La biblioteca del cartógrafo (27 page)

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Authors: Jon Fasman

Tags: #Historico, Intriga

A las 5.59 entró en el aparcamiento del Pino y Bambú, abrió una lata de cerveza Old Style y se enjuagó la boca con un trago antes de escupir el líquido en un vaso. Se frotó el cuello con más cerveza y se derramó un poco en la camiseta de los St. Paul Saints. Cuando acabó olía como un tipo que llevaba toda la tarde bebiendo, y al poco de ver a Harry Yaofan y su mujer entrar en el restaurante, aparcó junto al coche de Yaofan, se pellizcó las mejillas y la nariz hasta para enrojecerlas, se restregó los ojos para inyectarlos en sangre y entró para cenar y sostener una conversación.

Wang le dirigió una mirada algo perpleja al verlo cruzar el umbral, pero sonrió de oreja a oreja en cuanto lo reconoció.

—¡Señor Chet! Qué sorpresa verlo por aquí sábado. Lleva ropa muy informal… al principio no he reconocido.

Chet sonrió como un energúmeno, lanzó una carcajada estridente y por último soltó un largo y profundo eructo que hizo reír a Wang y dar un respingo a la mujer de Yaofan.

—Bueno, es que estaba tomándome unas copas con unos colegas por aquí cerca y he decidido pasar a ver si tenían abierto. Es que tengo un poco de hambre, ¿sabe?

Wang miró por encima del hombro a Yaofan, que asintió de un modo casi imperceptible sin apartar la vista de Chet. Wang cogió una carta, dedicó a Chet una sonrisa de alivio y lo acompañó con ademán vigoroso hasta su habitual mesa del rincón, lo que dejaba una sola mesa desocupada entre él y los Yaofan, los únicos comensales del restaurante aparte de él. Se ajustó las gafas, que de hecho no necesitaba para nada, ojeó la carta, la cerró y alzó la mirada con la expresión más atontada posible.

—Sí, señor —dijo Wang, apareciendo solícito junto a él—. ¿Qué come esta noche?

—¿Qué están comiendo ellos? —preguntó Chet en voz alta.

Yaofan se volvió para mirarlo.

—Estofado de intestinos de cerdo con gambas secas y frijoles negros fermentados. No creo que le gustara —repuso.

Hablaba con voz neutra, escurridiza, fría y dura como el cañón de un arma, y poseía el musical deje británico propio de los chinos cultos de Hong Kong.

Wang, cuya untuosidad encajaba a la perfección con su papel de compañero pesado pero entrañable, se apresuró a intervenir.

—No, no. El señor Chet tiene estómago chino. Cara de goulin y estómago de chino.

Rió hasta que Yaofan le lanzó una mirada gélida que lo hizo callar de golpe como si le hubieran asestado un puñetazo. El propietario se volvió de nuevo hacia Chet, se encogió de hombros y se puso a hablar en chino con su esposa. Chet señaló el plato de Yaofan y levantó el pulgar en un gesto de aprobación que Wang le devolvió con una sonrisa.

Sí, vengo casi cada día —explicó Chet con la mirada clavada en la nuca de Yaofan—. Me queda cerca del trabajo, lo que es muy práctico, y la comida también es buena. Además, las camareras son muy guapas —añadió con la esperanza de que aquel comentario provocara alguna reacción, lo cual no sucedió—. ¿Son sus hijas o algo?

Al oír aquellas palabras, Yaofan se giró en la silla, el rostro plácido e inexpresivo como una talla de madera.

—No —replicó.

—Ah, bueno, es que se parecen un poco. Lo otro que me gusta de este sitio es la música. No es que yo sepa gran cosa de música, bueno, un poco, porque tocaba el acordeón y la armónica en la banda municipal de Walleye Creek, y todavía toco un poco en los cumpleaños de mis sobrinas y tal, pero como le iba diciendo, no sé mucho de música en comparación con la gente que sabe de verdad, pero le aseguro que la que ponen aquí me encanta. ¿La tienen en venta o algo?

—Me temo que no. Y ahora, si me disculpa, creo que se me está enfriando la cena.

—Claro, claro, usted a lo suyo. Pero es que el otro día leí una cosa… Mi amigo, con el que empecé a tomar clases de acordeón, todavía toca mucho… Tiene un grupo de esos de música criolla en St. Paul, y les va muy bien, al menos en las Ciudades Gemelas, pero cuestión, que lee mucho, así que me envió un artículo que decía que el acordeón y la armónica proceden de un instrumento chino que se llama sheng. Me parece que se llamaba así, sheng, y también lo llamaba órgano de la boca. Y es curioso, porque mi tata… así llamaba yo a mi abuela, que era de Dinamarca, siempre llamaba órgano de la boca a la armónica. Curioso, ¿no? En fin, ¿sabe usted algo? No sé, algo que pueda contarle a mi amigo para ganar una apuesta de bar, ya sabe.

Yaofan lanzó un bufido, pero sin volverse. En aquel momento, Wang llegó con la cena de Chet, los mismos platos que había servido a Yaofan, y al acercarse vio a Chet sentado en su silla callado y con una sonrisa afectada en el rostro, mientras que Yaofan permanecía también callado y muy erguido, de espaldas al charlatán americano. La escena le recordó las ocasiones en que mantenía a sus hermanas en un rincón de la cabaña en Lengshuitan cuando sus padres se peleaban, recordó el ambiente enrarecido, los silencios tan densos que se podían cortar, y a punto estuvo de dejar caer los platos de la cena en el regazo de Chet, de tanta prisa que tenía por poner pies en polvorosa. Yaofan se volvió en cuanto oyó el sonido del plato sobre la mesa.

—¿Algo sobre qué?

—Sobre si el acordeón viene del sheng —repuso Chet, procurando que la voz no le temblara y conservando toda la serenidad posible.

—Ah… no. Por desgracia, no sé nada de eso.

—Vaya, qué pena, porque estaba pensando que, como mi amigo está a punto de cumplir los cuarenta y cinco, me gustaría regalarle un sheng. No tengo esposa ni hijos, y es mi mejor amigo, así que estaría dispuesto a gastarme una pasta.

Yaofan le lanzó una mirada fría antes de sonreír y bajar los ojos.

—O sea, ¿que no sabe nada? —insistió Chet cuando el chino estaba a punto de volver a concentrarse en la cena descuidada y su mujer aún más descuidada.

—¿Sobre qué?

—Sobre dónde podría encontrar un sheng. Como le decía, el dinero no es problema.

—Señor…

—Mi apellido es Muncie, pero la gente me llama Chet.

—Chet, eso es. Mire, Chet, por desgracia no tengo ni la menor idea de dónde podría adquirir un instrumento chino. En el mundo hay más de mil millones de chinos, y solo en esta ciudad deben de vivir varias decenas de miles de ellos. Como comprenderá, no nos conocemos todos.

—No, ya, pero es que estaba seguro de que sabría usted dónde encontrar uno. La verdad, ahora que lo pienso, estaba bastante seguro de que tenía uno aquí mismo, en el restaurante.

Yaofan dejó caer el tenedor, y cuando su mujer se inclinó para recogerlo, le espetó algo con voz apenas audible. La mujer se levantó, lanzó a Chet una mirada furiosa, chasqueó la lengua y se dirigió con paso inseguro hacia la cocina. Yaofan se enjugó los labios con la servilleta y se sentó frente a Chet.

—Lo que obra o no en mi poder no es más que una hipótesis. No soporto a los entrometidos. Ya le he dicho que ni poseo ni sé nada de ningún instrumento, ni chino ni de ningún otro país. Si ha acabado de cenar, lo que parece ser el caso, creo que lo mejor será que se vaya.

Chet se quitó las gafas y se inclinó hacia delante. Sin ellas cobraba aspecto de halcón y su expresión se agudizaba. De repente se parecía mucho más a Abulfaz que cinco segundos antes. El bigote que confería una apariencia tan desaliñada al americano rollizo de mediana edad ataviado con una camiseta deportiva se había convertido ahora en un atributo salvaje, casi bestial, en el rostro de aquel desconocido que de repente ocupaba el cuerpo de Chet.

—Señor Yaofan, estamos en posición de ofrecerle lo que quiera a cambio del sheng que posee. Sabemos que está aquí porque ya hemos registrado su casa; sabemos que podemos tratar con usted como lo hacemos por la ejemplar e ingeniosa forma en que se deshizo de las Serpientes Fantasma en Macao y ahora controla sus operaciones a miles de kilómetros de distancia. Asimismo, estamos dispuestos a violar y desollar a su mujer, prender fuego a los hogares de sus hermanos y hermanas, y cerciorarnos de que sus sobrinos y sobrinas jamás puedan volver a caminar ni hablar sin ayuda. No somos personas proclives a la violencia innecesaria y siempre preferimos la generosidad a la tortura, pero la elección entre ambas cosas está en sus manos.

Yaofan palideció y empezó a sudar.

—Dice «nosotros», pero solo lo veo a usted.

Abulfaz sacó tres fideos del cuenco de sopa y los dispuso sobre el plato, uno recto y los otros dos enroscados a su alrededor. Yaofan se enjugó la frente.

—Ah… siempre había creído que eran un mito. Cuentos de fantasmas, ya sabe, historias de monstruos.

Abulfaz sacudió la cabeza y sonrió.

—¿Qué es lo que más desea en el mundo, señor Yaofan?

—Mi sobrino…

—¿Cuál? ¿El oftalmólogo de Fénix, el corredor de Bolsa de Winnipeg, el restaurador de Bourg-en-Bresse, el estudiante de Hong Kong o uno de los cinco campesinos que siguen viviendo en China?

—Ah, ¿ha estado en el restaurante de Francia? También se llama Pino y Bambú. David trabajó aquí, ¿sabe?

—Lo sabemos.

—Ah —repitió Yaofan mientras se removía en la silla y se secaba los regueros de sudor que le descendían por las sienes—. Soy un hombre viejo, Chet, y deseo pocas cosas…

—Podemos darle cualquier cosa a cualquier persona, como sin duda ya sabe.

—Déjeme terminar. Decía que deseo pocas cosas, pero mi mujer tiene un deseo estrafalario. Nunca se lo revelaría a nadie más que usted.

Abulfaz enarcó las cejas y ladeó la cabeza hacia arriba.

—Ella también es vieja, tanto como yo. Llevamos casados cuarenta y tres años, desde que los dos teníamos diecisiete. Abandonamos Lengshuitan juntos y desde entonces hemos viajado mucho. Pero hay dos cosas que nunca hemos hecho. Nunca hemos pasado una noche separados… —Yaofan se interrumpió y bajó la mirada hacia la moqueta roja—, y lo otro… la razón por la que nos fuimos de Lengshuitan… se considera una vergüenza…

—Lo sabemos —aseguró Abulfaz.

—Ah —suspiró Yaofan, aliviado—. Ah… ¿Y puede hacerlo?

—Sí.

—¿Qué garantías tendría?

—Solo nuestra promesa, nada más.

—Ah, entonces, le ruego me siga a la cocina, donde podremos conversar con más tranquilidad.

Objeto 8: Un sheng, también llamado «órgano chino de la boca». Por lo general, consta de entre 13 y 17 tubos de distintas longitudes montados sobre una base en forma de calabaza y tambor (si bien Yu-Tsai Fong, excéntrico aristócrata de Guangzhuou, diseñó un proyecto de sheng de 75.346 tubos del tamaño de árboles para montarlo alrededor de su ciudad natal). Cada tubo tiene una lengüeta libre, y el sonido se emite soplando por una única boquilla y cubriendo los orificios circulares practicados en cada tubo (en el caso del instrumento gigantesco de Fong, el propio viento habría producido el sonido, y los lugareños menos afortunados habrían llenado los orificios).

Este sheng en particular tenía 16 tubos de bambú y una calabaza hueca revestida de hoja de oro. El sheng mide 36 centímetros desde el extremo inferior hasta el superior, con un diámetro de 12 centímetros en la base.

De nuevo nos topamos con la afinidad entre alquimia y música, y no es de extrañar que guarde relación con el aire, el más liviano y etéreo de los elementos. Se dice que el dominio del aire genera unidad y armonía entre sustancias incompatibles o en conflicto, al igual que la música aplaca a las bestias. Con frecuencia, los alquimistas tenían instrumentos de viento para recordarse que la maestría requiere más precisión que fuerza.

Fecha de fabricación: Principios de la dinastía Song, lo que se corresponde de forma aproximada con el período situado entre los siglos X y XII, ambos inclusive.

Fabricante: El nombre Ping Yu-tsun está grabado en la base de la calabaza con una caligrafía elegante y diminuta. Se desconoce si ello significa que Ping creó el instrumento o que se fabricó en honor a él. Ping era médico e historiador de la corte del señor Menchou, conocido por su excéntrica, por no decir bárbara, costumbre de recibir a invitados extranjeros, lo cual era inaudito durante la primera época de la dinastía Song. Un pergamino de la dinastía Song descubierto durante la construcción de una presa en 1978 hace referencia a Ping como «venerable, dos veces venerable y venerable en grado supremo… que ha otorgado a nuestro señor el don de una larga vida». Dicho rollo muestra una figura que, según se cree, representa al propio Ping transformándose en cinco fases de hombre en dragón.

Lugar de origen: La corte de Menchou se encontraba entre las actuales Xian y Lanzhou. Sin embargo, la madera y el estilo del sheng no son específicos de ninguna región china en particular.

Último propietario conocido: Yaofan He-Li (Harry Yaofan), antaño cabecilla de los Tiburones de Macao y en la actualidad restaurador y amante padre de un bebé en Skokie, Illinois. Yaofan cedió el control del sheng a un hombre a quien su primo, Yaofan Wang, conocía tan solo por el nombre de «señor Chet». Unos nueve meses después de la última visita de Chet, Harry anunció a sus empleados que él y la señora Yaofan habían tenido un varón; puesto que ambos pasaban de los sesenta años y que su hija menor contaba treinta y dos, el anuncio provocó incredulidad y levantó las sospechas de cuantos lo escucharon. Los empleados señalaron que la señora Yaofan cenó cada domingo en el restaurante con Harry durante varios meses después de que el «señor Chet» dejara de frecuentarlo, y que nunca la habían visto embarazada, aunque lo cierto es que teniendo en cuenta su edad, lo más probable es que nadie considerara siquiera tal posibilidad. Sin embargo, no existen documentos de adopción, y ninguno de los parientes con los que se estableció contacto admitió haber entregado un niño a los Yaofan. En la época en que los Yaofan hicieron pública su paternidad no se informó del secuestro de ningún niño asiático en la zona de Chicago. La señora Yaofan calificaba el nacimiento de «milagro», mientras que Harry lo denominaba «regalo» o «resultado».

Valor aproximado: Un bebé varón.

Asciende de la tierra al cielo.

Al ver el caduceo en la parte inferior del marco de la puerta, experimenté la misma oleada de adrenalina en la garganta que había sentido dos noches antes delante de mi puerta, solo que en este caso no iba acompañada de excitación, sino de miedo por Hannah. Llamé a la puerta con fuerza. Nada. Abrí la pestaña de la ranura para el correo y agucé el oído. El sonido de la ducha dominado por voces estentóreas que cantaban a un volumen suficiente para ahogar mis golpes. A mi espalda oí el crujido de hojas secas sobre la hierba, pero no presté atención hasta que una mano reseca me agarró el cuello de la camisa y unas uñas afiladas me arañaron la nuca.

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