debía una disculpa tanto como yo a ella mientras me deslizaba sigiloso hasta la puerta de Hannah.

Por la ventana delantera la vi sentada en la banqueta del piano, pero de cara al sofá, las manos en el regazo y la cabeza algo inclinada hacia delante, como si escuchara a alguien que hablara en voz muy baja. Su expresión por lo general plácida y satisfecha se había agudizado hasta mostrar un anhelo casi beatífico, con los ojos grises algo entornados y relucientes, la boca entreabierta, al borde de una sonrisa, como si quisiera transmitir a su interlocutor cuánto disfrutaba de sus palabras y con qué convicción creía en ellas. No hay comida suficiente para tres, pensé sin caridad alguna mientras llamaba a la puerta.

Hannah me abrió con cautela y con una sonrisa tensa pintada en el rostro. Me incliné hacia ella para besarla, pero ella me apoyó las manos en el pecho, ladeó la cabeza y emitió un doble sonido de negación sin despegar los labios. Retrocedí, perplejo, y ella abrió la puerta del todo para franquearme la entrada. Sentado en el sofá, con un tazón de té sobre el regazo y una expresión afable en el rostro curtido y barbudo, vi al hombre del Trout.

—Paul, te presento al hermano de Jaan, Tonu.

El hombre se levantó despacio, con dificultad y entre jadeos, pero la presión que ejerció su mano huesuda y callosa cuando estrechó la mía fue sorprendentemente fuerte. Parecía una combinación de león y pájaro con aquellos cautelosos e intensos ojos azules situados a cada lado de una nariz aquilina, que a su vez se cernía sobre una barba mal cortada que se fundía con la melena blanca y descuidada.

—¿Es usted Paul? —preguntó con voz estentórea y fuerte acento.

Despedía un intenso olor a vejez y tabaco de pipa.

—Me llamo Tonu Pühapäev. Su amiga y yo estábamos celebrando una especie de velatorio en memoria de mi pobre hermano menor.

—Encantado de conocerlo; no sabía que Jaan tenía familia.

—Oh, sí, oh, sí. No mucha, claro, ahora solo quedo yo. Un viejo y otro viejo.

Lanzó una risita despistada, se palmeó los bolsillos de los deformados pantalones de pana y sacó una gruesa pipa marrón, así como un paquete de tabaco Shipman y una caja de cerillas de madera.

—¿También conoce a mi hermano?

La zona de la barba y el bigote más próxima a la boca aparecía amarillenta, y Tonu no logró prender la cerilla hasta el tercer intento. Cuando por fin encendió la pipa, se sentó con la misma dificultad con que se había levantado. A su lado, sobre el sofá, yacía un grueso bastón de caoba con empuñadora esférica de plata y ancha punta de goma negra.

—No, por desgracia no llegué a conocerlo.

—Paul es el periodista del que le he hablado —explicó Hannah—. El que está preparando la necrológica de Jaan para el periódico local.

Sus palabras me hicieron pensar en el valor moral del engaño por omisión. A buen seguro, Hannah sabía que el artículo ya no era tan solo una necrológica… ¿verdad? Tal vez la habría corregido (o tal vez no) de no ser porque Tonu empezó a hablar de inmediato.

—Ach, sí, ahora me acuerdo. Esta memoria… ya no tan buena. Es una tradición maravillosa y estoy contento que usted hace. ¿Cuándo publica el periódico su necrológica?

—Espero que dentro de mucho tiempo.

El chiste tuvo el mismo éxito que un pedo en la iglesia. Supongo que burlarse de un anciano estonio por su ambiguo empleo de los pronombres no tiene demasiada gracia. Hannah hizo una mueca de desaprobación, y Tonu se limitó a mirarme con aire desconcertado y expectante.

—Era un chiste, lo siento. La verdad es que aún no sé la fecha de publicación.

Ya que el hombre estaba allí, decidí aprovechar la ocasión.

—Si no le importa, ¿podría hacerle algunas preguntas sobre su hermano?

—Sí, claro, pero he perdido mucho aquí, ¿sabe? —advirtió Tonu al tiempo que se llevaba un dedo a la sien con una sonrisa de disculpa—, y Jaanja había vivido tanto tiempo en América, así que quizá algunas cosas no sé bien. Pero pregunte lo que quiere por favor.

—Gracias.

Me senté en el sillón habitual, junto a la mesilla que había volcado durante mi primera visita, saqué el cuaderno y esbocé una sonrisa inocua.

—¿Podría decirme cuándo nació Jaan?

—Bueno, no teníamos estos calendarios como ahora en la granja donde nacimos. Mi madre decía que yo era seis años mayor que Jaanja, y creo que él nació en invierno, pero ¿cuándo? Nadie puede saberlo.

—Pero cuando Estonia formaba parte de la Unión Soviética, sin duda todo el mundo tenía algún tipo de documento oficial, ¿no es así? Y además, Jaan necesitaría un pasaporte para entrar en Estados Unidos…

—Oh, claro, claro, esa basura, ya, por supuesto, pero inventamos lo que parecía bien para los papeles. Tengo un pasaporte viejo de Jaanja en casa, puede que dos. Hay un dicho ruso… «Sin un trozo de papel, ¿qué eres? Con un trozo de papel, eres un hombre.»

Lanzó una risita quebrada, se removió en el asiento y chupó la pipa hasta que el azul de sus ojos se tiñó de naranja, como si los alumbrara un fuego interior.

—¿Cuándo nació usted?

—¿Yo? Ah, periodista listo. Yo escogí el 7 de noviembre de 1917.

—¿Por qué?

—¡Ja! A lo mejor no tan listo. Era un día soviético muy patriótico y te ayudaba a parecer un patriota soviético. Claro que ningún estonio era patriota soviético, pero como he dicho, solo había que parecer, no ser. ¿Sabe la Revolución Socialista de Octubre? Pues en realidad pasó en noviembre. ¡Ja! El nuevo calendario je Lenin… lo introdujo justo después de la Revolución. Treinta días cada mes, doce meses en un año, cinco días más de fiestas nacionales fuera del calendario… Muy racional, muy antirreligioso, antiburgués, anticontrarrevolucionario y ridículo, porque solo confundía a todo el mundo. Cuando Lenin hace ese calendario para nuestro nuevo paraíso socialista obrero, la Revolución pasó al 7 de noviembre.

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