—Que sigan preguntando —dijiste.
Fueron recibidos nuevos avisos y, como el primero, quedaron sin respuesta. La flota permanecía silenciosa, como sobrecogida ante la vida del mundo que la rodeaba. El departamento de comunicaciones comenzó a interceptar mensajes de alarma y advertencia entre estaciones planetarias.
—
Galconder Sabré llamando a Rolf 158. Nave sin identificar debe sobrepasarte con rumbo 99GY4281 en Gal. 07.1430 aproximadamente…
—
Acróstico I a Base de Cutatigni. Observa e informa sobre flota entrando Sector Paraíso 014.
—
Astrónomo Peik-pi-Koing a Droxy Pylon. Naves sin identificar número 130 aproximadamente cruzando en este momento Área de Observación, Código Diamante Índice Diamante Oh Nueve.
—
Todas las estaciones sobre Eslabón Dos Israel. Procedimiento BAB Nueve Uno operación inmediata…
El Tuerto bufó de contento.
—Los hemos dejado de piedra —dijo.
Mientras pasaban las horas iba perdiendo soltura. El espacio, un segundo atrás silencioso, estaba lleno ahora de murmullos; muy pronto los murmullos se convirtieron en una babel de sonidos. La nota de curiosidad, que al principio señalaba poco más que mediano interés, comenzó pronto in crescendo hasta la irritación y la alarma.
—Tal vez debamos darles alguna respuesta —sugirió el Tuerto—. ¿Y si les soltáramos algún cuento que los calmase? ¿Si les decimos que vamos a rendir algún homenaje o algo por el estilo?
—No necesitas preocuparte por los mensajes que podemos entender —dijo el Almidonado—. Ahora estamos captando varios emitidos en clave; esos son los que tendrían que llamar nuestra atención.
—¿No podríamos responder cualquier cosa que los aquietara? —repitió el Tuerto, apelando a ti.
Tú miraste las tinieblas de más allá, como si pudieras taladrar el velo que formaban, como si esperases ver pasar los mensajes como cometas por delante de las escotillas.
—Afloraría la verdad —dijiste sin darte la vuelta.
Dos días más tarde, la parasonda registró la primera nave detectada desde que dejaran Owlenj. El visor produjo tal ruido en el Panel de Comunicación que el Almidonado fue a ver qué ocurría. El Tuerto, sin afeitar, corrió tras él.
—¡No
puede
ser una nave! —decía el Jefe de Comunicaciones, agitando el informe.
—Pero tiene que serlo —casi rogó su subalterno—. Observa su rumbo: tú mismo lo trazaste. Está dando la vuelta, sin lugar a dudas. ¿Qué sino una nave podría maniobrar así?
—¡No
puede
ser una nave! —repitió el jefe.
—¿Por qué no puede serlo? —preguntó el Almidonado.
—Te pido perdón, señor, pero esa mierda de objeto tiene por lo menos treinta millas de longitud.
Tras un segundo de silencio, el Tuerto preguntó con nerviosismo:
—¿Qué rumbo toma?
El subalterno respondió. Sólo él parecía complacido con el pez atrapado en la pantalla:
—Desde que lo detectamos, ha girado de treinta a treinta y dos grados hacia el norte tras haber seguido un rumbo seguramente nornoroeste según la cuadratura galáctica.
El Tuerto estranguló el respaldo del asiento del subalterno como si se tratase de su cuello.
—Lo que quiero saber —graznó— es si se acerca o se aleja de nosotros.
—Ni una cosa ni otra —dijo el subalterno, mirando nuevamente la pantalla—. Ahora parece haber acabado de virar y se está moviendo en un rumbo… a noventa grados de nosotros. Es el ángulo exacto —añadió con inocencia.
—¿Alguna señal de la nave? —preguntó el Almidonado.
—Ninguna.
—Soltadle un bombazo en la proa —sugirió el Tuerto.
—No estamos ahora en las calles de Owlenj para repartir bombazos a diestra y siniestra; ¡dejadlo ir!
El Tuerto se volvió con furia y se encontró con el Soldado. Éste había llegado al puente casi desde el comienzo. Allí permanecía de pie y se mantuvo contemplando cómo desaparecía la mancha en la pantalla de la parasonda antes de tomar de nuevo la palabra. Luego, llevando al Tuerto aparte, y mirando a su alrededor para estar seguro de que no estabas por allí cerca, le dijo en voz baja:
—Amigo mío, tengo algo que confesarte.
Miró con ansiedad y disgusto la cara sin afeitar del Tuerto antes de reanudar el tema.
—Me han asaltado mis primeros temores —dijo—. Sabes que soy hombre de iniciativa y valiente, pero hasta un héroe considera oportuno tener miedo de vez en cuando. Cada hora que pasa nos adentramos más y más en una trampa; ¿acaso no te has dado cuenta? Vaya, estamos sólo a dos semanas y media de la fabulosa Yinnisfar. Y no puedo dormir pensando que podemos estar precipitando nuestros cuellos en una horca de la que no podremos escapar después.
A pesar de lo duro que le resultaba estar de acuerdo con su enemigo, el Tuerto no pudo evitar esta oportunidad de confiarle sus propios temores.
—¡Tienen naves de treinta millas de longitud! —exclamó—. ¿Qué podemos hacer contra esa bestialidad? Tenemos que proseguir ya que hemos comenzado. ¿Se te ocurre algo?
Asintiendo misteriosamente, el Soldado convenció al otro de que bajaran a la cabina antes de seguir hablando. Allí, se puso a golpear un mamparo.
—A sólo una jornada de aquí —dijo, golpeando otra vez con virulencia—, hay infinidad de planetas ricos. Sin duda son tan ricos como los del centro de la Región… sólo que peor protegidos. ¿Puedes imaginártelos, llenos de mujeres regordetas, medio rubias, con los dedos cargados de anillos, hombres rechonchos y pequeñajos que se pudren entre inmensas cuentas bancarias? ¡Y al alcance de la mano! ¡Sin defensa! ¿Por qué ir a Yinnisfar, donde sin duda nos encontraremos con resistencia? ¿Por qué no detenernos aquí, cargar lo que podamos y volver a Owlenj antes que cambie la suerte?
El Tuerto dudaba haciendo muecas con la boca. Le gustaba la sugerencia en todos sus puntos tanto como su ex enemigo habría esperado. Pero había un obstáculo mayor y lo dijo:
—
Él
está emperrado en ir a Yinnisfar.
—Sí, creo que ya lo hemos aguantado demasiado —replicó el Soldado.
No necesitaron mencionar tu nombre. Alejados del aura de tu presencia, sus malos presentimientos respecto a ti eran mutuos. El Soldado fue hasta un aparador, tomó una botella pequeña de gollete alargado y se la tendió al Tuerto.
—Esto resolverá el problema —dijo.
—¡Santo Dios! —dijo el Tuerto y apartó la botella de sí. Contenía veneno de
grusby
, mortal serpiente de los trópicos de Owlenj; oler una gota del veneno a una yarda de distancia provocaría a cualquier hombre dolores de cabeza para una semana.
—Esta noche se lo mezclaremos en el vino —dijo el Soldado.
Cuando, tras la cena, se sirvió el vino en la mesa del Capitán, el Tuerto aceptó un vaso, pero no pudo beber. Se sentía enfermo de emoción y con la indisposición vino el odio hacia el Soldado; no sólo desaprobaba el envenenamiento como método de asesinato, sino que comprendía a las claras que la pequeña botella contenía más que suficiente para proporcionarle una dosis también a él ya que el Soldado podría sentirse muy predispuesto a acabar de una vez por todas con todos sus oponentes.
No tenías tú tales inquietudes. Como siempre, estabas de buen ánimo. Cogiste el vaso una vez estuvo lleno, brindaste, como todas las noches, por el éxito de la expedición, y bebiste el vino.
Hiciste una mueca de insatisfacción—Este vino está flojo —dijiste—. Encontraremos mejores licores en Yinnisfar.
Todos los que ocupaban la mesa estallaron en risas, coreándote, salvo el Tuerto; los músculos de su cara estaban tensos. Ni siquiera podía hacer el esfuerzo de mirar al Soldado.
—¿Qué piensas del objeto de treinta millas de largo que avistamos antes? —te preguntó el Almidonado, bebiendo su vino a sorbos moderados.
—Oh, era una nave de Yinnisfar —dijiste con soltura—. No os preocupéis de ella. La evolución la tomará a su cargo, como se hizo cargo de los monstruosos reptiles prehistóricos que en un tiempo poblaron Owlenj y otros planetas.
El capitán abrió los brazos.
—Para un hombre práctico es una observación extrañamente apráctica —dijo—. La evolución es una cosa y las supernaves otra muy distinta.
—Oh, no, de ningún modo… claro, lo es si olvidáis que la evolución es el método científico de la naturaleza, y las naves espaciales, aun y no siendo criaturas orgánicas, forman parte de la evolución del hombre. Y el hombre… es una parte del método científico de la naturaleza.
El Capitán, que desconfiaba de las especulaciones, se contrajo en su caparazón de almidonamiento.
—Espero que no supondrá a estas alturas que el hombre no es el producto final de la evolución —te dijo—. Se nos viene diciendo desde tiempos inmemoriales que la galaxia es demasiado vieja para nada que no sea su propia extinción última.
—Yo no supongo nada —dijiste complacido—. Pero recordad que lo que triunfa al final es algo demasiado inmenso para vuestra comprensión o la mía.
Te levantaste y los otros hicieron lo mismo. El comedor quedó pronto prácticamente vacío. Sólo permanecieron en él los dos conspiradores. El Tuerto se secaba la frente.
—Me tienes en un hilo —dijo—. ¿No pudiste arreglártelas para meterle la porquería en el vino esta noche?
El Soldado se mantenía tan tiesamente militar como siempre; pero temblaba como una cuerda tensa. A duras penas pudo articular las palabras con su seca lengua.
—Esta noche no había vino para él —pudo susurrar—. Su vaso estaba lleno de veneno hasta los topes. A estas alturas deberíamos estar lanzándolo por la escotilla con los pies por delante.
La flota de Owlenj había permanecido en el vacío durante cuatro semanas. Ahora se adentraba en el estrellado corazón de la galaxia, a seis días de vuelo de Yinnisfar. Por todas partes ardían soles que, transportando como una carga incidental cientos de millones de años de historias y mitos humanos, parecían antorchas fúnebres. El aire sepulcral era reforzado por el silencio de las sondas: el clamoroso hormigueo de las alarmas lanzadas por los planetas había desaparecido sin consecuencias.
—¡Están aguardándonos! —exclamaba el Tuerto, y no por primera vez. Vivía sobre el puente de la nave abanderada: dormía sobre un catre instalado allí y comía encima de la cama. De vez en cuando, se ponía a escrutar el universo aparentemente inmóvil mientras dos miedos lo asaltaban: el miedo a Yinnisfar y el miedo a ti que había logrado incluso eclipsar al primero.
Pese a la muda desaprobación del Capitán, el puente se había convertido también en los aposentos del Soldado. Se pasaba casi todo el tiempo echado en la cama con un fusor bajo la almohada y sin mirar para nada las escotillas.
Tú visitabas con frecuencia el puente, pero les hablabas con menor frecuencia. Estabas desinteresado; para ti podía haber sido todo un sueño, un sueño en el que la fisonomía de la ilusión adelgazaba sus trazos… No obstante, pese a ello, a veces se advertía en ti la huella de la impaciencia: unas veces hablando abruptamente, otras tamborileando con los dedos con sorprendida irritación, casi como si desearas despertar del tedio de tu sueño.
Sólo el Capitán Almidonado se mantenía imperturbable. La rutina del mando se imponía en él. Parecía haber absorbido toda la confianza que el Tuerto y el Soldado habían perdido.
—Aterrizaremos en Yinnisfar dentro de seis días —te dijo—. ¿Es posible que no nos presenten ninguna resistencia?
—Es posible imaginar excelentes razones para determinar su no resistencia —dijiste—. Owlenj se ha mantenido aislada de la Federación durante generaciones y no tiene conocimiento sobre las corrientes actitudes intelectuales que dominan en la Región. Pueden ser todos pacifistas, ávidos de demostrar su fe. O, al otro extremo de la escala, su casta militar, exenta de guerras que la mantengan en forma, puede derrumbarse bajo nuestra inesperada presión. Es todo especulación…
—Supongamos —aventuró desde su sillón el subalterno de comunicaciones—, supongamos que todo el mundo, todos los que habitan esos planetas, se han muerto hace tiempo y que nadie más allá de la Región se ha enterado… Es decir, el silencio mortal…
Fueron sus últimas palabras. En aquel instante, la parasonda explotó y aplastó la cabeza del subalterno como un coco. Un estruendo infernal se desató en el lugar mientras metal y vidrios rotos saltaban del panel y un espeso humo se esparcía por el puente. Un tropel de voces asustadas llenó el aire.
—Arrancad de su cama al Jefe de Comunicaciones —ladraba el Almidonado, pero el de Continuidad estaba ya en su puesto, llamando por el intercomunicador a los camilleros y al personal de electrónica.
El Soldado inspeccionaba los daños mientras aventaba el humo que aún brotaba del cráter al rojo abierto en los paneles. Su espinazo se arqueó tan tirantemente como una ballena de corsé doblada.
—¿Qué ha originado esto? —preguntó—. ¿Un cortocircuito? ¿Un transistor reventado?
—Imposible —dijo el Almidonado, feliz de contradecir por una vez a su superior—. ¿No puede tranquilizarse? El personal de reparación lo aclarará todo en seguida.
—¡Mirad! —gritó el Tuerto. El filo histérico de su voz fue tan imponente que, incluso en momento de crisis tan notoria, todos los ojos se volvieron hacia el lugar apuntado por su dedo. Señalaba afuera, más allá de las escotillas que daban al espectáculo de la noche. Los ojos tuvieron que parpadear y acomodarse a la distancia antes de poder ver nada.
Moscas. Moscas elevándose como una nube, destacándose de una oscura estela sobre cuya superficie brillaba la luz del sol; el contraste era tal que, entre la oscuridad y la luz, los insectos casi se perdían de vista. Pero la estela era el mismo espacio y el brillo un cúmulo de soles, y las moscas esparcieron entre ellas una nube de naves. Las viejas fuerzas de Yinnisfar se habían lanzado al ataque.
—¡No se pueden contar! —exclamó el Tuerto observando la ola de naves—. Debe de haber millares. ¿Qué vamos a hacer? Destrozaron el panel de instrumentos: fue una especie de aviso, ¿no lo entendéis? ¡Por Pía y Ton, nos destrozarán en cualquier momento!
Tosió las palabras como arena trabada en su garganta. Luego pareció sentir la necesidad de hacer algo a cualquier precio para ocultar su desvalimiento. Girando sobre sus talones, cruzó el salón y se encaró contigo.
—¡Tú nos has metido en esto! —gritó—. ¿Qué vas a hacer para sacarnos? ¿Cómo vas a salvarnos?