—¿Por qué…? ¿Por qué iba yo a actuar contra el vicepresidente? —resolló el herido—. ¡Es mi jefe!
—¿Sí…? No lo es, ¿a que no? En realidad, no lo es. Conocemos cuál es su verdadera filiación política, señor Forrester. —El interpelado puso unos ojos como platos al oír semejante acusación. Jason se inclinó hacia delante y le dijo al oído—: Diga lo que diga su carné, usted no trabaja para el vicepresidente, lo sabemos. Sus ambiciones son abrirse camino hasta otra oficina muy diferente. Una de paredes ovaladas.
Mitch no podía negarlo. Le habían pillado. Su desdén hacia el vicepresidente debía de haber sido demasiado transparente y al final alguien había acabado por sospechar la verdad, que desde hacía tres meses estaba trabajando para asegurarse un nombramiento en la plantilla presidencial.
—De algún modo comprendió cuáles eran las intenciones del vicepresidente y filtró los detalles a sus enemigos políticos —continuó Jason.
El daño abrasador hizo que Mitch pensara a toda prisa. Había soltado mentiras y negativas cada vez que tenía ocasión, pero aquel hombre parecía saber la verdad ya. Y le había clavado un cuchillo en la espalda.
—Yo solo descubrí unos nombres —barbotó al final—, pero no conozco los detalles concretos de sus planes, solo las personas involucradas.
Jason enarcó una ceja.
—¿Qué nombres…?
—Gifford, Dales, Marlake… —Inspiró con bastante dolor antes de seguir hablando—. Eran unos pocos. Jamás se los dije a nadie. Preparé una lista en mi ordenador. Quizá un día pueda llegar a ser un documento de lo más motivador. Nadie la ha visto.
Jason sabía que esta última afirmación era falsa, aun cuando Forrester podía alegar en su defensa que él no se la había enseñado a nadie. No motu proprio. No a sabiendas. Por desgracia, como bien sabía Jason, sus adversarios tenían formas de hacerse con la información.
Volvió a centrar su atención en el hombre que tenía delante de él.
—¿Qué más había en ese documento? ¿Qué sabe del plan…?
—Pero ¡qué plan! —chilló Forrester con una sorpresa tan auténtica como su dolor—. Solo empecé a ver un esbozo. Los colaboradores del presidente morían y los partidarios del vicepresidente cobraban mayor preeminencia, pero ¿plan? No lo había.
Jason estudió el reflejo de los ojos de Forrester en la pared del ascensor. Pasó un buen rato antes de que despegara los labios.
—¿Sabe, señor Forrester? Creo que me está diciendo la verdad. Sinceramente, no sabe nada más.
El joven logró soltar un suspiro de alivio en medio de tanto dolor.
—Gracias a Dios. Yo… —Hizo un gesto de dolor, pero continuó—: Yo no he hecho más que servir a mi país.
Jason esbozó una media sonrisa.
—Eso se acabó.
Retiró el cuchillo de la espalda de Mitch con un movimiento suave. Enseguida empezó a borbotar por la herida un chorro de sangre casi negra. Mitch se volvió hacia el hombre para encararse con él mientras este limpiaba la hoja sobre la chaqueta de su víctima y pulsaba el botón para reanudar el ascenso.
Forrester, horrorizado, se llevó ambas manos a la espalda y el rostro se le puso lívido cuando las miró de nuevo y estaban cubiertas con su propia sangre.
—Creía que me había dicho que me dejaría vivir si… cooperaba.
Se apoyó sobre un lateral de la cabina, pues estaba cada vez más débil, y desde allí resbaló hacia el suelo. La pérdida de sangre le sumió en la inconsciencia.
Jason enfundó el cuchillo mientras el campanilleo del ascensor anunciaba la llegada al piso cuarto, cuyo descansillo estaba vacío. Bajó la vista para contemplar al penoso infeliz que tenía ante él.
—Usted más que nadie debería saberlo —repuso con una ancha sonrisa de satisfacción en el semblante—: nunca confíes en un hombre de Washington.
Y salió de la cabina, cuyas puertas se cerraron con suavidad delante del hombre que ya había exhalado el último aliento.
El breve interrogatorio de Mitch Forrester confirmó a Jason todo cuanto necesitaba saber. La Sociedad había obtenido la lista a través del ordenador del ayudante vicepresidencial, a quien Marlake debía de tener bajo vigilancia. Esa fuga había determinado la eliminación del Custodio y su Ayudante, tarea de la que se había ocupado en persona. Ahora, con Forrester fuera de juego, la filtración había quedado sellada definitivamente. La obsesión de la Sociedad por el secretismo y las cadenas cerradas de responsabilidad garantizaban que no lo supiera nadie más. La misión podía proseguir sin problema alguno.
Ahora, únicamente quedaba el inesperado asunto de Minnesota.
El Custodio había demostrado al morir que era algo más que una filtración potencial, aunque la hubieran tapado. El libro, las páginas arrancadas. Había algo más en marcha, algo más grande incluso que la propia misión.
Jason salió del bloque de apartamentos con la piel de gallina. Las cosas estaban cambiando. El horizonte parecía adoptar un cariz diferente.
11.10 a.m. CST
Entre dimes y diretes, la conversación se prolongó unos minutos más hasta que llegaron a una encrucijada.
—Atiende, son las once y poco, y mi vuelo hacia Chicago sale a las dos y diez —dijo por fin Emily—. Con todo el tráfico del puente de Acción de Gracias, debería salir pronto si es que al final voy.
Tanto ella como Michael sabían que la última frase era más una pregunta que una afirmación.
—Si… —repitió él, y dio la vuelta a los billetes impresos que Holmstrand había comprado por Internet. Se planteaba la elección entre Chicago o Inglaterra; sin embargo, de algún modo, él sabía que no había elección. Emily siempre había sido una adicta a la aventura, el único ingrediente que se perdía, como ella misma solía decir a menudo, al seguir una vida académica, que, por lo demás, la hacía sentirse realizada. Sin embargo, lo que ahora se les presentaba era algo más que una simple curiosidad con algo de riesgo—. Emily, deberías venir a casa. No tienes por qué volar a Inglaterra solo porque te lo haya pedido un colega, por muy tentadora que pueda resultar la perspectiva. Sobre todo teniendo en cuenta el hecho de que le asesinaron poco después de mandar la invitación.
Ella pensó en los posibles obstáculos futuros y en las misteriosas cartas que Arno le había enviado. No estaba acostumbrada a cosas como aquellas. Había ocupado un puesto en el Carleton College desde que terminó la tesis, haría poco más de año y medio, regresando así a la fuente de su inspiración académica. A pesar de haber abandonado Carleton nada más concluir la licenciatura con el fin de asistir a las mejores y más importantes instituciones del mundo universitario, había regresado con ansia a donde había dado sus primeros pasos. Ahora ocupaba un puesto permanente y nada iba a cambiar hasta la jubilación. Eso ofrecía una considerable seguridad a Emily, una académica de treinta y dos años, pero no la clase de entusiasmo que ella había pensado que iba a caracterizar su futuro. Intentó mantener controlado ese lado aventurero suyo corriendo mucho, y más recientemente había tomado lecciones de
krav magá
o combate de contacto, el arte marcial israelí, y alguna que otra clase de paracaidismo acrobático en un aeropuerto cercano, pero había tenido que aceptar el hecho de que el mundo académico carecía de las emociones que ella ansiaba tanto.
Y ahora esas emociones estaban ahí. Un misterio definido con vaguedad. Unas cartas extrañas con pistas aún más extrañas. Un billete para el otro lado del Atlántico. Pero, por otra parte, también estaban su prometido, el puente de Acción de Gracias y la preciada y poco frecuente oportunidad de estar juntos, pues Chicago había resultado no estar tan cerca como habían pensado en un principio, cuando decidieron que Michael hiciera su aprendizaje desplazándose todos los días muchos kilómetros hasta el lugar de trabajo.
—Hemos de decidir esto juntos —dijo por fin Emily—. Parece que hoy tengo dos reservas de avión. ¿A cuál me subo? —Y contuvo el aliento a la espera de la respuesta de Michael.
—Inglaterra —respondió él, comprendiendo que ella había hecho caso omiso a su anterior protesta—. Eso está bastante más lejos que Minnesota.
Emily se tensó de puro entusiasmo y agregó:
—No es volver a Inglaterra, es regresar a Oxford, nuestro territorio en nuestros años de estudiantes.
—Bueno, eso parece —repuso Michael, que le echó un vistazo a la carta de Arno—, pero ¿qué vas a hacer exactamente? —preguntó; hablaba con tal énfasis que perdía su compostura habitual—. ¿Vas a plantarte en Inglaterra únicamente con una cuartilla llena de pistas y aun así descubrir algo que lleva perdido desde hace siglos?
Emily deseó estar más cerca y así poder extender la mano para coger la de Michael. Percibía la aprehensión de su prometido y un miedo también presente en su propio entusiasmo. Pero incluso la perspectiva tan extraña que él describía le resultaba a ella seductora.
—Piénsalo, Mike. Arno se las ingenió para conocer mis planes y mi vida, o sea, a ti, a fin de que hoy recibiera esa información, y eso a pesar de su propia muerte. Vamos, eso tiene que despertar tu interés. —Soltó un jadeo de entusiasmo. Al otro lado de la línea no hubo discusión—. Y ahora me ha dejado un billete para Inglaterra —prosiguió Emily—. No sé cómo, pero de algún modo Holmstrand previó el futuro. Estoy segura de que no voy a vagar por Inglaterra sin rumbo fijo por mucho tiempo. Además, tampoco será el fin del mundo si todo se queda en agua de borrajas, y habré hecho un viaje gratis a tu patria.
—Pero sin mí. —Michael por fin recuperaba el tono de su adorable prometido.
La voz de Emily se suavizó al responder:
—Siempre podrías venir conmigo, ya sabes. Una pequeña aventura juntos, ¿eh? Volver a donde nos conocimos…
Emily no podía verlo, pero los ojos de Michael se iluminaron a pesar de que sabía que no podía aceptar esa invitación.
—Tal vez vosotros, los de la universidad, tengáis muchas vacaciones, pero a mí me espera una presentación el sábado, sea o no puente Acción de Gracias. Es mi primera gran oportunidad ante un cliente, ¿te acuerdas?
—Por supuesto, lo sé. —Michael se había estado preparando para ese momento durante meses, pues era uno de los últimos, y mayores, obstáculos en su carrera por pasar de aprendiz a arquitecto plenamente cualificado.
—Además, según dice en la carta, espera que vayas sola. A saber qué vas a hacer ahí, solo el Cielo lo sabe.
Emily se animó al escuchar la última frase. Ella había tomado una decisión y aquello era como si acabara de recibir el beneplácito que había estado esperando.
—¿Sí…?
—Vamos, no finjas ni por un momento que no vas a ir, conmigo o sin mí.
Y así ocurría en efecto: aquella aventura era demasiado grande para dejarla pasar. Michael la conocía bien y no iba a hacer que se perdiera semejante oportunidad. Una sonrisa se extendió por el semblante de Emily mientras se inclinaba hacia el auricular.
—No te inquietes, Mikey, te traeré algo bonito a mi regreso.
11.15 a.m. CST
El corazón de Emily latía desbocado cuando colgó el teléfono al cabo de un momento. No tenía ni idea de lo que sucedería después, pero trazó sus planes de inmediato y centró su interés en el aeropuerto internacional de Minneapolis, desde donde volaría a Inglaterra. Tenía el tiempo justo para telefonear a su antiguo director de tesis en Oxford, el profesor Peter Wexler, para ver si podía acudir a recogerla al aeropuerto y llevarla a la ciudad. La aventura empezaba a partir de ahí.
Para bien o para mal, la última voluntad y testamento de Arno Holmstrand iba a llevarse a cabo.
Nueva York, 2.30 p.m. EST (1.30 p.m. CST).
La conexión de vídeo vaciló unos momentos y tras varios parpadeos cobró vida. La imagen del Secretario se conectó a la de los otros seis miembros del Consejo. El órgano ejecutivo había sido convocado a una reunión especial, pues las circunstancias lo requerían.
El hombre se inclinó hacia la cámara colocada en lo alto de la tapa del portátil.
—Caballeros, los acontecimientos han tomado cierto… giro.
Las seis ventanas colocadas en la pantalla junto a la suya emitieron un pequeño murmullo.
—¿No han podido sus Amigos realizar la tarea? —preguntó uno de pronunciación áspera y fuerte acento árabe.
—La tarea se ejecutó tal y como se había planeado —aseguró el Secretario.
—Entonces, ¿ha muerto también el Custodio? —preguntó alguien desde otra ventana y con otro acento.
—Hemos actuado de igual modo con el Ayudante, eso fue la semana pasada. Y hace unas horas hemos taponado el origen de la fuga.
Los miembros del Consejo acogieron las noticias asintiendo sin decir nada para mostrar su acuerdo. El silencio se prolongó un buen rato hasta que uno de los interlocutores tomó la palabra:
—Al parecer, nuestra tarea está terminada. Sabemos cómo funciona su estructura. Esos eran los únicos hombres con acceso a los datos. Hemos cubierto la fuga con eficacia. —Había satisfacción en el tono del hombre, pero un cierto aire de frustración enturbiaba sus declaraciones de éxito. La misión podía continuar y alcanzarían los objetivos a corto plazo, pero ahora que habían desaparecido el Custodio y su Ayudante, la larga búsqueda, esa que se había prolongado durante varios siglos, quedaba fuera de su alcance. Se había ganado algo, pero también se había perdido algo mucho, mucho más valioso.
El Secretario apoyó las manos sobre la mesa con calma y la agarró antes de contestar:
—Sí, en efecto. La filtración está controlada y podemos retomar nuestra tarea, pero… —calló unos segundos para dar énfasis a sus siguientes palabras—, pero ha surgido algo nuevo.
Aquel comentario imprevisto provocó caras de sorpresa entre sus interlocutores. El secretario sintió en él una pequeña fuente de poder. La habilidad para mantener en suspense a sus colegas despertaba su instinto innato de dominio. Él sabía lo que ellos ignoraban e iban a enterarse solo porque había decidido compartir esa información.
—No lo entiendo —comentó otro miembro del Consejo—. Nuestra tarea ha terminado si han muerto los dos. La amenaza a una posible exposición ha acabado, aunque eso signifique haber cerrado la puerta a… otras cosas.
«Otras cosas». La balbuceante mención de aquel consejero suavizaba una referencia, conocida por todos los miembros del Consejo, a la única cosa, el único objetivo, a la razón por la cual existía la institución.