Read La Calavera de Cristal Online
Authors: Manda Scott
Destilaba las noticias en rachas de ruido sordo, un goteo lento de esperanza y desazón.
—Han encontrado agua al pie de la pared. Nadie había estado allí antes. No lo sabían.
Era una mujer simpática, enjuta y de nariz chata. Se dirigía directamente a Stella, sin pasar por los dos hombres, de espeleóloga a espeleóloga, de chica de Yorkshire a chica de Yorkshire, con el acento del lugar, portador eterno de ilusión.
—¿Agua? —preguntó Stella—. ¿No roca?
—Agua.
Y, con ella, la esperanza.
Una brisa que rodeó el borde de la cuesta hizo revolotear sus cabellos y amansó la fuerza de aquel sol inclemente. Stella apretó las manos, cruzadas sobre su cuerpo, y se quedó observando la boca de la cueva sin ver nada.
La radio volvió a crepitar. Ceri se acomodó mientras toqueteaba la recepción.
—Lo están subiendo en camilla. Los del equipo médico creen... —Unos ojos amables la miraron—. No te hagas ilusiones.
—¿Tienen la mochila? —preguntó Tony Bookless, con las manos sobre los hombros de Stella—. Lo lamento, pero estamos hablando de la piedra de Cedric Owen.
Ceri Jones lo fulminó con la mirada.
—No han dicho nada. Seguramente no es una de sus prioridades. Tardarán unos noventa minutos, más o menos. Hasta entonces, paciencia.
Jones era, ante todo, espeleóloga; su baremo para juzgar a la gente era la capacidad de arrastrarse por una cornisa escarpada y después escalar una pared. Sir Anthony Bookless, el catedrático, no figuraba en los primeros puestos, y era evidente.
Stella reparó en que era la primera vez que lo veía en un brete. Se alejó de ella para sentarse en una roca mientras se retorcía las manos.
—Ojalá hubiera sabido que salíais tras la piedra. Os habría ayudado; habría preparado unos bocadillos, me habría quedado fuera con la radio... cualquier cosa.
—Era el regalo de Kit, algo que teníamos que hacer juntos, y solos. Después del viernes... —El viernes era el día que se habían casado; Tony Bookless les había lanzado arroz a puñados sobre la cabeza.
—Ah. —Fue una sonrisa breve y triste—. En privado. Stella siguió:
—Kit pensaba que lo sabías, ya que en la oficina del registro nos advertiste de las muertes causadas por la piedra. Creía que se le había escapado algo y se había delatado.
—¿En serio? Lo lamento, quizá no le presté demasiada atención. Sabía que estabais buscando indicios sobre el paradero de la piedra corazón, pero no se me ocurrió que ya la hubierais localizado. Supongo que fui lo bastante arrogante para pensar que Kit me lo habría contado.
El catedrático sir Anthony Bookless se había labrado un prestigio como coautor de la que se consideraba la biografía definitiva de Cedric Owen. Más que nadie en este mundo, más que Kit, mucho más que Stella, estaba unido a la piedra azul y a todo cuanto representaba. Su mirada delataba que estaba ofendido. Stella habló con cariño:
—Kit quería sorprenderte llevándote la piedra. Habías insistido tanto en tu interpretación de las leyendas, en los peligros que acompañaban a la piedra, que creyó que cambiarías de opinión si...
—Stella... —Bookless bajó de la roca y se sentó en el brezo, a los pies de ella. Le agarró las manos y la miró con extrema seriedad.
Era tan educado, tan sumamente inglés...
—¿Qué? —preguntó ella.
El examinó sus manos. El sello que llevaba lucía el feroz dragón de Bede enfrentado a un caballero sin armadura que blandía una fina espada.
—No es cuestión de que cambie de opinión, estamos hablando de la integridad del mundo académico. Cedric Owen es lo más parecido a un santo que el Bede's College ha tenido jamás. Allí cursó sus estudios, derramó su sangre en la entrada, incluso nos legó su más que respetable fortuna; suficiente oro y diamantes para dejar de ser un proyecto secundario de los Plantagenet y superar con creces nuestras ambiciones, hasta tal punto que no logran hacernos sombra ni el Trinity, ni el King's College, ni las universidades de la Ivy League de Estados Unidos. Por si fuera poco nos legó treinta y dos años de registros asombrosamente detallados que nos han colocado en el mapa de la excelencia académica como nada podría haberlo hecho.
—Tony, llevo casi un año en Bede, conozco su historia... La agarró por un brazo y de nuevo lo dejó caer.
—Sé que la conoces, pero escúchame bien. Nadie ha visto la piedra calavera de Owen desde que él murió. Sir Francis Walsingham, el gran espía de Isabel I, el hombre que contaba con la más amplia red de informadores de la época medieval, mandó registrar toda Inglaterra en su busca una vez fallecido Owen. No logró encontrarla, como tampoco lo han hecho más de treinta hombres desde entonces.
¿Puedes decirme qué descubrió Kit que cuatrocientos años de devota erudición no han logrado desentrañar?
Costaba más decir la verdad que una mentira. Stella alargó la mano hasta la cantimplora, bebió un trago y en lo más recóndito de su mente tanteó el lugar donde suponía que estaría la calavera agazapada como un felino, arrinconada o al acecho; no sabía si lo uno o lo otro.
Llevaba aún las uñas sucias. Se escarbó la de un índice con ayuda del otro y acto seguido se estrujó las manos y las aplastó en el hueco de sus rodillas.
Con su voz perfecta y segura de Cambridge, Bookless habló con afecto:
—Stella, puedes contármelo. Sea lo que sea, no será peor que la muerte de Kit. Créeme, si con ello viviera, le daría mi propia sangre.
Estaban en una ladera al atardecer y los escuchaban como mínimo dos personas más. A pesar de ello, el mundo de la espeleóloga se había reducido a ese hombre y a la facilidad con la que podía hacer tambalear sus cimientos.
Tranquila, firme, por encima del crujido y del zumbido de la radio de Ceri Jones, Stella se lo contó:
—Desciframos el código de los libros de Owen, pero no los escribió él. Kit cree que los redactó Francis Walker una vez muerto Owen.
Tony Bookless frunció el ceño.
—¿Cómo dices?
—Los registros son falsos, Tony. Al menos los últimos seis lo son y, aunque aún hay que confirmarlo, quizá también lo sean los demás.
No había forma de expresarlo con más tacto, y Stella tampoco lo intentó. Bookless se quedó mirándola. El color castaño claro de sus ojos se intensificó con el crepúsculo. En ese momento escudriñaban su rostro, esperando encontrar una respuesta en los restos de suciedad de la cueva.
Resultaba más fácil hablar que callar, así que Stella prosiguió, lentamente:
—Cuando por fin Kit terminó su programa informático, quiso probarlo con los registros de Owen: treinta y dos tomos, escritos del mismo puño a lo largo de treinta y dos años, de forma ininterrumpida, compuestos prácticamente a partes iguales de textos y números. Él creía que si los algoritmos nos permitían entender un manuscrito de contabilidad medieval, les resultarían infinitamente sencillos nuestros intentos modernos de garabatear firmas.
—Lo sé. Me pidió permiso para acceder a los archivos.
Antes que docente, Tony Bookless era el rector de Bede. Quería que el mundo conociera la historia del college. Levantó la vista hacia Ceri Jones y hacia Fleming.
—Bede cuenta con uno de los centros archivísticos más avanzados de Europa. Los manuscritos de Owen son un conjunto de libros contables que datan de los años que Owen pasó en el Nuevo Mundo. Son nuestro tesoro académico y los guardamos bajo llave en un archivo hermético con controles de temperatura, humedad y ambiente. El proceso de copia fue muy largo y tedioso. Encargamos a Kit que elaborara un programa que analizara y cotejara cualquier escrito a mano de cualquier época, para determinar su autenticidad. Este año acababa de iniciar los primeros análisis, en enero. Desde entonces ha estado muy callado. Yo pensaba, y me perdonarás, Stella, que andaba ensimismado por otros asuntos.
«Otros asuntos. Tú».
Stella intentó imaginar a Kit olvidándose de la obsesión de su vida, pero no pudo.
—No —respondió dirigiéndose a Tony—. Lo viste enfrascado porque buscaba la manera de decirte que los fundamentos académicos de Bede son un timo mayúsculo. Los registros se escribieron en cinco años, no en treinta, y por dos manos distintas. Cedric Owen redactó los primeros veinticinco tomos, más o menos; otra persona escribió los otros seis. Intentaron imitar su letra. Para un ojo inexperto, parece la misma, pero cuando Kit la escaneó, el programa desveló la verdad. Puede que Cedric Owen escribiera el primer lote, pero no escribió los últimos seis tomos. La letra que aparece en ellos concuerda con la de una carta que fue enviada a Barnabas Tythe tras la muerte de Owen, firmada por alguien que hacía llamarse Francis Walker.
—¿Por qué? —Bookless se había puesto en pie y recorría los helechos en círculo—. Esos libros son el pedestal sobre el que descansa Bede. Owen sabía que iban a serlo y por eso los escondió antes de fallecer, para que los seguidores de Walsingham no pudieran destruirlos. ¿Por qué le haría algo así a la universidad por la que tanta estima sentía?
Eso mismo se habían preguntado Kit y Stella en la soledad de la habitación que daba al río, aquella estancia suspendida entre el aire y el agua. De aquella incógnita había surgido la respuesta. Stella contestó con sencillez:
—Para ocultar la calavera donde tan solo alguien como Kit pudiera encontrarla. Los libros contienen un código. En las veinte páginas finales del último tomo se observa un sistema taquigráfico como el que utilizaba John Dee, el astrólogo isabelino. Gracias a él averiguamos dónde encontrar la piedra calavera: en la catedral de la tierra, en los rápidos. Fuimos en su busca y la encontramos. La tiene Kit y, si no la suben con él, habrá desaparecido para siempre.
«Encuéntrame y vivirás, pues yo soy tu esperanza en la hora final».
No quedaba nada por decir, así que guardaron silencio. Se escuchaban los silbidos y chasquidos de la radio en la tranquilidad de la tarde. Ceri se ajustó los auriculares y se acercó a ellos con una sonrisa vacilante.
—Tardarán diez minutos en salir. Han solicitado un helicóptero. Les parece que tiene pulso.
Montaña de Ingleborough,
Parque Nacional de Yorkshire Dales, mayo de 2007
Lograron sacarlo con el sol del atardecer, sujeto de brazos, piernas y cabeza a una camilla de aluminio.
Llevaba las manos en cruz sobre el pecho aparentando un sosegado reposo. Tenía las piernas atadas rectas, lo que disimulaba la fractura que Ceri le había anunciado. El sol le bañó la cara y devolvió el color allí donde el agua se lo había arrebatado. Tenía los ojos cerrados. Desde un profundo corte en un lado de la cara, la sangre se deslizaba hasta su cabeza por detrás de la oreja izquierda, donde se apelmazaba con el pelo.
Stella deseaba tocarle pero fue incapaz de hacerlo, por lo que se limitó a palparle el coágulo. Las horas de frío lo habían endurecido como el plástico y sus manos patinaban al tocarlo.
—¿Cómo...? —La pregunta de Stella no iba dirigida a nadie en particular.
Uno de los miembros del equipo era médico; un hombre bajito, más entrado en años que los demás. Mientras hablaba recortaba el traje de neopreno de Kit y colocaba los parches para el electrocardiograma.
—Creemos que se golpeó la cabeza contra la pared antes de caer. Seguramente ya había perdido el conocimiento cuando se desplomó sobre el agua. La mochila lo salvó. Llevaba una caja de plástico con el almuerzo; el aire que contenía lo mantuvo a flote.
—¿No había ninguna piedra? —preguntó Tony Bookless justo detrás de ella.
El médico se quedó mirándolo en silencio. Ajustó los cables a los parches y conectó la pantalla del extremo de la camilla. Una luz verde parpadeó... y parpadeó... y siguió parpadeando.
Stella no dejaba de observarla, se ahogaba, se comía los puños.
—Lo sabía. —El médico alargó un brazo para tranquilizarla con una palmadita y sonrió tenso—. Su marido está vivo. Ahora bien, que vuelva en sí o saber cuándo lo hará es harina de otro costal. Tendremos que hacerle entrar en calor, conectarlo al
oxígeno y hacerle un TAC del cerebro. Si lo que observamos es un galimatías, casi preferirá que no hubiera salido vivo del agua.
—Le aseguro que no, nunca querría algo así. —Detrás de ella, en la cuesta, el ruido de un rotor ahuyentó a las ovejas y aplastó los helechos—. ¿Puedo acompañarle al hospital?
—Claro. —El médico miró por encima del hombro de Stella—. Y su padre también, si quiere.
* * *
La mentira de Stella se despejó esa misma noche en el hospital, con Tony Bookless como único testigo.
Kit se encontraba en una habitación blanca, bajo sábanas blancas y con una cortina también blanca que circundaba su cama. De su cuerpo salían cables y goteros formando una telaraña. Unas líneas verdes trazaban el ritmo de sus latidos y unos números especificaban su presión de oxígeno, las pulsaciones y la frecuencia cardíaca. Tenía la cara pálida salvo en la sien izquierda, donde un moratón le recorría el rostro hasta la mandíbula. Aún no había hablado ni abierto los ojos. Los médicos no estaban convencidos de que fuera a hacerlo.
Era un milagro que tuviera intacta la parte derecha de la cara. Cuando Stella le miraba de ese lado podía imaginar que dormía plácidamente. Tony Bookless se fue a hacer una llamada y ella se quedó sentada sola. Sosteniendo la mano de Kit, se centró en su perfil derecho para traer a su memoria los innumerables recuerdos compartidos, desde el primer encuentro hasta la despedida en la cueva.
El recuerdo del primer encuentro era el mejor y el más nítido, y volvió a él cuando los hubo repasado todos. También en aquella ocasión dormía, o eso pensaba ella. Era uno de los pocos alumnos de posgrado que estaban tumbados a la bartola en Jesús Green un miércoles por la tarde en plena Cuaresma; había gente que jugaba al béisbol y los primeros turistas remontaban torpemente el Cam pértiga en mano.
Stella era nueva en Cambridge; aún estaba familiarizándose con el paisaje y con la política del centro; aún se estaba acostumbrando a los campos minados del protocolo y las predilecciones personales, así que andaba demasiado ocupada para tumbarse en el césped una cálida tarde de primavera. Estaba demasiado preocupada con la presentación del trabajo del día siguiente para reparar en un brazo largo y delgado que serpenteaba por el suelo y le agarraba el tobillo.
En Manchester se habría puesto a gritar y habría echado a correr, pero en Cambridge se quedó muy quieta y miró al suelo. A las once en punto de la mañana, aquel hombre que estaba a sus pies iba sin afeitar, con el pelo revuelto y una camiseta manchada de hierba. Con musicalidad irlandesa le dijo: