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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (5 page)

El señorito George había llegado ya a aquella situación a la que puede llegar incluso un muchacho (en circunstancias excepcionales, cuando no se puede comer ni un bocado más) y, por lo tanto, tenía tiempo de fijarse en el montón de cabezas lanudas y ojos brillantes que los observaban, hambrientos, desde el rincón contrario.

—¡Eh, vosotros, Mose y Pete! —dijo, rompiendo generosos trozos de comida y tirándoselos— queréis un poco, ¿verdad? Vamos, tía Chloe, hazles algunos bollos.

Se retiraron George y Tom a un banco cómodo junto a la chimenea mientras la tía Chloe, después de hacer una buena cantidad de bollos, colocó la nena en su regazo y comenzó a llenar de bollos la boca de ésta y la suya propia y distribuir otros a Mose y a Pete, que parecían preferir tomárselos mientras rodaban por el suelo debajo de la mesa, haciéndose cosquillas y tirándole de los pies al bebé de vez en cuando.

—Dejadlo ya, ¿queréis? —dijo la madre, dando patadas bajo la mesa de cuando en cuando, cada vez que el revuelo se hacía excesivo—. ¿No sabéis portaros cuando vienen los blancos a veros? Callad ahora, ¿queréis? ¡Más vale que andéis con cuidado u os bajaré un ojal cuando se marche el señorito George!

Es difícil saber qué significado escondía esta terrible amenaza; lo cierto es que su horrible ambigüedad no parecía impresionar en absoluto a los jóvenes pecadores a los que iba dirigida.

—¡Bueno, bueno! —dijo el tío Tom—, están tan llenos de vida que no se pueden estar quietos.

En este momento salieron los muchachos de debajo de la mesa y, con las caras y las manos embadurnadas de melaza, empezaron a besar enérgicamente al bebé.

—¡Idos ya! —dijo la madre, apartando las cabezas lanudas—. ¡Quedaréis pegados y no habrá manera de separaros, si seguís así! ¡Id a la fuente a lavaros! —dijo, secundando sus amonestaciones con un bofetón, que resonó de manera formidable aunque sólo consiguió arrancar más carcajadas a los muchachos, que salieron atropelladamente, chillando de alegría.

—¿Habéis visto alguna vez unos muchachos más molestos? —dijo la tía Chloe, bastante complacida, mientras sacaba una vieja toalla, que guardaba para tales emergencias, la mojaba con agua de una tetera agrietada y empezaba a limpiar de melaza la cara y las manos de la pequeña; después, habiéndole sacado tanto brillo que relucía, la depositó en el regazo de Tom y se dispuso a recoger la cena. El bebé llenó el intervalo tirándole a Tom de la nariz, rascándole la cara y hundiendo las manos regordetas en su cabello lanoso; esta última ocupación parecía brindarle una satisfacción especial.

—¿No es una criatura perfecta? —dijo Tom, apartándola de sí para verla de cuerpo entero. Después se levantó, la colocó en su amplio hombro y se puso a brincar y bailar con ella, mientras el señorito George le chasqueaba el pañuelo, y Mose y Pete, ya de vuelta, rugían como osos hasta que la tía Chloe declaró que «le reventaban la cabeza» con su ruido. Como, según decía ella misma, esta operación quirúrgica era un acontecimiento cotidiano en la cabaña, su declaración no mitigó en absoluto la diversión hasta que todos no hubieron rugido, revoloteado y bailado hasta quedarse tranquilos por lo extenuados.

—Bueno, pues, espero que hayáis acabado —dijo la tía Chloe, ocupada en sacar una carriola rudimentaria—; vosotros, Mose y Pete, meteos ahí, porque nosotros tenemos una reunión.

—Oh, mamá, no queremos. Queremos ver la reunión, las reuniones son tan curiosas. A nosotros nos gustan.

—Venga, tía Chloe, métela de nuevo y déjalos que se queden levantados —dijo el señorito George terminantemente, dando un empujón a la burda máquina.

La tía Chloe, una vez salvadas las apariencias, parecía encantadísima de guardar la cama, diciendo al mismo tiempo: —Bueno, quizás les sirva para algo.

En esto, los presentes se convirtieron en un comité para deliberar sobre los arreglos y preparativos de la reunión.

—Lo que no sé es dónde se va a sentar todo el mundo —dijo la tía Chloe. Ya que la reunión se celebraba todas las semanas en casa del tío Tom desde hacía muchísimo tiempo, sin más sillas que ahora, parecía haber esperanzas de encontrar una solución en esta ocasión.

—El viejo tío Peter rompió las patas de la silla más vieja la semana pasada con sus cantares —intervino Mose.

—¡Anda ya! No me sorprendería que las hubieras arrancado tú, que fuera una travesura tuya —dijo la tía Chloe.

—Bueno, se sostendrá si se apoya en la pared —dijo Mose.

—Entonces, no debe sentarse ahí el tío Peter, porque siempre se mueve cuando se pone a cantar. Casi cruza la habitación de un salto la semana pasada —dijo Pete.

—¡Señor, señor! Haz que se siente en ella, entonces —dijo Mose—, y cuando empiece «Venid, santos y pecadores, oíd lo que cuento», se irá al suelo —y Mose imitó a la perfección el timbre nasal del viejo, desplomándose en el suelo para ilustrar la supuesta catástrofe.

—Vamos ya, pórtate bien —dijo la tía Chloe—; ¿no te da vergüenza?

Sin embargo, el señorito George se unió a las carcajadas del transgresor y dijo convencido que Mose era «todo un tipo», por lo que la reprimenda materna pareció perder fuerza.

—Bueno, viejo —dijo la tía Chloe—, tendrás que traer esos barriles.

—Los barriles de mamá son como los de la viuda sobre los que leía el señorito George en el buen libro: nunca fallan —dijo Mose al oído de Pete.

—Pues uno de ellos se vino abajo la semana pasada, desde luego —dijo Pete—, y los tiró a todos en mitad de los cantos; eso sí era fallar, ¿no?

Durante este aparte entre Mose y Pete, los demás habían metido dos toneles vacíos en la cabaña, los habían asegurado con piedras a cada lado para evitar que rodaran y habían colocado tablas encima; esta operación, junto con la colocación de algunos cubos y palanganas y la distribución de unas sillas desvencijadas, dio fin a los preparativos.

—El señorito George lee tan bien que estoy segura de que se quedará a leer para nosotros —dijo la tía Chloe—; así será mucho más interesante.

George consintió de buena gana, pues siempre estaba dispuesto a hacer lo que ponía de relieve su importancia. Pronto se llenó la habitación de un grupo abigarrado de gente, desde el patriarca canoso de ochenta años a la muchacha y el muchacho de quince. Chismorrearon sobre varios temas sin importancia, como dónde la tía Sally había conseguido su nuevo pañuelo rojo y que «la señora iba a regalarle a Lizzie el vestido moteado de muselina en cuanto le preparasen su nuevo traje», y que el señor Shelby pensaba comprar un nuevo potro alazán, que sería otra contribución a la gloria del lugar. Unos cuantos de los devotos que pertenecían a familias del vecindario tenían permiso para asistir y traían un interesante surtido de noticias sobre lo que se decía y hacía en tal o cual casa, que circulaba con la misma libertad que el mismo tipo de información circula en ambientes más elevados. Después de un rato, comenzaron las canciones, para el evidente deleite de todos los reunidos. Ni siquiera la entonación nasal era capaz de estropear el efecto de unas voces buenas por naturaleza cantando unas melodías salvajes y briosas a la vez. Algunas de las letras eran de los himnos comunes y conocidos que se cantaban en las iglesias de los alrededores, y a veces de tipo más primitivo e indefinido, aprendido en los campamentos.

El estribillo de una de ellas, que cantaron con gran energía y devoción, decía así:

Morir en el campo de batalla,

morir en el campo de batalla,

gloria para mi alma.

Otra favorita repetía muchas veces las palabras:

Oh, voy a la gloria. ¿No quieres venir conmigo?

¿No ves cómo los ángeles me llaman?

¿No ves la ciudad de oro y el día interminable?

Hubo otras que mencionaban sin cesar «las orillas del Jordán», «los campos de Canaán» y «la nueva Jerusalén», pues la mente de los negros, apasionada e imaginativa, es siempre atraída por himnos y expresiones de naturaleza vívida y pintoresca; y, mientras cantaban, algunos se reían, algunos lloraban y algunos batían palmas o se estrechaban las manos con alegría, como si realmente hubieran alcanzado el otro lado del río.

Siguieron varias exhortaciones o relaciones de experiencias y se entremezclaron con las canciones. Una anciana de pelo cano, que hacía tiempo no trabajaba pero era muy venerada como una especie de crónica del pasado, se levantó y dijo, apoyada en un bastón:

—Bien, hijos míos, bien, me alegro de oíros y veros a todos de nuevo, pues no sé cuándo me iré a la gloria; pero estoy preparada, hijos; tengo mi atado todo preparado y mi sombrero puesto, sólo espero que venga la diligencia para llevarme a casa; a veces, durante la noche, creo que oigo el traqueteo de las ruedas y siempre estoy ojo avizor; vosotros, preparaos también, porque os digo a todos, hijos —dijo, golpeando el suelo fuertemente con el bastón—, ¡que la gloria es una cosa tremenda! Es una cosa tremenda, hijos, no sabéis nada de ella, es maravillosa —y se sentó la vieja, rendida del todo, con lágrimas cayéndole a chorro, mientras todo el grupo empezó a cantar:

Oh, Canaán, luminoso Canaán,

me voy a la tierra de Canaán.

El señorito George, a petición, leyó los últimos capítulos del Apocalipsis, interrumpido constantemente por frases como: «Oh, Señor», «Escuchad eso», «Imaginadlo» o «¿De veras vendrá todo eso?».

George, que era un muchacho espabilado y bien instruido por su madre en cuestiones religiosas, al verse objeto de la admiración general, contribuyó, con loable seriedad, con comentarios propios de vez en cuando, por lo que lo respetaron los jóvenes y lo bendijeron los viejos; y todos estuvieron de acuerdo en que «un sacerdote no lo haría mejor que él» y que «era realmente asombroso».

El tío Tom era una especie de patriarca de asuntos religiosos en el vecindario. Dotado de un temperamento en el que predominaba la ética, junto con una mayor amplitud de miras y una educación superior a la de la mayoría de sus compañeros, era tratado con gran respeto por ellos, como una especie de sacerdote; y el estilo sencillo, espontáneo y sincero de sus exhortaciones hubiera podido edificar a personas más instruidas. No había nada que pudiera superar la sencillez conmovedora y la sinceridad candorosa de sus oraciones, enriquecidas con el lenguaje de las Sagradas Escrituras, que parecía haber absorbido de tal manera que ya formaba parte de su ser y salía de sus labios de manera inconsciente; en términos de un viejo negro pío, «rezaba que daba gusto». Y tal efecto tenían sus oraciones sobre la devoción de su público que a menudo parecía existir peligro de que se perdieran del todo entre las abundantes respuestas que suscitaban a su alrededor.

Mientras se desarrollaba esta escena en la cabaña de un hombre, otra muy diferente ocurría en las salas del amo.

El comerciante y el señor Shelby estaban sentados juntos en el comedor antes mencionado, en una mesa cubierta de papeles y utensilios de escritorio.

El señor Shelby estaba ocupado con unos fajos de billetes que, una vez contados, empujaba en dirección al comerciante, que los contaba también.

—Está bien —dijo el comerciante—; ahora hay que firmar.

El señor Shelby cogió apresuradamente los contratos de compra y venta y los firmó, con el aire de un hombre que realiza deprisa un asunto desagradable, y luego los empujó junto con el dinero. Haley sacó un pergamino de una gastada valija y, después de mirarlo un instante, lo pasó al señor Shelby, quien lo cogió con un gesto de ansia reprimida.

—¡Ya está hecho! —dijo el señor Shelby con tono meditabundo; y con un gran suspiro, repitió—: ¡Ya está hecho!

—No parece usted muy satisfecho, me da la impresión —dijo el comerciante.

—Haley —dijo el señor Shelby—, espero que recuerde usted que prometió, por su honor, que no vendería a Tom sin saber qué clase de gente lo compra.

—Pues usted lo acaba de hacer, señor —dijo el comerciante.

—Obligado por las circunstancias, como bien sabe usted —dijo, arrogante, Shelby.

—Bueno, a lo mejor me obligan a mí, también —dijo el comerciante—. Sin embargo, haré lo posible por conseguir un buen puesto para Tom; en cuanto a tratarlo yo mal, descuide usted. Si hay alguna cosa por la que doy gracias al Señor, es por no ser una persona cruel.

Después de las descripciones que había hecho anteriormente de sus principios humanitarios, al señor Shelby le tranquilizaron poco estas manifestaciones; pero como era lo mejor que podía hacer dadas las circunstancias, permitió que se marchase el comerciante en silencio, y se puso a fumar a solas un cigarro.

Capítulo V

Donde se explican los sentimientos de las mercancías humanas al cambiar de dueño

Los señores Shelby se habían retirado a sus aposentos a pasar la noche. El se encontraba repantigado en una gran poltrona, revisando algunas cartas que habían llegado en el correo de la tarde, y ella estaba de pie ante el espejo, deshaciendo ella misma los complicados rizos y trenzas con los que la había peinado Eliza, porque había mandado a ésta a la cama al ver su aspecto ojeroso y su rostro pálido. Esta tarea naturalmente trajo a su mente la conversación que había sostenido con la muchacha por la mañana; volviéndose hacia su marido, dijo con indiferencia:

—Por cierto, Arthur, ¿quién era ese tipo vulgar que has plantado en nuestra mesa hoy?

—Se llama Haley —dijo Shelby, moviéndose inquieto en el sillón y sin levantar los ojos de la carta.

—Haley. ¿Quién es, y qué quería aquí, si puedo preguntártelo?

—Pues es un hombre con el que hice algunos negocios la última vez que estuve en Natchez —dijo el señor Shelby.

—¿Y por eso se sintió libre de venir aquí a cenar, como Pedro por su casa?

—No; lo invité yo. Tenía algunas cuentas pendientes con él —dijo Shelby.

—¿Es tratante de negros? —preguntó la señora Shelby, al notar cierta turbación en la actitud de su marido.

—¿Qué te ha hecho pensar eso, querida? —preguntó Shelby, levantando la vista.

—Nada; sólo que vino Eliza después de cenar, muy agitada, llorando y gimiendo, y dijo que hablabas con un comerciante y que lo oyó hacer una oferta por su hijo. ¡Qué tonta es!

—Conque eso dijo, ¿eh? —dijo el señor Shelby, volviendo a ocuparse de su papel, lo que pareció absorber del todo su atención durante algunos momentos, sin darse cuenta de que lo llevaba boca abajo.

«Tendrá que saberse», se dijo mentalmente, «¿qué más da ahora que después?».

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