La biblioteca del cartógrafo (25 page)

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Authors: Jon Fasman

Tags: #Historico, Intriga

Medité unos instantes, pero enseguida recordé que Hannah había llamado, y pese a que estaba asustado, no quería tirar por la borda mis planes para la velada. Ni siquiera quería saber si estaba en peligro o si el sobre no era más que una broma pesada, tal vez de algún dentista del pueblo al que había ofendido de algún modo en uno de mis artículos. Un dentista versado en forzar cerraduras y que sabía dónde vivía. Egoísta o no, razonable o no, decliné el ofrecimiento y le dije que nos veríamos el lunes.

—Vale, tío duro. ¿Va a quedarse en casa esta noche?

—Pues no lo sé. De hecho, ahora mismo iba a salir.

—Vaya, vaya, vaya —exclamó en un falsete burlón.

—¿Eh?

—Nada. ¿Es usted uno de esos aficionados a Woody Allen con cerebro y sin sentido del humor o qué?

Guardé silencio.

—Venga, era una broma, no se ponga así. Estoy seguro de que es una preciosidad. Pero tenga cuidado, ¿de acuerdo? Puede que se enfrente a tipos bastante desagradables. No lleva arma, ¿verdad?

—¿Está de guasa? Ni siquiera he pegado a nadie desde que tenía doce años.

—No estoy de guasa. En fin, tenga cuidado. La verdad es que no sé… quiero decir que quizá no hay razón para preocuparse y que lo que ha encontrado no sea más que basura circunstancial, pero aun así, no baje la guardia, como solemos decir a la gente. Mantenga los ojos bien abiertos y no deambule por ahí a menos que sea estrictamente necesario. ¿Qué cerradura tiene?

—Yale, doble cerrojo con… ¿Cómo se llama? Ah, sí, cerradura Schlager.

—Vale, la Yale es buena. El hecho de que alguien haya conseguido abrir el portal no significa que pueda entrar en su casa. Use el doble cerrojo, ¿vale? Y recuerde que si alguien le ha enviado un mensaje y quiere… ¿cómo expresarlo?… darle otro más personal, tenga en cuenta que ellos tienen experiencia y usted no. No cometa ninguna estupidez.

—Joder, agente…

—Detective, pero llámeme Joe.

—Joder, Joe. Estaba un poco nervioso antes de llamarle, pero ahora estoy cagado de miedo. ¿Qué es lo que pretende?

Joe lanzó una carcajada seca y amarga.

—No pretendo nada. Lo más probable es que no tenga por qué preocuparse. Son los que no envían notas los que suelen crear más problemas. Pero para ir sobre seguro, mantenga los ojos bien abiertos y no le pasará nada. Si esta noche sucede algo más o percibe aunque sea el más leve indicio de problemas, llámeme a casa. El número es el 555-7077. Iré con toda la caballería. Pero en cualquier caso, nos vemos el lunes. Entro a las cuatro, pero venga a primera hora de la tarde; estaré ahí. Cuídese.

Joe colgó, y yo me serví tres dedos de Beam Black con dos cubitos antes de llamar a Hannah.

—¿Diga?

—Hola, Hannah, soy Paul.

—Lo sé —repuso, alzando la voz en la segunda palabra; la felicidad y el reconocimiento que denotaba aquel matiz, en combinación con el whisky, me caldeó el corazón como un brasero . Has llegado muy tarde. No sabía cuándo llegarías, así que acabo de cenar. Pero queda un poco de sopa si no te importa comer solo… quiero decir solo, pero acompañado. ¿Vendrás? —preguntó en un tono a caballo entre petición y orden.

—Por supuesto.

Aparqué fuera del campo de visión de la casa de Hannah y cerré la puerta del coche con todo el sigilo posible. No quería sostener otra conversación con la señora DeSouza, máxime teniendo en cuenta que me presentaba de noche. Llamé a la puerta de Hannah y la oí correr (¡correr!) para abrirme.

—¡Qué rapidez! —exclamó.

Llevaba el cabello recogido con un pasador, y en cuanto crucé el umbral, se inclinó hacia delante para besarme. Aun los románticos de más éxito ven más besos de los que experimentan, gracias a la televisión y al cine, de modo que ese primer beso, ver el rostro de la otra persona tan cerca del tuyo, siempre sorprende. Hannah tenía una cicatriz en forma de C, enroscada como una diminuta gamba subcutánea dormida, entre el párpado inferior y el margen superior del pómulo. En sus ojos grises danzaban motas verdes y castañas, y deliciosas patas de gallo empezaban a formarse en torno a los rabillos.

—Quería sacarme esto de encima cuanto antes —explicó, bajando la cabeza y mirándome por entre las pestañas.

Alargué los brazos hacia ella, pero se apresuró a apoyarme las manos sobre el pecho.

—Despacio, despacio. Al menos quítate el abrigo primero.

Pero cuando me lo quité, se fue a la cocina.

—¿Tienes hambre? No me ofenderé si no quieres comer.

—La verdad es que no.

Era cierto; el efecto de la comida aún me duraba y el nerviosismo había acabado con el escaso apetito que hubiera podido tener.

—¿Te apetece tomar algo?

—Sí, ¿qué tienes?

—Solo whisky, me temo —apareció en el umbral que separaba la cocina del salón con una botella de Jameson—. Ya lo sé, es irlandés, el favorito de los borrachos y también el mío. ¿Quieres?

Asentí, y al poco volvió con dos vasos llenos de whisky con hielo y se sentó junto a mí en el sofá antes de encender el equipo de música con el mando a distancia. Un coro de bajos llenó la estancia como vapor, seguido de una voz de mujer inusualmente profunda que se filtraba en los espacios que le proporcionaba el coro.

—Alabado sea el Señor —suspiró Hannah—. Las Vísperas de Rachmaninoff. Siempre paso el primer corte; este es el segundo. Es de un servicio llamado la Vigilia Nocturna que empieza en vísperas y acaba en maitines. Cantan y esparcen incienso por la iglesia describiendo círculos por toda la nave. Tienes que pasarte toda noche cantando de pie.

—¿Lo has hecho?

—Tres veces. Había una iglesia ortodoxa rusa a pocas manzanas de mi casa en Boston. Estás ahí de pie, y la música y el oficio religioso te empapan. Me sentí como si me hubieran sumergido en la esencia de Dios. ¿Sabes lo que quiero decir?

—Suena precioso —comenté, evasivo.

—Lo es. Al salir ya es de día, y tienes la sensación de que eres tú quien ha creado la luz, de que el día ha amanecido solo para ti. Es… No sé cómo describirlo, hay que verlo. ¿Me acompañarás a un servicio algún día?

—Claro. ¿Cuándo y dónde?

—No sé, en otro momento y en otro lugar.

—Ahí estaré.

Hannah rió y nos sirvió más whisky.

—¿Qué tal va el artículo?

—Bastante raro. Hoy he comido con mi antiguo profesor, el que trabajaba con Jaan. Dice que a Jaan lo detuvieron dos veces por disparar un arma.

Hannah tragó un sorbo de whisky y asintió despacio antes de exclamar:

—Vaya, es increíble. Sabía que coleccionaba armas, porque tenía algunas escopetas viejas en un armario, pero no que las disparaba. Las llamaba sus «esculturas mortíferas». Creía que solo las coleccionaba.

Al igual que la noche anterior en el Trout, detecté algo extraño en su respuesta, en su silencio antes de manifestar sorpresa, pero de nuevo callé.

—De hecho, no disparó una escopeta, sino una pistola —especifiqué—. ¿No te sorprende? —pregunté al observar que su expresión no cambiaba.

—Claro que sí —replicó ella, un poco a la defensiva—. ¿Por qué no iba a sorprenderme?

—No, por nada, bueno… no sé, no debería pensarlo, pero es que…

—No puedes dejar de pensar como periodista. ¿Es que nunca estás fuera de servicio?

—Sí, a partir de este preciso instante.

Hannah se apoyó en mí, con la cabeza perfectamente encajada en el hueco entre mi cuello y mi hombro.

—¿Qué más ha dicho tu profesor?

—No gran cosa.

Decidí no hablarle aún de la policía. Algo en su tono me indicaba que consideraba a Pühapäev su proyecto personal, un ejemplo patente de su talante generoso, su Buena Obra, y no quise contarle nada más acerca de sus problemas con la ley.

—Pero hoy al llegar a casa me he encontrado con algo muy raro.

—¿Qué?

—Una nota clavada en la puerta.

Hannah se puso rígida junto a mí, no de forma exagerada, pero sí lo suficiente para percibirlo.

—Llevaba un caduceo dibujado. ¿Lo ves? Hoy he aprendido una palabra nueva. Un caduceo es…

—Ya sé lo que es.

Estuvo a punto de apartarse, pero por fin volvió a acomodarse y se rodeó el pecho con mis brazos.

—¿Qué más decía la nota?

—Nada, solo mi nombre, y había un diente dentro del sobre. Un diente humano.

Hannah se irguió y me miró de hito en hito.

—¿Es una broma?

—No, va en serio, y parecía recién arrancado.

Se llevó la mano a la boca.

—¿Se lo has contado a alguien?

—¿Aparte de ti?

—Sí, listillo —me regañó, pellizcándome juguetona la oreja—. Me refiero a la policía, a tu editor o alguna otra persona.

—Todavía no se lo he contado a Art, aunque supongo que debería. La policía de aquí… Bueno, probablemente los habrás visto. ¿Qué iban a hacer?

Quería dejar a Joe al margen. No sabía por qué, aunque en retrospectiva, fue la decisión acertada.

—¿Qué crees que debería hacer?

—¿Sinceramente? Creo que deberías dejarlo correr y limitarte a escribir la necrológica como estaba previsto en un principio. ¿No has averiguado suficientes cosas para escribirla? En cuanto a lo demás, algunas personas son misteriosas, al igual que algunas cosas son misteriosas y ya está. Conocía a Jaan mejor que nadie en este pueblo, ¿verdad? Y también mejor que cualquiera de sus compañeros de trabajo, y aun así no sabía nada de sus detenciones, su infancia ni nada parecido. Si te están enviando notas extrañas…

—Recibir notas extrañas me da ganas de seguir adelante. No me gusta la idea de que intenten asustarme.

—Qué valiente —bromeó, asestándome un suave puñetazo en el vientre—. ¿Por qué no escribes la necrológica y dejas correr el asunto por un tiempo, a ver si vuelves a encontrarte alguna nota clavada en la puerta? En tal caso, sabrás que guardaba relación con Jaan y podrás seguir indagando.

Era una buena idea, y viniendo de ella, casi convincente, pero de todos modos habría equivalido a tirar la toalla.

—Un periódico de Boston está interesado en el artículo —insistí—. No puedo dejarlo.

—Vaya, no creía que fueras tan ambicioso.

—No lo soy —repliqué, algo dolido—. Solo digo que estoy trabajando en un artículo y que no quiero dejarlo solo porque alguien no quiera que siga adelante. En cualquier caso, ¿cómo sé que la nota no me la manda un dentista al que ofendí en algún artículo?

—No puedes saberlo, es cierto. Pero ten cuidado, ¿de acuerdo? Quiero verte mucho. Es que no veo motivo alguno para correr riesgos por el Lincoln Carrier ni por un empleo en Boston que seguramente te darán de todos modos. Tienes veintitrés años, eres listo y tienes talento. Ya llegarán otras oportunidades.

Qué fácil resulta captar el verdadero significado de aquella conversación en retrospectiva, plasmada sobre papel, pero en aquel momento me sentí halagado porque quería sentirme halagado.

—Puede —admití—. Puede que tengas razón.

Aquella frase fue la predilecta de mi madre durante los últimos años previos al divorcio de mis padres. Yo también la empleaba a todas horas. Lo que en realidad significaba era «no estoy de acuerdo, pero no tengo ningunas ganas de discutirlo ahora mismo».

En mitad del tercer vaso de whisky (habíamos apurado la botella), advertí que la temperatura había bajado de forma espectacular. Me levanté para acercarme al radiador; estaba helado, y la corriente de aire se filtraba por debajo de las ventanas. En el silencio entre dos canciones, oí los quejidos y crujidos de la vieja casa, el aullido del viento contra las fachadas. Cada vez hacía más frío. Escondí las manos dentro de las mangas del jersey y cerré los puños.

—Pareces un niño pequeño cuando haces eso.

Bajé la mirada hacia mis mangas, abrí los puños y saqué las manos.

—No, no, no quería… Sé que hace frío. La temperatura baja de golpe cuando la señora DeSouza apaga la calefacción. Por suerte, tengo la solución.

Del armario sacó una enorme manta de lana, a todas luces tejida a mano. Los cuadrados de colores ribeteados de azul le conferían un aspecto muy cálido y acogedor, como si del tablero de un juego infantil se tratara.

—La hizo mi abuela —explicó al tiempo que la desplegaba y la sacudía—. Ven aquí.

Nos abrazamos con fuerza bajo la manta. Hannah olía a whisky, a agua de rosas y a ella misma. Besé el lado de su cuello más próximo a mí, y ella me aferró las manos.

—Estás temblando —constató.

—Tengo frío.

—¿Es solo por el frío?

Por supuesto que no.

Desperté a las 3.36 de la madrugada, confuso y con una potente resaca antes de recordar dónde estaba. Hannah dormía junto a mí con la cabeza atravesada sobre su almohada. Engullí tres vasos de agua de pie junto al lavabo y volví de puntillas a la cama capeando el frío glacial. Cuando me acosté, Hannah me rodeó el pecho con los brazos, acurrucó las rodillas contra la parte posterior de las mías y me besó en la oreja. Encajábamos como mano y guante.

El domingo fue un día pletórico y sin contratiempos. Todo el mundo tiene derecho a vivir uno, quizá dos días así en la vida, un día que transcurre como la mañana después de una tormenta de nieve o de unas fiebres muy altas. Nuestras actividades fueron bastante prosaicas. Nos levantamos tarde, yo preparé tostadas y huevos fritos, volvimos a la cama, fuimos hasta la frontera de Nueva York para dar un largo paseo por la orilla de un río, y paramos en un enorme y desierto bar de carretera cuyo memorable eslogan rezaba «Dardos colorados y pollos estofados», donde comimos alitas de pollo y jugamos a dardos hasta las diez y media, hora a la que volvimos a casa. Hannah bajaba el hombro del modo más encantador antes de arrojar el dardo, como si intentara quitarse una camiseta brazos abajo. Dejó de cubrirse la boca con la mano cuando reía; yo dejé de bajar la mirada cuando contaba un chiste. Para cuando llegamos a su casa, ya nos tratábamos con algo más de fluidez, aunque se puso algo mustia cuando entramos en Lincoln y, alegando desouzafobia, insistió en que aparcara en una calle lateral y en que diéramos un rodeo para evitar Orchard Street y las ventanas delanteras de la señora DeSouza. No me pareció extraño. En aquellos momentos era absolutamente incapaz de todo pensamiento crítico.

Me parecía no haber dormido, pero por lo visto sí dormimos, porque me despertó su despertador. Hannah emitió un gruñido.

—Mira que beber alcohol un domingo por la noche. ¿Por qué me obligaste a hacerlo? Venga, compénsame trayéndome tres aspirinas del armario del baño y un enorme zumo de naranja de la cocina.

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