EL CONOCIMIENTO ES PODER Y EL PODER PUEDE MATAR ÉL ERA EL CUSTODIO
Arno Holmstrand está a punto de morir a manos de una organización resuelta a apoderarse del secreto que ha guardado durante toda su vida: la ubicación de la biblioteca perdida de Alejandría y los vastos conocimientos ocultos en ella desde hace siglos.
ELLA VA A HEREDAR ESE LEGADO
La vida de Emily Weiss va a cambiar más allá de todo lo imaginable. En un minuto pasa de ser profesora universitaria de Historia a viajar a los más lejanos rincones del mundo y descifrar las extrañas pistas dejadas por su mentor, Arno Holmstrand. La están poniendo a prueba, pero ¿con qué fin?
ELLOS ESTÁN DISPUESTOS A MATAR POR CONSEGUIRLO
Ellos forman el Consejo y ansían el poder y la posición. Su corrupción se extiende desde los más altos niveles de gobierno a los asesinos empelados para la comisión de sus crímenes. Matarían por el conocimiento arcano de la biblioteca. Y Emily Wess tiene exactamente lo que ellos buscan.
A. M. Dean
La biblioteca perdida
ePUB v1.0
NitoStrad30.05.13
Título original:
The lost library
Autor: A. M. Dean
Fecha de publicación del original: agosto 2012
Traducción: José Miguel Pallarés Sanmiguel
Editor original: NitoStrad (v1.0)
ePub base v2.0
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Minnesota (EE UU), 11.15 p.m. CST
[1]
El anciano ya no sentía el dolor producido por la bala que le había atravesado el pecho, a pesar de que ese daño se había convertido en el centro de todo incluso cuando empezaba a emborronársele la visión por los extremos.
Aquello no le sorprendía. Arno Holmstrand sabía que vendrían a por él. Los acontecimientos de la semana anterior dejaban poco lugar a dudas. Estaba preparado. Se había visto obligado a rematar los preparativos a toda prisa, mas ya los había terminado. El escenario se hallaba dispuesto y él había hecho todo lo necesario. Ahora solo faltaba realizar la última tarea y rezar para que sus esfuerzos no fueran en vano.
Se desplomó sobre la silla de basto cuero negro colocada detrás del escritorio. La tenue luz de la lámpara atravesaba las sombras del despacho y arrancaba destellos a la superficie de caoba, creando una imagen fugaz de gran belleza.
Extendió las manos hacia el libro abierto que descansaba sobre el escritorio de madera. El dolor punzante regresó durante unos instantes. Podía usarlo de recordatorio si era necesario: no había vía de escape, solo de conclusión. Se concentró, fijó la vista en el tomo, contó tres páginas y las arrancó con toda la energía que fue capaz de reunir.
En el corredor sonaron unos pasos que le proporcionaron un nuevo centro de atención. Arno sacó un mechero plateado, un regalo por su papel como testigo en la boda de un alumno hacía muchos años, y lo encendió. Tomó unas hojas del cesto de los papeles colocado a sus pies y las sostuvo en alto hasta que prendió la llama. Los folios ardieron al cabo de un momento. Dejó caer los documentos en la papelera y volvió al escritorio tras contemplar cómo se arrugaban y luego se convertían en pasto de las llamas anaranjadas.
Había llevado a cabo el último cometido. Arno entrecruzó los brazos, entrelazó los dedos de las manos y observó cómo se abría de sopetón la puerta de su despacho.
Vio ante él a un hombre de expresión acerada y desprovista de cualquier emoción reconocible. Alisó una cazadora de cuero negro cuyos contornos ponían de relieve un cuerpo musculoso, recorrió la habitación con la mirada, clavó los ojos en el pequeño fuego de la papelera y encañonó directamente al anciano sentado al otro lado de la mesa.
Arno alzó la vista y miró a los ojos a su adversario.
—Te estaba esperando. —En la voz calmada del anciano había una nota de autoridad. En el umbral, el intruso no se alteró. Había estado corriendo hasta hacía poco, pero ya se le estaba normalizando la respiración. Arno eliminó de su voz cualquier tono de burla y le confirió un tono práctico—: Me has encontrado, y eso ya es más de lo que han hecho muchos, pero todo termina aquí.
El hombre más joven se detuvo por un momento y contempló a Arno con curiosidad. No esperaba semejante muestra de aplomo por parte del anciano, no en ese momento, el de su derrota, y aun así, permanecía sentado de forma desconcertante.
El intruso respiró con fuerza y sin pestañear le pegó dos tiros seguidos que se hundieron en el pecho de Arno. Aumentó la oscuridad de la estancia. Holmstrand contempló cómo la silueta del asesino se giraba y se desdibujaba. Luego, pareció alejarse. La oscuridad aumentó.
14 minutos después, Oxford (Inglaterra).
Miércoles por la mañana, 5.29 a.m. GMT
[2]
El reloj de la torre de la antigua iglesia se alzaba por encima de la urbe. A sus pies, la ciudad comenzaba a revivir e iniciaba su rutina típica. Unas pocas ventanas encendidas salpicaban las fachadas de los colegios universitarios próximos a la plaza y las furgonetas de reparto maniobraban por High Street, abasteciendo a las tiendas para su actividad diurna. La luna flotaba baja en el cielo y la noche aún velaba los primeros rayos del sol.
La inmensa manecilla de hierro del reloj se adelantó para ocupar su sitio y señalar las 5.30. Entonces, detrás de la placa frontal metálica, un pasador de madera, colocado a propósito entre los engranajes del reloj, se partió en dos; y al romperse, destensó un cable atado al mismo; y al aflojarse el cable, se inició el descenso meticulosamente coordinado del fardo que aquel había estado sosteniendo encima de la base de la torre.
Ciento veinticuatro escalones de piedra en espiral más abajo, a los pies del edificio decimonónico, el paquete se estrelló contra las gruesas rocas de los cimientos. La sacudida hizo que se soltara el detonador de mecha situado en la parte exterior del bulto, provocando una carga de ignición dirigida a la perfección. El paquete de C4 cobró vida, explotando con furia desmedida.
La vetusta iglesia se derrumbó en medio de una enorme bola de fuego.
Minnesota, 9.05 a.m. CST
La jornada que iba a cambiar la vida de la profesora Emily Wess empezó de un modo bastante sencillo. No había indicios de tragedia ni particulares signos de urgencia en la forma con que había empezado su rutina matinal de todos los días de aquel trimestre. Había corrido a primera hora, había impartido las clases de la mañana, se había comprado el café matutino, pero algo le resultaba extraño a pesar de respirar el mismo pesado aire otoñal de siempre en el campus del Carleton College. Había en aquel día algo anómalo, una sensación inusual que no era capaz de determinar con precisión.
—Buenos días a todos.
Anduvo por el pasillo central del tercer piso del complejo Leighton Hall, sede del Departamento de Religión, hasta llegar a la puerta que daba a su despacho; el suyo era uno de los arracimados en torno a un pequeño espacio al que se accedía a través de una sencilla puerta, un corro, como solía llamarse en la jerga de Minnesota. Otros profesores tenían despacho en el corro, en una de cuyas esquinas se encontraban cuatro de ellos y un colega de otro departamento cuando entró Emily.
Ella sonrió, pero el pequeño grupo estaba absorto en una conversación sostenida en susurros.
—Hola —respondió alguien de la camarilla al cabo de un tiempo inusualmente prolongado desde el saludo, pero nadie se volvió a mirarla.
Fue entonces cuando ella tomó conciencia de la atmósfera tan extraña existente a lo largo de toda la mañana, pero de la que no se había percatado por completo hasta ese momento. Reinaba un silencio extraño en las aulas y sus compañeros desviaban la mirada con la preocupación escrita en las facciones.
Extrajo las llaves del bolso y se detuvo delante de unos casilleros a fin de vaciar el contenido del suyo. En el pliegue del codo sostuvo la propaganda que intencionadamente había dejado que se acumulara. Recogerla a diario se le hacía insoportable.
Las voces apagadas de sus colegas continuaron oyéndose. Emily miró por el rabillo del ojo en cuanto encajó en la cerradura la llave de su oficina, aguzó el oído y logró escuchar una frase dicha con suavidad y en voz baja a propósito.