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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (12 page)

Si alguno de nuestros lectores refinados y cristianos se molestan por la sociedad en la que esta escena les introduce, les rogamos que hagan un esfuerzo por vencer sus prejuicios. El negocio de cazar negros, nos atrevemos a recordarles, está en vías de convertirse en una profesión legal y patriótica. Si toda la tierra que va de Misisipí al Pacífico deviene un gran mercado de cuerpos y almas y la propiedad humana refrena las tendencias progresistas del siglo XIX, puede que el tratante y el cazador aún se conviertan en parte de nuestra aristocracia.

Mientras transcurría esta escena en la taberna, Sam y Andy iban camino de su casa en un estado de felicidad extrema.

Sam estaba de muy buen humor y expresaba su júbilo mediante toda suerte de aullidos y exclamaciones sobrenaturales, y varios extraños movimientos y contorsiones del cuerpo entero. A veces se sentaba al revés, con la cara vuelta hacia la cola del caballo y, con un hurra y una voltereta, se volvía a colocar del derecho y, poniendo una cara muy seria, se ponía a sermonear a Andy con un tono altisonante por reírse y hacer el tonto. Luego, golpeándose los costados con los brazos, rompía a reír con unas carcajadas que resonaban en los bosques a su paso. Con todas estas maniobras, consiguió mantener los caballos a la máxima velocidad hasta que, entre las diez y las once, chacolotearon sus pasos en la gravilla del extremo del balcón. La señora Shelby acudió veloz a la barandilla.

—¿Eres tú, Sam? ¿Dónde están?

—El señor Haley está descansando en la taberna; está muy fatigado, ama.

—¿Y Eliza, Sam?

—Ella está al otro lado del Jordán. Como si dijéramos, en la tierra de Canaán.

—Oh, Sam, ¿qué quieres decir? —preguntó la señora Shelby, sin aliento y casi desmayada al darse cuenta del posible significado de estas palabras.

—Bueno, ama, el Señor cuida de los suyos. Lizy ha cruzado el río hasta Ohio, de manera tan espectacular como si el Señor la hubiese transportado en un carro de fuego con dos caballos.

La vena beata de Sam siempre se agudizaba sobremanera en presencia de su ama, y se servía liberalmente de figuras e imágenes de las Sagradas Escrituras.

—Sube aquí, Sam —dijo el señor Shelby, que había seguido a su esposa al porche—, y cuéntale a tu ama lo que desea saber. Anda, anda, Emily —dijo, rodeándola con el brazo—, tienes frío y estás temblando; te dejas impresionar demasiado.

—¡Impresionar demasiado! ¿Acaso no soy mujer y madre? ¿No somos responsables los dos ante Dios de esta pobre muchacha? ¡Dios mío! No nos adjudiques este pecado.

—¿Qué pecado, Emily? Tú misma debes ver que sólo hemos hecho lo que nos hemos visto obligados a hacer.

—Tengo una terrible sensación de culpa, que, sin embargo —dijo la señora Shelby—, la razón no logra desvanecer.

—¡Vamos, Andy, negro, espabílate! —gritó Sam desde debajo del porche—, lleva los caballos al establo; ¿no oyes cómo llama el amo? y enseguida se presentó Sam con la hoja de palmera en la mano en la puerta del salón.

—Ahora, Sam, cuéntanos exactamente lo que ha pasado —dijo el señor Shelby—. ¿Dónde se encuentra Eliza, si es que lo sabes?

—Bien, señor, la vi con mis propios ojos cruzar sobre el hielo flotante. Cruzó de forma extraordinaria; fue nada menos que un milagro; y vi cómo la ayudó un hombre a subirse por el barranco de la parte de Ohio, y se perdió en la oscuridad.

—Sam, creo que es algo imaginado este milagro. No es tan fácil cruzar sobre el hielo flotante —dijo el señor Shelby.

—¡Fácil! Nadie lo hubiera podido hacer sin la ayuda del Señor. Pero —dijo Sam— fue así exactamente. Haley y yo y Andy nos acercamos a una pequeña taberna junto al río, y yo iba un poco adelantado (estaba tan ansioso por coger a Lizy que no me podía refrenar por nada) y cuando llego a la ventana de la taberna, allí estaba ella a la vista de todo el mundo y ellos estaban justo detrás de mí. Entonces, pierdo el sombrero y armo bastante escándalo como para despertar a los muertos. Claro que me oye Lizy y se echa hacia atrás cuando pasa el señor Haley por la puerta; y después, le digo, salió por la puerta lateral; se fue a la orilla del río; el señor Haley la vio y gritó y él y yo y Andy fuimos detrás de ella. Se acercó al río y la corriente se extendía hasta diez pies de la orilla y al otro lado el hielo se sacudía y zarandeaba, como si fuera un gran islote. Nosotros nos acercamos y yo creía que ya la tenía, cuando soltó un alarido como nunca he oído antes y allí estaba, al otro lado del agua, sobre el hielo, y entonces siguió chillando y saltando, ¡el hielo crepitaba y crujía y rechinaba y ella saltaba como un gamo! Señor, los saltos que es capaz de dar esa muchacha no son una cosa normal, me parece a mí.

La señora Shelby se quedó sentada inmóvil y pálida de emoción mientras Sam contaba su historia.

—¡Bendito sea Dios, no está muerta! —dijo—, pero ¿dónde está la pobre criatura ahora?

—El Señor proveerá —dijo Sam, haciendo girar los ojos de manera pía—. Como iba diciendo, esto ha sido la providencia, ya lo creo, tal como siempre nos lo ha explicado el ama. Siempre hay instrumentos que se ponen a cumplir la voluntad de Dios. Pues hoy, si no llega a ser por mí, la hubieran apresado una docena de veces. Porque ¿no he sido yo quien ha vuelto locos a los caballos esta mañana, y quien los ha tenido correteando hasta la hora de comer? ¿Y no he llevado al señor Haley a cinco millas de la carretera buena esta tarde? que, si no, hubiese cogido a Lizy tan rápido como un perro coge un mapache. Todas estas cosas son providencias.

—Tendrás que usar poco este tipo de providencias, señorito Sam. No permitiré que se utilicen estas estratagemas con ningún caballero en mi casa —dijo el señor Shelby, todo lo serio que pudo ponerse, dadas las circunstancias.

Es tan inútil hacer creer a un negro que uno está enfadado como a un niño; ambos ven instintivamente la verdad del caso, a pesar de todos los esfuerzos por mostrarles lo contrario; por lo tanto, a Sam no le descorazonó en absoluto esta reprimenda, aunque adoptó un aire de lastimosa gravedad y se quedó con una expresión compungida de penitencia.

—El amo tiene razón, ya lo creo; ha sido feo por mi parte, no hay duda: y, por supuesto, el amo y el ama no alentarían tales prácticas. Soy consciente de eso; pero un pobre negro como yo se siente muy tentado a comportarse de forma fea a veces, cuando la gente arma tanto escándalo como aquel señor Haley; él no es un caballero, de todas formas: una persona que ha sido criada como yo lo he sido no puede menos que ver eso.

—Bien, Sam —dijo la señora Shelby—, ya que pareces tener una idea adecuada de tus propios errores, puedes ir a decirle a la tía Chloe que te prepare un poco del jamón frío que ha sobrado de la comida de hoy. Tú y Andy debéis de tener hambre.

—La señora es demasiado buena con nosotros —dijo Sam, y, haciendo una rápida reverencia, se marchó.

Se podrá percibir, como antes hemos dado a entender, que el señorito Sam tenía un talento natural que, indudablemente, le hubiera podido elevar a una posición de eminencia en la vida política: un talento para capitalizar todo lo que ocurre e invertirlo en acciones que redundaran en su propio beneficio y gloria; así que, después de hacer alarde de piedad y humildad ante los del salón, se plantó la hoja de palmera en lo alto de la cabeza con aire gallardo y despreocupado y se encaminó a los dominios de la tía Chloe, con la intención de vanagloriarse abundantemente en la cocina.

«Pronunciaré un discurso para estos negros», dijo Sam para sí, «ahora que tengo la oportunidad. ¡Señor, les arengaré hasta que se queden patidifusos!».

Debe observarse que uno de los mayores placeres de Sam había sido acompañar a su amo en todo tipo de reuniones políticas, donde, sentado en alguna valla o encaramado a algún árbol, solía quedarse viendo a los oradores con el mayor regocijo para reunirse después con los hermanos de su propio color, congregados por el mismo motivo que él, y deleitarles con las parodias e imitaciones más ridículas, realizadas con la solemnidad y pompa más imperturbables; y, aunque los oyentes más cercanos a él solían ser de su mismo color, no era raro que hubiese un gran número de personas más claras de tez que escuchaban, se reían y disfrutaban, por lo que Sam se felicitaba sobremanera. De hecho, Sam consideraba que la oratoria era su vocación y nunca dejaba pasar una oportunidad para mejorar su ejecución.

Pues bien, entre Sam y la tía Chloe había habido, desde antiguo, una especie de lucha encarnizada o más bien una frialdad acusada; pero como ahora Sam estaba interesado en cuestiones de aprovisionamiento como base necesaria y patente de sus operaciones, decidió que en esta ocasión se comportaría de forma especialmente conciliatoria; pues sabía que, aunque sin duda se cumplirían al pie de la letra las «instrucciones del ama», ganaría mucho si además se hacía con la simpatía de todos. Por lo tanto, apareció ante la tía Chloe con una expresión conmovedoramente alicaída y resignada, como alguien que ha padecido fatigas inconmensurables en nombre de un semejante perseguido, se dilató explicando que el ama le había mandado acudir a la tía Chloe para que le repusiera lo que fuera menester para compensar la pérdida de sólidos y líquidos de su organismo, y así reconocía inequívocamente su derecho y su supremacía en la cocina y todo lo referente a ella.

Funcionó a la perfección. Ningún ser pobre, sencillo y virtuoso fue engatusado nunca por las atenciones de un político en plena campaña electoral más fácilmente que la tía Chloe fue embaucada por la afabilidad del señorito Sam; y si hubiera sido el mismísimo hijo pródigo, no lo hubiesen colmado de más munificencia maternal; y pronto se encontraba sentado, feliz y glorioso, delante de una gran cazuela que contenía una especie de
olla podrida
[11]
con todo lo que se había servido en la mesa durante los últimos dos o tres días. Sabrosos bocados de jamón, dados dorados de torta, fragmentos de pastel de cada forma geométrica imaginable, alones, mollejas y muslos de pollo: todo aparecía en una mezcla pintoresca; y Sam, monarca de todo lo que veía, con la hoja de palmera alegremente ladeada, mirando condescendiente a Andy, sentado a su derecha.

La cocina estaba repleta de compadres suyos que habían llegado corriendo de las diferentes cabañas y se habían apretujado para enterarse del final de las proezas del día. Había llegado la hora de gloria para Sam. Se ensayó la historia del día con toda suerte de adornos y barnices que pudieran realzar su envergadura; pues Sam, como algunos de nuestros diletantes de moda, jamás permitía que una historia perdiese brillo al pasar por sus manos. La narración arrancaba grandes carcajadas, que eran retomadas y prolongadas por los más menudos, que yacían, en gran número, en el suelo y se posaban en cada rincón. En el apogeo del alboroto y las risas, sin embargo, Sam se mantuvo inmutable y serio y sólo hacía girar los ojos de cuando en cuando y echaba diversas miradas burlonas a su público, sin abandonar la altura ampulosa de su discurso.

—¿Veis, compatriotas —dijo Sam, alzando enérgicamente un muslo de pavo—, veis lo que hace este negro para defenderos a todos, sí, a todos vosotros? Porque el que intenta coger a uno de nosotros es como si intentara cogernos a todos, es el mismo principio, eso está claro. Y cualquiera de estos negreros que vienen olisqueando por aquí, se las tendrá que ver conmigo, yo soy con el que tiene que tratar; es a mí a quien tenéis que acudir, hermanos; yo defenderé vuestros derechos, ¡los defenderé con mi último aliento!

—Pero, Sam, me has dicho esta misma mañana que ibas a ayudar a este señor Haley a coger a Lizy; me parece a mí que lo que dices no cuadra —dijo Andy.

—Te digo ahora, Andy —dijo Sam, con tremenda superioridad—, que no hables de lo que no entiendes; los chicos como tú, Andy, tenéis buenas intenciones, pero no se puede esperar que
colusitéis
[12]
los grandes principios de acción.

Andy puso cara de increpado, especialmente por la dificilísima palabra «colusitar», que, para la mayoría de los miembros juveniles de la compañía, pareció dar punto final al argumento, mientras que Sam prosiguió.

—Eso era
conciencia
, Andy; cuando pensé en ir tras Lizy, creía realmente que lo quería el amo. Cuando me di cuenta de que el ama quería lo contrario, era más conciencia todavía, pues siempre se saca más quedándose de parte de las señoras, así que ya ves que soy persistente de cualquier forma y sigo la conciencia y me adhiero a los principios. Sí,
principios
—dijo Sam, agitando entusiasta un cuello de pollo—, ¿para qué sirven los principios si no somos persistentes? Quiero saberlo. Toma, Andy, puedes tomarte este hueso; queda algo de carne.

Ya que el público de Sam estaba pendiente de sus palabras, no tuvo más remedio que seguir.

—Este asunto de la persistencia, compañeros negros —dijo Sam, con aspecto de tocar un tema incomprensible—, la persistencia es una cosa que casi nadie ve clara. Pues, veréis, cuando un tipo defiende algo un día y lo contrario al día siguiente, la gente dice (y con razón) que no es persistente —acércame ese pedazo de torta, Andy—. Pero examinémoslo de cerca. Espero que los caballeros y el sexo bello me perdonen por utilizar una comparación algo vulgar. ¡Bien! Pues quiero subir a lo alto de un pajar. Bien, pongo mi escalera en un lado, pero no funciona; entonces, porque ya no lo intento más ahí, sino que apoyo la escalera en el lado contrario, ¿no soy persistente? Sí que soy persistente al querer subir al pajar por el lado donde esté mi escalera; ¿no lo entendéis todos?

—Es para lo único que has sido persistente, bien lo sabe el Señor —murmuró la tía Chloe, que empezaba a estar algo nerviosa; pues la diversión de la noche le parecía algo así como lo que llaman las sagradas escrituras: «vinagre después de sal».

—Desde luego que sí —dijo Sam, levantándose repleto de cena y gloria, para la perorata final—. Sí, camaradas y damas del sexo contrario en general, tengo principios, y estoy orgulloso de tenerlos; pues son necesarios en esta época y en todas las épocas. Tengo principios y me adhiero a ellos muy fuerte, sigo cualquier cosa que me parece un principio; no me importaría que me quemaran vivo; me acercaría a la hoguera y diría: «aquí estoy para derramar mi sangre por mis principios, por mi patria, por los intereses de la sociedad en general».

—Bueno —dijo la tía Chloe—, uno de tus principios tendrá que ser acostarte a alguna hora de la noche y no tener a todo el mundo levantado hasta el amanecer; vamos, todos los pequeños que no queráis cobrar, más vale que os esfuméis deprisa.

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