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Authors: Manda Scott
21-12-2012: La fecha ya está fijada y el tiempo corre en contra… El fin del mundo empieza ahora. Los antiguos mayas predijeron el fin del mundo con una precisión implacable, pero también proporcionaron la clave para evitar el Apocalipsis: un zafiro de incomparable belleza tallado en forma de calavera humana. La joven Stella, doctora en Física en Cambridge y espeleóloga, deberá descifrar un poema para comprender la historia y el sentido de esta maravillosa y peligrosa calavera tallada, cuya extraña energía empieza a sentir sobre sí misma. Sin embargo, alguien le sigue la pista... Un trepidante Thriller de aventuras e intriga con una historia en el presente y otra en el siglo XVI, entrelazadas en torno a la profecía maya del fin del mundo
Manda Scott
La Calavera de Cristal
ePUB v1.0
Mariolo19.10.11
Título: La calavera de cristal/ The Crystal Skull
Autor: Manda Scott
Traducido por: Yannick García Porres
Editor: Random House Mondadori, 2010
ISBN 8499082017, 9788499082011
N.º de páginas 416 páginas
Para mi madre y mi padre, con cariño.
Aquello que buscas se esconde en la blancura de los rápidos. La piedra en piedra será transformada en un lugar de sacrosanta belleza, a buen recaudo del enemigo que destruirla pretende. Enfila rumbo al norte, al este después, quince y veinte, tras las espinas colgantes en la curvatura del arco, y sumérgete en el murmullo del río que en descenso avanza. Procede con valentía. Entra hasta donde permita la penumbra. Atraviesa el arco de la noche y adéntrate en la catedral de la tierra. Observa el alba y el ocaso, perfora el telón hasta el pozo de agua viva y descubre, al fin, la perla que allí está enterrada. Encuéntrame y vivirás, pues yo soy tu esperanza en la hora final. Sostenme en brazos como sostendrías a tu hijo. Escúchame como escucharías a tu amante. Confía en mí como lo harías en tu dios, cualquiera que sea. Sigue el camino que te será mostrado y reúnete conmigo en el momento y el lugar indicados. Una vez allí, cumple los presagios de los guardianes de la noche. En lo venidero hazle caso a tu corazón y al mío, puesto que uno solo son. No me falles, pues de hacerlo fallarías a tu persona y a todos los mundos que aguardan. Item C078.1.7 del archivo de Cedric Owen (el primero de los dos códigos que los doctores O'Connor y Cody descubrieron en primavera y verano del año 2007 entre las páginas de los libros de Owen). El texto de ambos códigos, así como las copias digitales de los archivos originales, incluidos los pasajes que aquí se reproducen, pueden descargarse en formato PDF desde la página web: http://www.bedescambridge.ac.uk
Al doctor Barnabas Tythe, profesor visitante del Balliol College,Oxford,redactado a fecha trecede julio,en el año de Nuestro Señor de mil quinientos cincuenta y seis,saludos.
Estimado amigo:
Me dirijo a vos con premura, lamentando tener que partir sin despedirme como correspondería. En Cambridge abundan las acusaciones de herejía. El pobre Thom Gillespie ha sido ya obligado a comparecer y se enfrenta a morir en la hoguera por el mero hecho de haber puesto en tela de juicio el uso de un libro de oraciones para curar una fractura de muñeca.
Todos los que practicamos la medicina en virtud de los máximos principios de la ciencia y, por ende, abjuramos de las supersticiones de la Iglesia, corremos un riesgo semejante. Con un secreto como el que yo guardo, mi sino es doblemente oscuro. A estas horas circula ya un panfleto según el cual obra en mi poder una «calavera de piedra azul con forma de puro cráneo humano» a la que recurro para observar las estrellas.
En el clima actual, por menos me enviarían a la hoguera, pero poco tiempo ha de pasar antes de que alguien relacione la piedra corazón con los enfermos que he sanado, lo que me temo conllevaría la destrucción de la piedra y de mi persona.
Por dicha razón me marcho con la marea de media tarde encompañía de otros a quienes igual destino espera. Me aguardanfuera y nos habremos ido antes de que se seque la tinta de esta misiva. No obstante, antes de partir, debo confiaros que estas últimas tres semanas he entrado en estrecho contacto con el doctor John Dee, quien ha prestado recientemente sus servicios como astrólogo a la princesa Isabel, exiliada en Woodstock. El se ha convertido en el segundo de mis maestros; qué duda cabe,después de vos.
Como supongo que sabréis, desde hace tiempo considero que si alguna vez sobresalgo como médico, únicamente os lo deberé a vos. Me habéis instruido como nadie en el rigor de la anatomía y en la suma importancia de la observación del paciente.No obstante, estas últimas semanas el doctor Dee no ha escatimado esfuerzos para mostrarme la forma de aunar medicina y astrología, ciencias estas hermanadas, con el fin de apresurar la curación del afligido.
Ha analizado con detalle y detenimiento el tejido de la piedra corazón azul que heredé de mi familia y sostiene que data de épocas muy anteriores a las reliquias más antiguas de la cristiandad. Según él, se trata de una de las muchas que fueron engendradas en los templos de los antiguos paganos y esparcidas por el mundo para mayor beneficio de la humanidad.
A su juicio, hay quienes temen el gran bien que dichas piedras aportarán en años venideros, por lo que harán lo posible por destruirlas. Debo pensar, pues, que me enfrento a enemigos que desconozco, que saldrán a mi encuentro allí adonde vaya y amenazarán mi vida desde lo más profundo.
Me avergüenza confesar que la piedra lleva ya un decenio en mi poder y que, a pesar del tiempo transcurrido, ignoro su auténtica naturaleza, desconocimiento este que puede acarrearme la muerte. Por consiguiente, la voluntad de aprendizaje, a la par que el miedo, es lo que me lleva aabandonar Inglaterra en busca de la ayuda de aquel que pueda ilustrarme sobre mi propósito y el de la piedra.
A este fin, el doctor Dee ha estudiado mi carta de la fortuna,así como la posición del sol en el instante de mi nacimiento, y me asegura que el futuro verá mi regreso a Inglaterra, cuando el peligro amaine.
Deseo creer en sus palabras y así lo haré, pues soy consciente de que esa es la única forma de que volvamos a vernos. Hasta entonces,debo probar suerte en Francia y llevarle una carta de recomendación del doctor Dee a una de sus amistades, a quien confiaría su propia vida y la mía.
Ignoro adónde me llevará esta andadura, pero me alienta la disposición de las constelaciones; a fecha de hoy, Venus ha llegado al cuarto grado de Virgo, prácticamente en trígono con Marte, mostrándose así de la misma suerte que al albor de mi alumbramiento. Todos y cada uno de los episodios felices de mi vida han acontecido bajo los buenos auspicios de este astro, y su posición actual no puede sino contribuir a mi causa.
Con augurios dichosos para ambos, pues, me despido. Sabed que muchoos habré de añorar y que regresaré a Bede, y a vos,cuando así lo tengan a bien el tiempo y la vida.
Hasta entonces, me declaro vuestro más humilde siervo,honrado estudiante y sincero amigo,
Cedric Owen, médico, Artium Magister
(Bede's College, Cambridge, 1543)
y doctor en filosofía (1555)
En las profundidades de Ingleborough,
Parque Nacional de Yorkshire Dales,
mayo de 2007
Era su regalo de bodas, así que Stella fue la primera en salir del túnel. Pringosa, empapada y temblando de frío y de calor por el esfuerzo de haber recorrido a rastras aquellos últimos cincuenta metros en pendiente, siguió reptando un poco más hasta asomar la cabeza en aquel vacío oscuro que la esperaba allá abajo.
Avanzó despacio, procurando que no se destensara la cuerda que la mantenía atada a Kit; primero a tientas, para palpar la solidez de la superficie, y luego arrastrando los pies por el escaso trecho que iluminaba la linterna del casco.
Al igual que el túnel, la cueva era de creta. Apuntaló sus manos enguantadas en la piedra, una piedra pulida por el agua a lo largo del paciente decurso de los siglos. La luz de la linterna mostraba por todas partes brillantes hilillos de humedad que se precipitaban sobre la piedra calcárea lisa y ondulante. Más allá del haz de luz amarillenta, el terreno era desconocido, ignoto, inexplorado; lo mismo podía encontrar un saliente sobre un precipicio sin fondo que el suelo llano de una cueva.
Con los dedos entumecidos por el frío, comprobó que el terreno fuera seguro, colocó un anclaje en la pared cercana a la boca del túnel, pasó el cabo y lo tensó para que Kit supiera que se había detenido y dejara de soltar cuerda. Ayudándose con la linterna del casco, comprobó la brújula y el reloj, y luego apuntó la inclinación y sus cálculos de longitud y dirección con un lápiz de cera en la tabla que llevaba en el bolsillo del pecho para que no se enganchara en alguna rugosidad del túnel.
Solo después de haberlo hecho, se volvió y observó a su alrededor, dirigiendo el haz de luz de la linterna hacia el enorme espacio catedralicio que Kit había encontrado para ella.
—Dios santo... Kit, ven, mira esto.
Hablaba sola; él estaba demasiado lejos para escucharla. Tensó dos veces el cabo, repitiendo esas palabras, hasta que notó un tirón de respuesta y al poco el inesperado peso muerto de la cuerda en cuanto él empezó a moverse.
Las manos de Stella recogían la cuerda por instinto, sin pensar conscientemente en lo que hacían. Apagó la linterna, se quedó quieta, inmersa en el estruendo de aquel
silencio, y dejó que el obsequio de Kit permaneciera inmóvil en su infinita y negra perfección, rodeándola, para recordarlo igual el resto de su vida.
«A los demás les basta con el matrimonio, pero yo quiero ofrecerte un regalo que perviva, que podamos recordar cuando la magia de este momento se haya transformado en sosiego cotidiano. ¿Hay algo en este mundo que desees con fervor, mi preciosa esposa, algo que te haga amarme eternamente?»
Se lo había dicho en Cambridge, en su habitación con vistas al Cam, una estancia situada sobre el río mismo, que corría verdoso y brillante a sus pies, la mañana antes de acudir al registro con dos testigos y legalizar su unión.
Hacía poco más de un año que le conocía: él, el erudito de Bede, orgulloso de su college hasta el tuétano; ella, la muchacha de Yorkshire titulada por una universidad local que nada sabía de torres de marfil. A pesar de ser polos opuestos habían logrado encontrar puntos comunes y, en la friolera de catorce meses, pasaron de las discusiones sobre la teoría de cuerdas al matrimonio.
Aquella mañana, en paz consigo misma y con el mundo, no deseaba nada que él no le hubiera dado ya, pero hacía un día precioso y había estado pensando en las escasas rocas que había en las turberas de Cambridge.
—Búscame una cueva —le había pedido sin apenas pensarlo—, una cueva que no haya pisado nadie antes. Si lo consigues, te amaré toda la vida.
El se le había acercado y se arrodilló en un lado de la cama, desde donde sus extraños ojos verde castaño podían observar y ser observados. En ese momento de tranquilidad, tendían más a pardo que a esmeralda, con toques de verano y hojarasca. Le había dado un beso en la frente y, mostrando su sonrisa más astuta, más segura, le contestó: «Si te encuentro una cueva que nadie ha pisado en cuatrocientos diecinueve años y con un tesoro enterrado, ¿sería suficiente?».