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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (10 page)

—No obstante —dijo Haley—, iré por ahí.

—Ahora que lo pienso, creo que he oído decir que ese camino está todo vallado a la altura del arroyo, ¿no es así, Andy?

Andy no estaba seguro; sólo «había oído hablar» de ese camino, pero nunca lo había pisado. En resumen, su respuesta fue estrictamente evasiva.

Haley, acostumbrado a sopesar las probabilidades entre mentiras de mayor o menor magnitud, creyó que el balance caía a favor de la carretera de tierra ya nombrada. Le pareció percibir que Sam lo había mencionado involuntariamente en primer lugar, y achacó los intentos desesperados de éste de disuadirle de usarla a que había recapacitado posteriormente por no querer comprometer a Liza.

Entonces, cuando Sam señaló el camino, Haley se precipitó por él, seguido de Sam y Andy.

De hecho, era una vieja carretera, antiguamente el camino principal al río, aunque abandonada hacía muchos años tras el trazado de la nueva carretera. Quedaba abierta durante una hora de cabalgadura, más o menos, y después quedaba cortada por varias granjas y vallas. Sam conocía perfectamente este hecho, a decir verdad, llevaba tanto tiempo cerrada la carretera que Andy ni siquiera había oído hablar de ella. Por lo tanto iba montando con un aire de sumisión concienzuda, simplemente murmurando y quejándose de vez en cuando de que «era muy accidentado, y hacía daño a la pata de Jerry».

—Os advierto —dijo Haley—, que os conozco; no me haréis desviarme de este camino con ninguna de vuestras tretas, ¡así que callaos!

—El amo va por donde quiere —dijo Sam, con pesarosa sumisión, guiñándole prodigiosamente el ojo al mismo tiempo a Andy, cuyo goce estaba ya a punto de estallar.

Sam estaba de excelente humor; fingía buscar con gran diligencia, y tan pronto exclamaba que veía «un sombrero de mujer» en lo alto de alguna loma lejana, como gritaba a Andy «allí abajo está Lizy en la hondonada», cuidando de hacer estas exclamaciones siempre cuando se encontraban en un trecho muy rugoso o dificil del camino, donde apresurarse suponía una inconveniencia especial para todos y de esta forma manteniendo a Haley en un estado de conmoción permanente.

Después de cabalgar alrededor de una hora de esta manera, toda la cuadrilla desembocó precipitada y tumultuosamente en el corral de un gran rancho. No se veía ni un alma, pues todos los braceros estaban trabajando en el campo; pero era evidente que habían llegado al final del camino, puesto que el granero se extendía de manera notoria de parte a parte de la carretera.

—¿No se lo decía yo al amo? —dijo Sam, con aire de inocencia ultrajada—. ¿Cómo va a saber más un caballero forastero del país que un nativo?

—¡Sinvergüenza! —dijo Haley—; sabías esto todo el tiempo.

—¿No le he dicho que lo sabía, y no ha querido creerme? Le he dicho al amo que estaba todo vallado y todo cerrado y que no creía que pudiésemos pasar; me ha oído Andy.

Era todo demasiado cierto para disputarlo, y el desgraciado comerciante no tuvo más remedio que aguantarse la ira con el mejor talante posible, y los tres hombres dieron la vuelta y se encaminaron a la carretera principal.

Gracias a las diferentes demoras, hacía unos tres cuartos de hora que Eliza había acostado a su hijo en la taberna de la aldea cuando llegó el grupo al lugar. Eliza se hallaba de pie mirando por la ventana en otra dirección, cuando el ojo rápido de Sam la captó. Haley y Andy estaban unas tres yardas atrás. Ante la crisis, Sam consiguió que el viento se le llevara el sombrero, por lo que soltó en voz alta una interjección característica que la alertó en el acto; se retiró rápidamente; la cuadrilla pasó delante de la ventana y se acercó a la puerta principal.

A Eliza le dio la impresión de que se concentraron mil vidas en ese instante. El cuarto que ocupaba tenía una puerta que daba al río. Cogió a su hijo y se lanzó escaleras abajo hacia la corriente. El comerciante la vio plenamente en el momento en que desaparecía por el barranco; y, saltando del caballo y gritando a Sam y a Andy, se abalanzó tras ella como un perro tras un ciervo. En ese momento vertiginoso, los pies de Eliza apenas parecían tocar el suelo, y en un momento se halló junto al agua. Ellos la seguían de cerca; ella, armada de esa fortaleza que Dios dispensa sólo a los desesperados, con un grito salvaje y un salto descomunal, pasó por encima de la corriente turbulenta para alcanzar la placa de hielo. Fue un salto desesperado, imposible sin padecer locura o desesperanza; Haley, Sam y Andy gritaron instintivamente, alzando las manos, al verlo.

La enorme mole verde de hielo sobre la que cayó arfó y crujió al recibir su peso, pero ella no se detuvo ni un momento. Gritando alocada, con una energía desesperada, saltó a otra placa y a otra; ¡tropezando, brincando, resbalando, levantándose de nuevo! Sus zapatos han desaparecido, las medias ya no están, huellas de sangre marcan cada paso; pero no vio ni sintió nada hasta que, borrosamente, como en un sueño, vio la orilla de Ohio y a un hombre que la ayudaba a subir por el barranco.

—¡Eres una muchacha valiente, seas quien seas! —dijo el hombre, con un juramento.

Eliza reconoció la voz y el rostro de un granjero que vivía cerca de su antiguo hogar.

—¡Oh, señor Symmes, sálveme, por favor, sálveme, escóndame! —dijo Eliza.

—¿Qué ocurre? —dijo el hombre— ¡pero si es la muchacha de Shelby!

—¡Mi hijo, este niño… lo ha vendido! Ahí está su amo —dijo, señalando la otra orilla—. Oh, señor Symmes, usted tiene un hijito.

—Lo tengo —dijo el hombre, al subirla, ruda aunque amablemente, por el empinado barranco—. Además, eres una muchacha muy valiente. Me gusta el coraje, venga de donde venga.

Cuando llegaron a lo alto del barranco, se detuvo el hombre.

—Estaría encantado de hacer algo para ayudarte —dijo—, pero no tengo a donde llevarte. Lo mejor que puedo hacer es decirte que te dirijas allí —dijo, señalando una gran casa blanca que se alzaba sola, junto a la calle principal de la aldea—. Vete allí; son personas amables. Te ayudarán en cualquier tipo de peligro, son de esa clase de gente.

—¡Que el Señor le bendiga! —dijo Eliza de corazón.

—¡No hay de qué, no hay de qué! —dijo el hombre—. Lo que he hecho no tiene importancia.

—Y, señor, ¿no se lo contará a nadie?

—¡Demonios, muchacha! ¿Quién te crees que soy? Por supuesto que no —dijo el hombre—. Venga ya, márchate como muchacha sensata que eres. Te has ganado la libertad y, por lo que a mí atañe, la tendrás.

La mujer apretó a su hijo contra el pecho y se alejó firme y velozmente. El hombre se quedó mirándola.

«Puede que a Shelby esto no le parezca de buenos vecinos pero, ¿qué iba uno a hacer? Si él coge a alguna de mis muchachas en la misma situación, puede pagarme con la misma moneda. Nunca he podido ver a ninguna criatura esforzándose y jadeando para escapar, con los perros detrás persiguiéndola. Además, no veo motivo por el que deba hacer de cazador de los demás».

Así habló este pobre kentuckiano medio pagano, al que el no haber recibido instrucción en relaciones constitucionales llevó a actuar de manera casi cristiana, que, si hubiera sido de clase más elevada y mejor enseñado, no se le hubiera permitido.

Haley se quedó viendo asombrado la escena hasta que desapareció Eliza tras el barranco; entonces se volvió hacia Sam y Andy con una mirada interrogativa.

—Esa ha sido una hazaña considerable —dijo Sam.

—¡Creo que esa muchacha lleva los demonios dentro! —dijo Haley—. ¡Ha saltado como un gato salvaje!

—Bueno, pues —dijo Sam, rascándose la cabeza—, espero que el amo nos permita no coger ese camino. Desde luego, yo no me siento lo bastante ágil como para hacer eso, ¡ni hablar! —y Sam soltó una áspera risotada.

—¡Te ríes tú! —dijo el comerciante gruñendo.

—¡Que el Señor le bendiga, amo, no podía remediarlo! —dijo Sam, entregándose a la alegría de su alma, largo tiempo reprimida—. Tenía un aspecto tan curioso… saltando y brincando… el hielo rajándose… ¡bum, paf, plas! ¡Qué saltos! ¡Señor, cómo salta! —y Sam y Andy se rieron hasta que cayeron las lágrimas por sus mejillas.

—¡Ya os haré reír yo! —dijo el comerciante, dándoles en la cabeza con la fusta.

Los dos se escabulleron, subieron gritando el barranco y montaron antes de que él pudiera alcanzarlos.

—¡Buenas noches, amo! —dijo Sam, muy serio—. Estoy seguro de que la señora estará preocupada por Jerry. Al señor Haley ya no le haremos falta. ¡La señora no toleraría que cruzáramos el puente de Lizy esta noche! y dándole jocosamente a Andy en las costillas, emprendió la marcha a toda velocidad, seguido por Andy, oyéndose durante un rato sus carcajadas transportadas por el viento.

Capítulo VIII

La huida de Eliza

Era la hora del crepúsculo cuando Eliza cruzó tan desesperadamente el río. La niebla gris del anochecer, que ascendía lentamente del río, la envolvió en cuanto subió la ribera, haciéndola invisible, y la fuerte corriente y las masas basculantes de hielo formaban una barrera infranqueable entre ella y su perseguidor. Por lo tanto, Haley, disgustado, regresó lentamente a la pequeña taberna para pensar qué tendría que hacer a continuación. La mujer le abrió la puerta de una pequeña sala, adornada con una alfombra de trapos y con una mesa cubierta con un hule negro brillantísimo, diversas sillas de madera de respaldo alto y unas figuras de escayola de colores chillones en la repisa de la chimenea, encima de un débil fuego humeante; aquí se sentó Haley para meditar sobre la inestabilidad de las esperanzas y la felicidad humanas.

«¿Qué he hecho yo», se dijo a sí mismo, «para que me tomen el pelo como si fuera un patán, como lo han hecho?», y Haley se desahogó repitiendo varias veces para sí una letanía de maldiciones que, aunque todo parece dar fe de su veracidad, preferimos, por cuestiones de buen gusto, omitir.

Le sobresaltó la voz fuerte y disonante de un hombre que parecía desmontar en la puerta. Acudió apresurado a la ventana.

«¡Dios mío! Si esto no es ciertamente lo que le da a la gente por llamar Providencia», dijo Haley. «Creo que ése de ahí es Tom Loker».

Haley salió deprisa. De pie en la barra, en un rincón de la habitación, se encontraba un hombre musculoso y fornido, de seis pies de altura y complexión corpulenta. Vestía un abrigo de piel de búfalo con la lana hacia fuera, lo que le daba una apariencia tosca y fiera, muy en armonía con el aire de su fisonomía. En la cabeza y el rostro, todos los órganos y líneas, que delataban una violencia brutal y tenaz, estaban en un estado de desarrollo muy avanzado. De hecho, si nuestros lectores fueran capaces de imaginar un buldog hecho hombre paseándose con sombrero y abrigo de hombre, no estarían lejos de visualizar el estilo y la estampa general de su físico. Tenía un compañero de viaje que era, en muchos aspectos, todo lo contrario de él. Era bajo y delgado, ágil y felino de movimientos, con una expresión inquisitiva y fisgona en sus inquietos ojos negros, con los que cada rasgo de su cara parecía afilarse por simpatía; la nariz fina y larga parecía prolongarse como si quisiera penetrar en la naturaleza de todas las cosas; el cabello negro, fino y lacio estaba peinado hacia adelante y todos sus movimientos y gestos expresaban una agudeza seca y precavida. El hombre grande llenó hasta la mitad un gran vaso de licor y se lo tragó sin pronunciar una palabra. El hombre pequeño se puso de puntillas y, ladeando la cabeza primero en una dirección y luego en la otra, tras olisquear pensativo las diferentes botellas, pidió por fin, con voz fina y temblorosa y un aire de gran prudencia, un whisky con hierbabuena. Una vez servido, lo cogió y lo examinó con expresión aguda y complaciente, como un hombre que considera que ha hecho lo correcto y ha dado en el clavo, y se puso a beberlo con sorbos cortos y medidos.

—Bueno, bueno, ¿quién hubiera pensado que yo iba a tener esta suerte? Loker, ¿cómo está usted? —dilo Haley, acercándose con la mano extendida hacia el hombre grande.

—¡Demonios! —fue la educada respuesta—. ¿Qué le ha traído a estas partes, Haley?

El hombre inquisitivo, que se llamaba Marks, dejó de sorber en el acto y, adelantando la cabeza, examinó sagazmente al recién llegado, como un gato mira una hoja seca en movimiento o cualquier otro objeto digno de perseguir.

—Vaya, Tom, éste es el mejor golpe de suerte del mundo. Estoy en un condenado apuro, y debe usted echarme una mano.

—¿Eh? ¡Pues seguro! —gruñó su conocido complaciente—. Uno puede estar seguro, si usted se alegra de verlo, de que algo tiene que ganar con ello. ¿Cuál es el asunto esta vez?

—¿Éste es amigo suyo? —preguntó Haley, mirando a Marks dudoso—, ¿un socio, quizás?

—Sí, lo es. Oye, Marks, éste es el tipo con el que estuve en Natchez.

—Encantado de conocerle —dijo Marks, alargando una mano larga y delgada, semejante a la garra de un cuervo—. El señor Haley, creo.

—El mismo —dijo Haley—. Ahora, caballeros, ya que nos hemos encontrado con tan buena fortuna, creo que me corresponde convidarles en este establecimiento. Entonces, viejo mapache —dijo al hombre de la barra—, tráiganos agua caliente, azúcar y cigarros y gran cantidad del
espíritu de la vida
, y nos divertiremos.

Observen, entonces, a nuestros tres próceres, a la luz de las velas y con un buen fuego ardiendo en la chimenea, sentados alrededor de una mesa repleta con todos los ingredientes ya enumerados, de la buena camaradería.

Haley inició una relación patética de sus cuitas peculiares. Loker calló y le escuchó con atención, ceñudo y desabrido. Marks, que mezclaba, ansiosa y nerviosamente, un vaso de ponche según su peculiar gusto, levantaba de vez en cuando la mirada de su ocupación y escuchaba con gran interés la historia, metiendo la afilada nariz casi en el rostro de Haley. El final de la historia pareció hacerle muchísima gracia, pues se sacudieron en silencio sus hombros y sus costados y sus finos labios se distendieron en señal de enorme diversión.

—Así que le han fastidiado de veras, ¿eh? —dijo—, ¡ji, ji, ji! Y, además, lo han hecho con gracia.

—El asunto de los niños causa muchos problemas en este negocio —dijo Haley con tristeza.

—Si pudiéramos conseguir una raza de muchachas a las que no les importase su prole —dijo Marks—, les digo que creo que sería la mejora más grande de los tiempos modernos y Marks celebró su broma con una risita discreta a modo de introducción.

—Es verdad —dijo Haley—. Nunca lo he entendido; los niños les suponen un montón de problemas; sería lógico que se alegraran de deshacerse de ellos, pero no es así. Es más, cuánto más problemático es un hijo y cuánto más inútil, más se aferran a él.

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