Read La Calavera de Cristal Online
Authors: Manda Scott
Cuando menos, eso último era cierto. Una vez recobrada cierta confianza, añadió:
—La carta de la fortuna de esta noche muestra una conjunción con Saturno y está en quintil con vuestra carta astral, que se halla en amplia conjunción con vuestra luna. Si estuvieran en oposición me temo que no nos esperaría otro destino que la muerte, pero como están en quintil, puede que logremos salvarnos gracias a vuestro valor y al buen uso de vuestro instinto.
Aguilar fijó la vista en la lejanía por estribor. El mar los acunó durante un buen rato hasta que tomó la palabra:
—Tal vez un día me concedáis el honor de confiarme la verdad. De momento, creeremos que se avecina un temporal, despertaremos a Juan Cruz y a sus hombres, tensaremos las jarcias y alertaremos a las demás naves para que sigan nuestro ejemplo. Si finalmente resulta no ser cierto, convocaré a las tripulaciones de los seis navíos para que les contéis la historia de vuestro abuelo que sirvió de forma tan incondicional al ladrón del rey Enrique y les daré permiso para que os arrojen por la borda si vuestro relato no resulta de su agrado.
Acompañó sus palabras con una amplia sonrisa. Cabía pensar en la posibilidad de que lo dijera en broma.
* * *
El barco se despertó con asombrosa rapidez. Juan Cruz ya andaba a medio vestir, advertido por el vínculo sobrenatural que lo unía a Aguilar y a la embarcación. Mientras escuchaba la fabulación de Owen, su rostro no mostró emoción alguna; sencillamente se limitó a probar el brazo que se estaba recuperando y se puso manos a la obra para que el Aurora se doblegara a las órdenes del capitán.
En cuestión de minutos se escuchó el sonido de los silbidos en las jarcias e izaron las banderas en las drizas, que gracias a la generosa luz de la luna se distinguían con claridad. Despertaron a sacudidas a los marinos adormilados. Desde las antenas de media docena de naves se escucharon vituperios en español que los marinos lanzaban a la noche y al botarate del inglés, siempre con sumo cuidado de no insultar al capitán.
Dado que poco podía hacer, Cedric Owen se retiró al camarote y se sentó en su litera. A su lado, bajo las mantas, reposaba la piedra corazón azul. En su inmovilidad percibió un estado de alerta redoblado, como lo habría notado en un sabueso antes de iniciar la caza nocturna del conejo, consciente de que notaba la presencia de otros animales que él no vería hasta que se los trajera a sus manos, flácidos, calientes, ya casi sin vida.
—Jamás me has pedido algo que no te haya concedido, pero ahora está en juego la vida de otros hombres. ¿Nos llevarás a buen puerto, sanos y salvos, como les he prometido? —preguntó.
La piedra no respondió. Nunca lo hacía, pero en el azul que poblaba su mente encontró una paz renovada, una sensación cercana a la consecución, a haber llegado a puerto después de un largo y arduo periplo. Se tumbó y se quedó quieto en la litera, observando la luz de la luna que se filtraba entre las grietas de la entrada.
Al poco, el viento empezó a rasguear con más fuerza las jarcias.
Montaña de Ingleborough,
Parque Nacional de Yorkshire Dales, mayo de 2007
Stella estaba sola con las ovejas y la piedra calavera en las laderas de
Ingleborough.
Esa noche hacía fresco, pero no frío. Unas nubes deshilachadas dibujaban finas rayas entre las estrellas. Allá en lo alto, un riachuelo, el Fell Beck, vertía sus negras aguas en el pozo aún más negro que era Gaping Ghyll. La piedra que llevaba en la mochila le resultaba liviana. Empezaba a acostumbrarse a sus distintas sensaciones; en ese momento y en ese lugar, ninguna de las dos corría peligro.
El camino bajo que bordeaba el arroyo empezó a empinarse a su izquierda. Andaba ligera por los helechos y se mantenía a flote, como lo había hecho desde que despertó en su habitación del hotel con las palabras de Tony Bookless resonando en sus oídos una y otra vez.
«No hay piedra que valga una vida... Deshazte de ella, Stella».
Se había acostado escuchando sus palabras y despertó oyendo esa misma voz en mitad de la noche. La calavera no había rechistado. Stella no había visto ningún relámpago azul ni había sentido ningún dolor sobrecogedor en su interior al levantarse, vestirse y conducir por los carriles sin iluminación que llevaban hasta el estacionamiento de la aldea, situado al pie del sendero.
Subió sin pensar en nada concreto, sintiendo el frío del aire nocturno en la piel y el dolor en los músculos que había forzado el día anterior y que todavía no había logrado relajar. En aquel lugar elevado, desde el que se dominaba el pueblo, el aire olía a rocío, a helechos y a ovejas. Cada vez se aproximaba más el sonido de un salto de agua. Empezó a caminar con mayor cautela, tanteando con los pies, sondeando la pendiente antes de apoyar todo su peso con cada pisada.
«No quiero ir de noche…» Yorkshire era su hogar. Había estado tantas veces en Gaping Ghyll que había perdido la cuenta, pero siempre de día, con el trayecto despejado y la espuma revoltosa de las cascadas ante sus ojos. No tenía ninguna intención de curiosear en la boca de la cueva y que la calavera se cobrara una vida más.
Las ovejas fueron apartándose de su camino, aún medio dormidas, mientras ella superaba la última cuesta y luego sorteaba el recodo para alcanzar el paraje llano que la esperaba al otro lado. La cascada, con su agua resbaladiza y sibilante, reclamó su atención. Se detuvo en la valla para las ovejas, de la que apenas se acordaba, y dio un paso atrás. Un poco más allá, el páramo se interrumpía bruscamente. El Fell Beck se despeñaba contra la enormidad de la cueva que se abría a sus pies.
En aquel mundo de grises y de negros que se hundían y succionaban, se sentó en una pendiente cubierta de hierba a suficiente distancia del borde de la gruta. Allá delante, la cascada salpicaba la luz de las estrellas, que daban a la escena un reflejo plateado.
Sacó la piedra calavera de la mochila y la sostuvo en sus manos por primera vez desde que, temblando, se había sentado en la catedral de la tierra con aquel primer destello azul que seguía agostándole los sesos.
En ese momento la piedra estaba tranquila. La capa de creta se había endurecido un poco con el roce de la mochila, hasta tal punto que se le desconchaba en las manos y estaba más lisa. La luz de las estrellas proyectaba en ella unas sombras borrosas. Dibujó con el índice el perfil de los ojos, la boca y el difuminado triángulo de la nariz.
Bajo esa luz sombría y blanca, guardaba el suficiente parecido con la cara de Kit, llena de arañazos y magulladuras, para que odiara esa calavera y los estragos que había causado. Escuchó la voz susurrada de Tony Bookless entre en el murmullo del agua: «Está manchada de la sangre de demasiadas personas. Deshazte de ella...»
Y a pesar de todo...
No era fácil claudicar ante la pasión que había sentido la primera vez que la sostuvo en sus manos. Incluso bajo el agua, helada y a punto de ahogarse, la sensación de estar volviendo a su seno, de bienvenida, de un pacto antiguo olvidado en algún momento y que entonces volvía a recordar, había sido abrumadora. A juzgar por sus sentidos completamente despiertos, había dejado huella.
Una brisa nocturna levantaba espuma del riachuelo y salpicaba el reverso de sus manos y su cara. Arrancó una brizna de hierba y la masticó; sintió cosquillas en la lengua. La savia acre y dulce la ayudó a salivar.
Stella cerró los ojos y buscó algún indicio de la presencia de la piedra corazón, algo que pudiera dar sentido y aliviar el dolor por las muertes que la rodeaban. Era una sensación que la había acompañado durante todo el ascenso por el borde del riachuelo. No sabía cómo explicarlo, pero ya no estaba ahí, o era tan silencioso que no lograba apreciarlo.
Abrió los ojos de nuevo. Por un efecto de la luz, en la caliza blanca le pareció ver el rostro de Kit, roto y hueco, de plástico, como el de una muñeca. La voz de Tony Bookless retumbó desde las profundidades del riachuelo y en esa ocasión una sombra pasajera le devolvió el recuerdo de un hombre que en la cueva pasó por debajo de sus pies decidido a matar a Kit. Su mente se estremeció con solo pensarlo, algo que su cuerpo no se había atrevido a hacer.
«¡Deshazte de ella!»
Gaping Ghyll se abría de par en par a sus pies. El Fell Back se precipitaba a mayor profundidad que cualquier otra cascada de Gran Bretaña hacia la cueva del fondo y, de ahí, hasta un sumidero subterráneo que hacía palidecer incluso a los buzos espeleólogos más expertos.
Equilibró el peso de la piedra calavera en sus manos y luego las levantó para lanzarla.
El destello del relámpago azul era tan distante en su mente, tan débil, viejo y exangüe, que apenas podía emitir ya su llamada. O joven, quizá, como el corderito que alumbra una oveja en una fría noche de invierno, que ha gritado hasta perder las fuerzas, aún no ha recibido alimento y desfallece de tanto balar.
Stella bajó los brazos. Con extremo cuidado, acercó la calavera contra el pecho y sintió la creta áspera a través de la fina tela de su camiseta. Su corazón latía por ella como tan solo había latido por Kit, pero de forma distinta: nunca había querido proteger a Kit del modo en el que deseaba proteger aquel terrón de caliza mugrienta que en su día fue suyo. Habló en voz alta:
—Tendríamos que limpiarte un poco, dejarte como nueva.
El brillo azul parpadeó y se mantuvo con fuerza, como una vela a la que una corriente hubiera amenazado con apagar. Manteniéndola cerca de su cuerpo se levantó y miró a su alrededor.
Se avecinaba el alba. Las ovejas empezaban a despertar. El cielo estaba más despejado. Gaping Ghyll era una boca negra como el lobo y el riachuelo siguió precipitándose vertiginosamente. Ambos aguardaban con la misma inteligencia atávica que la piedra que ella sostenía. El instinto le decía que esperaban su alimento.
Metió en la mochila la piedra envuelta en una toalla y procedió a buscar una piedra de la misma forma y tamaño entre la turba removida por las ovejas.
Su busca la llevó a trazar un ancho círculo que atravesaba el alambrado y salía hasta el páramo, donde encontró lo que buscaba y lo llevó de vuelta.
Al regresar, el color verde del páramo resplandecía y el riachuelo exhibía un abanico de grises. Tan solo en la gruta reinaba el mismo negro vertiginoso. Con el sol que despuntaba a su espalda y dibujaba su sombra en el agua, Stella arrojó la nueva piedra que llevaba bajo el brazo al centro del vacío.
Desapareció con extrema rapidez. No tardó en escuchar el ruido de la roca haciéndose añicos.
—Bien hecho. —Era la voz de Tony Bookless, que hablaba detrás de ella—. No estaba seguro de que fueras capaz.
Stella no se movió. Él estaba culminando el ascenso desde el riachuelo. Su sombra se unió con la suya y la amplió, con lo que sus cabezas siamesas se perdían en la cavidad. Ella improvisó:
—He soñado con Kit. Parecía como si la piedra... quisiera venir hasta aquí.
En algún rincón de su mente, aquel objeto que había pasado a formar parte de ella contuvo la respiración, esperando el próximo paso.
—He oído que te levantabas. Al ver que no regresabas, he pensado que a lo mejor necesitabas ayuda —contestó él.
—Gracias.
Había vuelto a mentir, aunque esta vez no la había obligado la piedra. Sin embargo, no se arrepentía. Bookless alzó la voz:
—Acaban de llamarme del hospital. Kit ha vuelto en sí. Ha preguntado por ti. ¿Me acompañas a verle?
A bordo del Aurora, navegando en solitario por el mar Caribe, a medio día de viaje de Zamá, Nueva España, octubre de 1556
El mar estaba en calma. Por primera vez esa semana, pasado el temporal, el
Aurora templó todas las jarcias y aprovechó el viento de popa. El aire estaba impregnado de la espuma y el siseo de las olas de proa, del ondeo del velamen en los tres mástiles y del roce de los cabos y los estays, y allá a lo lejos, del quejido largo y desolado de un ave marina.
Cedric Owen se levantó antes del alba. Fue hacia el trinquete y apoyó la espalda contra el palo; la brisa le apartaba el pelo del rostro. A sus pies, la proa cabeceaba en un mar en calma y enviaba espumosas olas hacia popa.
La noche se asemejaba a la del primer día de tormenta, salvo que ahora navegaban ya en solitario, sin otras embarcaciones delante o detrás. Tal como había advertido la piedra corazón azul, A Aurora se había alejado del resto de la flota en medio del caos del vendaval y la lluvia que habían hecho naufragar al menos una de las naves.
La tripulación del Aurora tan solo había visto que se hundiera otro buque; los demás se habían perdido en el aguacero y en el brutal remolino de la borrasca. Con absoluta temeridad, Aguilar se había pasado dos días navegando en círculos en un mar inseguro buscando la señal de alguna bandera, vela o, con creciente desesperación, posibles supervivientes entre los restos del naufragio que se mecían sobre las olas en pedazos cada vez más pequeños.
Al final, en vista de que no hallaban nada ni a nadie, y zarandeados por los vientos que amenazaban con arrancar los mástiles de cuajo, habían retomado a regañadientes el rumbo hacia occidente sin saber si las demás embarcaciones los andaban buscando al igual que ellos o si, por el contrario, habían sucumbido a la cólera del temporal. A todos los hombres les dolió más aquella separación que la de cuando zarparon del puerto de Sevilla hacía ya seis semanas.
Navegar solos era otro cantar, como andar por el borde de un acantilado en pleno vendaval sin barandilla de protección. Al principio ese aislamiento inquietó a Owen, pero una semana de calma y el efecto tranquilizador de la capitanía de Aguilar cambiaron su percepción hasta que una sensación de euforia y libertad se apoderó de él y deseó que nunca acabara.
La piedra corazón azul era la única que no tenía nunca bastante. Habían sido sus demandas las que le habían despertado antes del amanecer y le habían llevado hasta el mástil de proa, a la atalaya desde donde podía contemplar el ingente vacío del cielo y el mar, el horizonte impreciso donde se fundían en uno.
Jamás había visto una noche tan cerrada. La oscura línea del horizonte había desaparecido, confundiendo así mar y cielo. En las aguas, el reflejo de innumerables constelaciones rebotaba de vuelta al cielo; alfilerazos de luz rodeaban a Owen en medio de las tinieblas insondables.
Tan solo algo destacaba: delante del navío, ligeramente más allá de la amura de babor, brillaba una luz que parecía más anaranjada que la de las estrellas y que oscilaba como si fuera una llama.