La biblioteca del cartógrafo (20 page)

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Authors: Jon Fasman

Tags: #Historico, Intriga

En aquel momento creí que tenía intención de matarme, pero lo que hizo fue darme una palmadita en el hombro, conducirme de vuelta a la tienda y asomar la cabeza por la abertura.

—Eh, Nei, yakuto gordo y perezoso, tráeme esa caja, ¿quieres?

—¿Qué caja, comandante?

El rostro de Nei, tan ancho, abierto y lleno de preocupación cuando me encontró deambulando por la nieve, se había convertido en una máscara de servilismo y terror.

—La de marfil, la caja de marfil tallado en la que guardas el tabaco de mascar. Esa que te dije que me gustaba la última vez que vine y que fuiste demasiado grosero para ofrecerme.

—Pero, comandante, esa caja perteneció a…

Un terrible estruendo y una lluvia de chispas nos hicieron dar un respingo a Nei y a mí. Llegué a caer de espaldas, y cuando levanté la mirada, vi a Zhenski sosteniendo un arma de la que salían espirales de humo. Apuntaba y por lo visto acababa de disparar contra un enorme alerce, del que salía gran cantidad de humo. Con un gruñido y cierto aire de resignación, medio tronco se desplomó, y al instante, el resto del árbol, raíces, ramas y demás, cayó en dirección opuesta. Zhenski lanzó una carcajada y se volvió hacia mí.

—Con este frío explotan. Si intentas talarlos durante el invierno, el tronco echa chispas y el hacha se te rompe. Pero la verdad es que no sabía que me saldría tan bien. Debía de tener raíces poco profundas. —Rió de nuevo y enfundó el arma al tiempo que miraba a Nei—. Me estabas diciendo por qué no puedes darme la caja que te he pedido.

Nei entró a toda prisa en la tienda. Por la abertura vi a su mujer y a sus hijas acurrucadas en el rincón más alejado, llorando. Al poco, Nei salió llevando una cajita de marfil que alargó a Zhenski.

—Antes de caer en manos de la Horda de Oro, los yakutos comerciaban con los mercaderes en Novgorod. A su vez, los mercaderes de Novgorod recibían mercancías de todo el mundo, entre ellas, imagino, esta hermosa caja. Y puesto que nadie que tenga contacto con el resto del mundo viene nunca a esta tierra de mierda helada y dejada de la mano de Dios, los pequeños tesoros como este suelen permanecer en las familias durante muchas generaciones. Mire, fíjese en los detalles. Es evidente que esto no lo ha tallado ningún yakuto, ¿no le parece? Bueno, le parezca o no, debería sentirse honrado, camarada poeta. Esta caja conservara sus palabras para mí cuando usted ya no esté. Y ahora seré sincero con usted —anunció.

Deslizó la mano en el bolsillo de la chaqueta para sacar una petaca y un fajo de papeles; bebió un largo trago de la petaca y me la alargó. Creía que sería vodka, pero lo que tragué era puro fuego líquido.

—Aguardiente yakuto. No sé de qué está hecho, pero te mantiene caliente. —Bebió otro trago antes de guardarse la petaca en el bolsillo—. Aquí tengo —prosiguió, agitando teatralmente los papeles— los poemas por los que fue condenado. Por cierto, ¿sabe de qué se lo acusa?

Repuse que nunca había llegado a saberlo.

—De formalismo burgués. De aprovechar su puesto en la universidad para pervertir a los futuros dirigentes de la Unión Soviética. —Quise protestar, pero alzó la mano para interrumpirme—. No, por favor, todo eso es agua pasada. Lo cierto es que me gustan bastante estos poemas. Hablan de la naturaleza y del amor, y además siguen unos patrones muy bonitos, enlazando las palabras con maestría…

—Sextinas.

—¿Cómo dice?

—Se llaman sextinas, al menos algunos de ellos. También escribía villanelas. Ambos son estilos italianos basados en juegos de palabras y se traducen con bastante facilidad al ruso. Si coge el primer verso y lo traspone…

—No hace falta que me dé una clase magistral, hace demasiado frío. Lo que quiero decir es que no son poemas peligrosos. A algunos prisioneros, narcotraficantes, desertores y judíos, los habría ejecutado de inmediato, pero usted es diferente. Es posible que tenga futuro en este país. Por supuesto, no puedo dejarlo escapar, porque me quedaría sin empleo. Pero si firmo su puesta en libertad y cambio retroactivamente la fecha, ¿quién me lo va a discutir, eh?

Me dedicó un guiño que se me antojó mucho más aterrador que el disparo.

Siempre ha sido obediente, aunque lo cierto es que ha mostrado mucho más ingenio y fortaleza de lo que habría esperado ver en un poeta, sobre todo un poeta estonio, a la hora de escapar. Solo le pediré dos favores y luego me iré para que pueda pasar la noche aquí tranquilamente. Lo primero que hará será escribir cómo huyó. ¿Sobornó a los guardias? Quiero saber a quién. ¿Lo ayudaron otros prisioneros? Quiero saber quiénes. ¿Existe un punto débil en la arquitectura de Bulun? Quiero saber dónde. No quiero escuchar sandeces ni declaraciones de honor ni sermones del tipo «no tengo intención de delatar a tal y cual» ni nada por el estilo. Quiero una explicación sincera y detallada. Si me la da, le permitiré conservar los frutos de su esfuerzo. ¿Le parece justo? Bien. Y ahora la segunda tarea. Veamos… Ah, sí, por aquí —exclamó mientras me indicaba con señas que lo siguiera hasta el árbol caído, desplomado en el centro de un montículo de hielo, nieve, astillas y negra tierra siberiana.

Cogió un pellizco de tabaco rosado de la caja, tiró el resto al suelo y me condujo hasta el centro de la mancha de tierra negra.

—Respire —ordenó.

El aire que exhalé cayó en forma de cristalillos a la tierra ya helada.

—Perfecto. Y ahora, ¿qué poema desea leer?

—¿Cómo dice?

—Que qué poema desea leer. ¿Cuál es su favorito? Bueno, bueno, puede que no lo recuerde. Es posible que ahora mismo no recuerde nada de nada. Vamos, eche un vistazo.

Se sentó sobre el tronco del árbol, a mis pies, y encendió un cigarrillo.

—Este —dije por fin al llegar a uno titulado «El lamento de la frutera».

Lo había compuesto durante el primer verano de mi matrimonio, en Kurgia, mientras hacía el amor con mi mujer y escuchaba a una vendedora de grosellas cantar en la plaza.

Zhenski me hizo un gesto para que empezara. Mientras leía, se puso a gatas y con un cuchillo de cazador recogió la tierra sobre la que caía mi respiración para guardarla en la caja. Cuando acabé, cerró la caja y se inclinó.

—Ya lo tenemos. Ahora, cada vez que quiera recordar al ilustre poeta que tuve a mi cargo, no tendré más que abrir la caja cuando haga calor. En cuanto a usted, aquí tiene papel y dos plumas. No las pierda. Empiece a escribirlo todo, no lo olvide, incluyendo esta conversación. Volveré dentro de dos días para verificar sus progresos. Una vez quede satisfecho (como sé que quedaré), tramitaré su puesta en libertad y lo enviaré de vuelta a casa. Parece sorprendido. No debería. No todos somos monstruos, ¿sabe? No, Nei y yo hemos descubierto el modo de utilizar el sistema para nuestro propio beneficio. Él obtiene lo que quiere, yo también, y los únicos que salen perdiendo son delincuentes, hombres depravados y enemigos del Estado que de todas formas habrían caído en sus manos. Aun el peor de los fugados saborea al menos unas horas de libertad, ¿verdad? Unas horas mascando tasajo de reno en compañía de estas mujeres con cara de luna llena que apestan a grasa de reno. Mejor que nada. Mejor que las tripas de pescado y los ronquidos de los criminales. Merece la pena, ¿no cree? Que duerma bien, camarada poeta.

Objeto 6: Una caja rectangular de marfil, con vetas de plata y jade en los costados. Sobre la tapa se ve una inscripción de jade en árabe que dice «En el nombre de Dios, el Compasivo, el Misericordioso». En la cara interior de la tapa se ve la palabra «tierra» inscrita en chino. La caja mide 12 centímetros de longitud, 3 centímetros de altura y 4 centímetros de anchura.

Por supuesto, la tierra es uno de los cuatro elementos aristotélicos (los otros son el fuego, el aire y el agua) y posee las cualidades del frío y la sequedad (el fuego es caliente y seco, el aire es caliente y húmedo, el agua es fría y húmeda). Puesto que todos los elementos comparten una cualidad con los demás, cualquiera de ellos puede transformarse en otro calentándolo, enfriándolo secándolo o añadiendo agua. Esta idea es el fundamento principal de la alquimia.

Idris ibn Jalid al-Yubir
califica la tierra como «el más fundamental de todos los elementos, el más omnipresente y, en verdad, el menos útil. Al igual que el agua y el aire, la tierra simplemente existe, pero a diferencia de los otros dos, su forma no puede alterarse. Es el libro de toda materia; es como es, y lo que es no es más que la materia prima de lo que será o debería ser. El mundo material, la tierra terrenal, es silente, innoble e imperfecta. Al igual que la voz requiere la boca y la respiración para cobrar forma, el mundo tangible requiere una mano que lo guíe hasta la perfección».

Fecha de fabricación: Aunque de naturaleza sofisticada, el veteado es de apariencia tosca, y los signos de desgaste en los cantos de la caja la sitúan en el siglo IX o X.

Fabricante: Desconocido.

Lugar de origen: Los materiales, marfil, plata y jade, son de uso común en China, pero la inscripción en árabe y la técnica consistente en vetear una piedra con otra indican cierta influencia musulmana. La confluencia de estilo y material sugiere que la caja procede de Xinjiang, enclave donde el arte chino-musulmán experimentó un importante auge cuando los árabes llegaron a la corte de Uighur. El islam se puso de moda en la corte, pero cuando los ejércitos árabes empezaron a llegar en masa, se convirtió en algo más que una moda.

Último propietario conocido: Pavel Vadimovich Zhenski, ingeniero en jefe de la planta conservera de Bulun y comandante del Centro de Trabajo y Educación Superior de Bulun, ambos enclaves cerrados a la caída de la Unión Soviética. Zhenski vendió la caja y su contenido, junto con una carta y el (ahora desaparecido) testamento del poeta estonio Jakob Harve a un comprador desconocido por una suma también desconocida.

En el momento de la venta, en agosto de 1992, acababa de hacerse público el papel que Zhenski había desempeñado en la eliminación de miles de escritores disidentes en Bulun. Dos meses antes había sido desenmascarado como artífice del CHP (la Patrulla Popular del Norte, compuesta de grupos de siberianos a los que el KGB obligaba a actuar como guardias informales a cambio de cierta apariencia de libertad), y como consecuencia de ello fue expulsado de su mansión a orillas del río Lena. El escándalo que lo forzó a vender sus pertenencias reveló que sobornaba a los guardias para que facilitaran la fuga de conocidos escritores disidentes y luego los esperaba en el campamento yakuto que rodeaba la prisión. Cuando los tenía de nuevo a su merced, les prometía la libertad a cambio de una descripción detallada de las personas que los habían ayudado a escapar. Utilizaba aquellos testimonios para chantajear a todos los guardias que servían a sus órdenes. Sin excepción alguna, mataba personalmente a los prisioneros fugados o bien pagaba a sus anfitriones yakutos para que les dispararan mientras dormían. El primero en desvelar la trama fue un guardia insatisfecho, cuyo testimonio corroboraron todos los guardias que habían trabajado a sus órdenes y seguían con vida.

Zhenski conservaba toda clase de recuerdos de los escritores a los que había matado o hecho matar, recuerdos que se apresuró a vender en cuanto sus tribulaciones se hicieron públicas. Su esposa, Ludmila Yakovlevna Zhenskaia, conjeturó que había empleado el dinero de la venta para resolver sus problemas legales a base de sobornos e irse de Rusia. Poco antes del inicio previsto del juicio, desapareció sin dejar rastro y desde entonces no se tienen noticias suyas. Ludmila Yakovlevna explicó que su marido era un poeta y ensayista prolífico, que leía y era capaz de recitar de memoria muchas de las obras por las que sus presos eran condenados. Sin embargo, prácticamente todas las publicaciones literarias importantes de la antigua Unión Soviética habían rechazado de plano sus escritos.

Valor aproximado: Dada la antigüedad de la caja, su factura, así como las vetas de plata y jade, con toda probabilidad podría rebasar los cien mil dólares. Es una pieza de museo, lo que incrementaría la demanda además de ahuyentar a compradores generosos pero furtivos, nada deseosos de sobrellevar escrupulosamente pujas insignificantes en compañía de polvorientos funcionarios. Bien vendida, con ayuda de una campaña publicitaria selectiva y haciendo hincapié en los detalles adecuados (la inscripción en lugar del fino veteado, los metales preciosos y los minerales), el precio podría alcanzar el medio millón de dólares.

Su fuerza permanecerá íntegra aunque fuera vertida en la tierra.

La noche terminó, para bien o para mal, sin beso en mi coche. Con brotes de nerviosismo que asomaban por entre la fina capa de calma que se esforzaba en aparentar, Hannah me dijo que nos veríamos al día siguiente, aunque sin especificar dónde, cuándo ni cómo. Un par de veces durante el trayecto intenté preguntarle por el hombre del bar, pero siguió afirmando que se parecía a su padre, y en cuanto noté que su voz se tensaba por la irritación, lo dejé correr. Evidentemente, no era cierto, pero más evidentemente aún, era la mujer más atractiva que había subido a mi coche en muchos meses, tal vez años. Como ya he comentado, no quise insistir en lo que por entonces me pareció un detalle insignificante, si bien el tiempo me reveló que estaba equivocado.

Al bajar del coche me dio las gracias por la cena y por la agradable velada antes de deslizarme una mano suavísima por el rostro y el cuello hasta detenerse junto al cuello de la camisa. Me incliné hacia ella y alargué a mi vez la mano, pero por desgracia había olvidado poner el coche en punto muerto, de modo que empezó a avanzar. Habría sido genial coronar la noche con un accidente, lo sé. Puse el freno de mano, y ambos evitamos por los pelos chocar de cabeza contra el parabrisas. Temiendo por su integridad física (me dije), Hannah cerró la puerta, me saludó con la mano y recorrió el sendero hacia su casa. Esperé a que me saludara de nuevo y por fin me marché.

A la mañana siguiente, el tiempo había mejorado. Todo aparecía limpio y reluciente, los contornos demasiado definidos para parecer reales, el cielo tan despejado que se antojaba pintado. Intrincados hilillos de hielo recorrían una de mis ventanas desde rincones opuestos, se saludaban y se fundían en una nube de cristal blanco. Un regalo para la mañana del sábado. Era sin duda lo más hermoso que había en mi piso, y para mediodía ya se habría derretido. Me puse una camisa azul, la única medio planchada que tenía y que desenterré del fondo del armario, corbata y pantalones de vestir. Luego abandoné la pobreza minimalista de mi casa para ir a comer con el profesor Jadid.

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