La biblioteca del cartógrafo (22 page)

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Authors: Jon Fasman

Tags: #Historico, Intriga

—¿Quién es Hannah?

—Lo siento. Es profesora de música y vecina de Jaan.

—¿A quien también conoces lo bastante bien para referirte a ella por su nombre de pila?

—Bueno, sí… supongo que sí. Es una persona poco corriente.

—Lo suficiente para hacerte tartamudear y enrojecer. Continúa.

—Su sobrino me confirmó lo que usted me contó, que Jaan fue detenido en dos ocasiones por disparar un arma.

—Eso me recuerda que esta historia le ha picado la curiosidad a Joseph. El otoño pasado tuvo algunos problemas y lleva varias semanas confinado al escritorio. Tu pequeño misterio le ha dado por fin el estímulo que tanto necesitaba.

—¿Qué clase de problemas tuvo?

Jadid suspiró y entornó los ojos.

—Joseph siempre ha sido un poco bruto, la verdad. Lo ha heredado de su padre, mi hermano mayor, Daniel, que estaba tan enamorado de los cuadriláteros y los tugurios más infames de Leiden como yo de sus bibliotecas. En fin, que Joseph es listo, diligente y muy buena persona en el fondo, pero también más tozudo que una mula y un poco demasiado proclive a recurrir a la violencia. En octubre, un coche chocó contra el suyo en un aparcamiento con él dentro. Se puso a discutir con el otro conductor, luego pasaron a los empujones, y Joseph, por desgracia, acabó por pegarle y romperle la nariz y un par de dientes. Resultó que el otro conductor era amigo del alcalde, así que para su disgusto, Joseph lleva cinco semanas «haciendo de chupatintas», según lo expresa él mismo, y me parece que tiene un poco de claustrofobia. En cualquier caso, me pidió que te preguntara si puedes pasar a verlo el lunes.

—¿En la comisaría? Claro.

—Estupendo, se lo diré esta noche. Como te decía, Joseph puede ser un poco difícil, pero si te ayudó el otro día y por lo visto tiene intención de volver a hacerlo, significa que le caes bien.

—¿Puedo hacerle una pregunta sobre algo que me llamó la atención de la conversación con Joe?

—Por supuesto.

—¿Por qué lo llama tío Abe?

—Ah, porque mi verdadero nombre es Avram. Me lo cambié por el de Anton al ingresar en la Universidad de Leiden. En consecuencia, mis padres, abuelos, tíos y tías me llamaban Avi, mis amigos de la universidad y compañeros de trabajo de Wickenden, Anton, y mi esposa, parientes más jóvenes y amigos íntimos, Abe. A decir verdad, me parece bastante ridículo, pero debo decir en mi defensa que cambiarme el nombre me pareció una idea muy moderna en su momento.

—Impresionante. A mí nunca me han llamado otra cosa que Paul. ¿Puedo preguntarle otra cosa?

—Acabas de hacerlo, pero imagino que te referirás a otra. Por supuesto.

—Me dijo que al profesor Pühapäev no lo despedían porque era titular. Pero ¿cómo es eso? Quiero decir que a algunos profesores los suspenden por hacer comentarios estúpidos o por la sospecha aun más vaga de acoso sexual. En cambio, en su departamento hay un tipo que se dedica a disparar su arma por la ventana, que apenas daba clase y que no ejercía de tutor. Sé que me dijo que el asunto no salió en los periódicos, pero la policía estaba al corriente. Sin duda podrían haberse desembarazado de él sin armar jaleo…

Jadid se enjugó la boca con la servilleta y sirvió el resto del vino.

—Dime una cosa… ¿Los periodistas realmente dicen eso de «extraoficialmente» o solo pasa en las películas?

—No, lo decimos.

—Magnífico. En tal caso, esta conversación es extraoficial.

Asentí.

—La primera vez que Jaan disparó su arma fue en enero de 1995. Alcanzó a un gato, como ya te conté, y le dio un susto de muerte al vigilante nocturno de la facultad. Por aquel entonces, el jefe del departamento era el profesor Crowley. Hamilton había defendido mucho a Jaan cuando este llegó aquí, pero otros miembros del departamento albergaban dudas sobre su capacidad como profesor en una universidad de este calibre. Crowley respaldó la solicitud de profesor titular de Jaan, que acabó prosperando. Cuando Jaan disparó la primera vez, Hamilton procuró por todos los medios que el asunto no saliera publicado y quedara silenciado. No sé cómo arrancó la promesa a la policía de no divulgar el incidente a la prensa, pero no me sorprendería en absoluto que hubiera recurrido al soborno. A fin de cuentas, estamos en Wickenden. Creo que solo cuatro profesores, incluyéndome a mí, estaban al corriente de lo que Jaan había hecho. Todo eso sucedía en las postrimerías de la época gloriosa de Hamilton, pero por aquí todavía lo consideraban una lumbrera. Atraía a muchos alumnos y mucha atención, y dejó bien claro que si emprendíamos alguna acción contra Jaan, contra su protegido, como él lo consideraba, se marcharía. No sé qué reputación tiene Hamilton entre los alumnos, pero imagino que su ego es sobradamente conocido. Así pues, nadie emprendió acción alguna, Jaan prometió no volver a llevar armas a la universidad y nosotros prometimos callar para siempre. Pero al cabo de tres años, a finales de verano, justo antes de que regresaran los alumnos, Jaan reincidió. De nuevo en plena noche, creyó ver una sombra, tuvo la reacción equivocada, etcétera. En aquella ocasión, la bala alcanzó el capó del Mercedes del profesor Crowley… con el profesor Crowley dentro. No le pasó nada, pero se llevó un susto mayúsculo e insistió en que Jaan fuera despedido, encarcelado, multado… de todo menos destripado y descuartizado. Yo hice justo lo que Hamilton hizo la primera vez, argumentando que si lo castigábamos de algún modo por el segundo incidente, la información sobre su falta y nuestra… conspiración, a falta de un término más delicado, tendría que salir a la luz. Deseaba evitar el escándalo, así que arrancamos las mismas promesas, presentamos las mismas disculpas, excluimos a los mismos periodistas y editores, casi todos ellos licenciados por Wickenden, engatusamos y presionamos para acabar obteniendo los mismos resultados. El único detalle extraño fue que, cuando le advertí a Jaan que iría a la cárcel, a despecho de la publicidad negativa que ello conllevase, si oía siquiera el más leve rumor de que volvía a llevar un arma a la universidad, al día siguiente recibí una carta de Vernum Sickle.

—Ese nombre me suena.

—Sí, es casi imposible de olvidar, ¿verdad? Dickensiano, podría decir una persona dada a emplear semejantes necedades, en cuyo caso no podríamos estar almorzando juntos. En cualquier caso, Sickle es quizá el mejor abogado criminalista, desde luego el más caro, de toda Nueva Inglaterra. Representa sobre todo a las familias del crimen organizado, según tengo entendido, y de vez en cuando a algún político destacado para variar un poco. El señor Sickle me advertía en su carta que dejara de acosar a su cliente, el profesor Jaan Pühapäev, ya que de lo contrario nos demandaría a mí, a la facultad y a la universidad entera por difamación, y que si emprendía cualquier acción basada en rumores, tal como había amenazado al profesor… en fin, me sucedería algo terrible, etcétera, etcétera, etcétera. También me recordaba que, pese a ser una universidad privada, obteníamos fondos federales y municipales, por lo que estábamos sujetos a la Cuarta Enmienda, lo cual significaba que no temamos derecho a registrar ni la persona ni el despacho de Jaan. No sé si sus argumentos eran de peso, pero en cualquier caso me intimidó tanta terminología legal junta. En definitiva, Jaan se quedó y nunca volvió a disparar un arma, aunque apostaría cualquier cosa a que llevaba una encima. La intervención de Sickle me intrigó, porque demostraba que Jaan era más mundano de lo que parecía. Por supuesto, pudo sacar el nombre de Sickle de uno de los innumerables artículos en los que consigue ser mencionado, pero la carta me llegó tan pronto después del incidente que imagino que ya se conocían. Como te he dicho antes, todo esto es extraoficial.

—La verdad, profesor, me gustaría utilizar esta información. Esto ya no es una simple necrológica. La historia me intriga tanto como a su sobrino; hay algo raro en todo esto. Por lo que a mí respecta, no tengo por qué decir de dónde procede la información. Puedo atribuirla a «un compañero» o «una fuente de la universidad», pero sí necesito citas textuales.

Jadid miró por la ventana. Estábamos en los confines del centro de Wickenden, y a la luz del atardecer, los edificios se antojaban un montaje de piezas de Lego color tostado y canela en su dulce serenidad. El río reflejaba los rayos de luz y ofrecía un aspecto cálido, dorado, aunque a buen seguro el agua estaba helada y era corrosiva al tacto.

—Déjame pensarlo. No me gustaría perjudicar al departamento. Desde luego, te estás tomando muchas molestias con esta investigación para trabajar en un periódico de tan poca tirada.

—La tirada no tiene nada que ver —repliqué con más dureza y en tono más defensivo de lo que habría querido—. Además, un periódico de Boston está interesado. Podría ser el puente para un empleo allí.

—Sería magnífico. Un periódico de prestigio en una ciudad importante a tu edad… Excelente. Mis más sinceras felicitaciones. Esto requiere un par de copas de brandy —afirmó al tiempo que llamaba por señas a Maura—. Tal vez no sea asunto mío, pero siempre me has parecido una persona ambiciosa y temerosa de su ambición. ¿Estoy en lo cierto?

—Pues no lo sé. ¿Temeroso? Creo que no. Me gusta que las cosas me vayan bien.

—Por supuesto, es indiscutible. Tan solo me permito recordarte que la ambición desbocada puede resultar despiadada, mientras que la ambición encadenada a un sentido del decoro y la propiedad tan desarrollado como el que sin duda posees es del todo esencial. Haz el bien, Paul, pero eso no significa que además las cosas no puedan irte bien. Tal vez en este sentido necesites algunas lecciones de la señorita Choi.

—Mia… ¿Cómo está?

—Es una de las alumnas más inteligentes a las que he tenido el placer de enseñar, y también una de las más combativas. Debo decir, sin ánimo de ofender, que me resulta bastante difícil imaginaros como pareja.

—No es el único —aseguré con una carcajada—. Nos va mucho mejor como amigos que como pareja, aunque ya hace casi un año que apenas nos vemos.

—Cosas que pasan. No insistiré en esa profesora de música, pero si la aprecias lo suficiente para ruborizarte, algo debes de sentir por ella. Buena suerte.

—Gracias.

—Y ahora deberíamos brindar por última vez antes de enfrentarnos a este frío atardecer de invierno. Quizá deberíamos brindar por los profesores tenebrosos y posiblemente criminales de puntería nefasta pero de efectos milagrosos sobre las carreras profesionales de periodistas jóvenes. No, es un poco largo. ¿Qué tal si brindamos por los periodistas, por los profesores y por el descubrimiento?

Y así lo hicimos.

Mientras conducía por las calles violáceas a la luz del crepúsculo mil preguntas me rondaban por la cabeza. ¿De qué y por qué conocía Pühapäev a Sickle? ¿Era cierta la historia de Jadid sobre el encubrimiento de Crowley? Y en tal caso, ¿podría llegar a confirmarlo? ¿Qué había averiguado Joe Jadid y por qué se interesaba tanto por la investigación insignificante de un periodista?

Pero una pregunta destacaba sobre todas las demás. ¿Estaría Hannah ocupada esa noche?

LAS LÁGRIMAS DE LA REINA

Después de la degradación del rey llega su muerte, tras la que la reina baña con lágrimas castas y reverenciales el cuerpo quebrado e inerte de su Señor, y ved, a través de esas lágrimas se presencia un renacimiento, que libera al rey de todo sufrimiento terrenal, de la mugre y la fragilidad de su vida, y que lo transformará en algo sin parangón.

JOHN FOXWELL,

On rare and wonderful things

El destartalado autobús plateado traqueteaba despacio por la calle Praga, Pragasiela, dejando tras de sí una estela de fango marrón y humo negro. El claxon emitía un sonido quejumbroso e ineficaz, como una oca atrapada en las profundidades del motor. El conductor lo hacía sonar constantemente en una secuencia de toques cortos y largos que recordaba el morse, surtiendo un efecto más cómico que imponente.

Antes de salir del hotel Latvija, una monstruosidad de hormigón propiedad del Estado que atraía sobremanera a las cucarachas y los roedores, pero no así a los seres humanos, el conductor había «reparado» los limpiaparabrisas, que se habían congelado durante la noche, quedando atrapados bajo la nieve grisácea que se acumulaba en tocios los resquicios. Con ayuda de un zapato a modo de martillo y el cuello dentado de una botella de cerveza a guisa de cincel, desprendió la nieve helada hasta liberar los limpiaparabrisas. Sin duda se había aplicado con excesivo entusiasmo, pues ahora se movían de un lado a otro en un arco exagerado, chocando a menudo entre sí como si aplaudieran sarcásticos los esfuerzos del conductor cuando este consiguió detener el vehículo a ciegas y por pura intuición en el aparcamiento de la terminal de autobuses.

A medida que se apeaban, los pasajeros le dieron las gracias por llevarlos. Un pasajero soviético jamás habría hecho eso, pero aquellos viajeros eran británicos y se apearon en una procesión funeraria de gabardinas color beige, gorros grises, bufandas pardas y verde vómito, coderas raídas y paraguas escuálidos. El guía turístico y el conductor del autobús convinieron en que era el trabajo más fácil que habían hecho en su vida. Nada de obreros borrachos de Krasnoyarsk, ni babushkas pesadas de Petrogrado, ni «camaradas» condescendientes de Moscú que visitaban las provincias. Aquellos eran turistas corteses, obedientes y conejiles de Islington y Jericho que pasaban las vacaciones de invierno (ninguno de ellos las denominaba «Navidades») en el paraíso socialista de Letonia.

Cuando el autobús se detuvo, el guía se aplastó con la mano sudorosa unos cuantos mechones de cabello sobre la calva salpicada de manchas. Acto seguido carraspeó y escupió algo de aspecto repugnante al suelo del autobús antes de apearse.

—Síganme, por favor —indicó al tiempo que elevaba su paraguas rojo sobre las cabezas de los turistas—. Nos dirigimos al magnífico mercado central de Riga, donde pueden encontrarse toda clase de productos procedentes de todos los rincones del estado obrero de la Unión Soviética. Por aquí, por favor.

Cuando el guía se dio la vuelta, uno de los británicos lo agarro del brazo y le susurró algo al oído. Era el único de entre sus compañeros de viaje que poseía un cepillo de pelo y sabía hablar ruso, además de aparentar al menos veinte años menos que el más joven de sus compatriotas. La expresión aburrida del guía se trocó por un instante en otra de preocupación, e instintivamente miró por encima del hombro para comprobar si alguien había oído la petición del joven.

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