La Calavera de Cristal (15 page)

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Authors: Manda Scott

Aguilar asintió tranquilamente.

—En ese caso moriremos al instante, aunque habremos presenciado este resplandeciente amanecer. Preferiría esta última opción que la alternativa. El hombre que avanza entre la muchedumbre, vestido de negro y con una fortuna en plata colgada en su cuello, es el padre Gonzalo Calderón. Dada su presencia, esperemos que si tienen que matarnos lo hagan a su manera, de un solo golpe de piedra negra, en vez de a la manera europea, la de la tortura y la hoguera. ¿Qué dice vuestra piedra azul?

—Que su casa está cerca y que está impaciente por tocar tierra firme —respondió Owen, a quien con tantos cánticos sonando en su cabeza le estaba costando una barbaridad pensar—. Nada dice sobre nuestra acogida al llegar. ¿Lanzaréis la maroma al sacerdote?

—¿A quién si no? —preguntó Aguilar con una amplia sonrisa—. Fijaos bien y aprended cómo tratar adecuadamente a los indígenas.

* * *

El embarcadero de madera era tan nuevo que los percebes aún no se habían adueñado de él. El cura, con su sotana negra, los estaba esperando al borde del agua, y asió con desenvoltura la cuerda cuando se la arrojaron. A un par de pasos detrás de él había dos indígenas. Eran los únicos que llevaban calzas y blusones de tela corriente, descolorida, e iban desarmados.

El sacerdote tiró de la maroma y la atesó. Se notó un leve movimiento por la deriva; a continuación, Fernando de Aguilar saltó grácilmente sobre los listones de madera y se detuvo un segundo, balanceándose suavemente, como si el mar siguiera meciéndole en su interior. Después, anticipándose a los demás, ofreció la reverencia más profunda y esmerada que Cedric Owen jamás hubiera visto.

—Me presento, señor. Soy Fernando de Aguilar, capitán de navío de poca valía, pero traigo conmigo al señor Cedric Owen, médico de nuestro barco y astrólogo de suma astucia. Llega con una recomendación de Catalina de Médicis, la reina de Francia en persona. Os ofrezco sus servicios, para uso propio y de vuestros compañeros. Ni que decir tiene, vos sois el padre Gonzalo Calderón, sacerdote de la madre Iglesia en Zamá, aquí en Nueva España. Precisamente esta mañana conversábamos sobre vos y sobre lo contento que estaríais al conocer a tan apreciado pasajero. Aguardad, dispondremos un escalón para que pueda apearse nuestro buen médico.

—No.

Se hizo un silencio que ni siquiera las gaviotas se atrevieron a romper.

El cura era grande como un buey, ancho de hombros y cintura, recio y corpulento. En el centro de la ancha curvatura negra de su pecho colgaba un crucifijo de plata no labrada que era la más grande y pesada que jamás había visto Cedric Owen.

Aquella única palabra paralizó todo el muelle. Ante la mirada de los hombres del esquife, del barco y de la costa, enrolló la maroma en su mano y la devolvió arrojándola con fuerza a los pies de Cedric Owen. Alzó la voz para que todo el mundo le escuchara:

—Debéis saber que por estos lares hemos padecido la viruela. Ya ha pasado, pero Dios se ha llevado consigo a más de la mitad de los hombres, mujeres y niños de nuestra ciudad. Por consiguiente, actuamos con cautela ante los recién llegados que puedan traer consigo la misma suerte u otra peor. ¿Puede vuestro tan apreciado médico jurarme en nombre de Dios que no sois portadores de enfermedad alguna?

El sacerdote se dirigía a Aguilar, pero su mirada, orientada hacia Owen, estaba llena de fuego y rabia, como si fuera la misma viruela la que lo subyugara.

El chillido repentino que Owen escuchó en su mente era de un timbre distinto de los que había oído hasta entonces. En un intento de ahuyentarlo, alzó la vista más allá del sacerdote ataviado de negro y se fijó en los dos indígenas que tenía a su espalda...

... pero se detuvo; resultaba imposible pensar.

Los dos hombres apostados detrás del sacerdote llevaban unas calzas y unos blusones anodinos de algodón sin blanquear; ambos iban bien afeitados y tenían el rostro ancho y los ojos grandes, con una cabellera tupida que les caía a plomo sobre los hombros. El de la izquierda toqueteaba una pequeña cruz de madera que lucía en el pecho y contemplaba el Aurora y a su tripulación sin demasiado interés.

El hombre de la derecha tenía la vista fija en Cedric Owen; su mirada le atravesaba y alcanzaba directamente la piedra corazón azul.

Owen no se había sentido jamás tan inesperadamente expuesto. Un viento cortante le rebanó la carne como si le hubieran arrancado la ropa a tiras y, con ella, la mitad de la piel.

En la prolongada inmovilidad del momento pensó que, a diferencia de su compañero, el indígena mostraba un porte, un semblante, de guerrero. Una amplia cicatriz en zigzag, que parecía haber sido efectuada adrede, cruzaba su rostro desde la mejilla. Con la mirada clavada en la de Owen, el hombre posó los dos primeros dedos de la mano sobre la cicatriz y después apartó la vista.

Una vez libre de esa mirada inquisitiva, el grito que ensordecía a Owen volvió a acallarse. De nuevo fue capaz de percibir sonidos del mundo exterior, entre los que destacaba la voz del sacerdote, que preguntaba:

—Señor Owen... Vos sois médico además de astrólogo. ¿Juráis ante Dios que vuestro barco está libre de toda dolencia?

La sombra del cura era alargada como una montaña. Resultaba más sencillo mirar su descomunal figura y sopesar la amenaza que podía entrañar que permitir que un bárbaro con una cicatriz en el rostro lo despojara de su atuendo y lo vistiera de nuevo con solo una mirada.

Esperaban su respuesta.

—No —contestó Cedric Owen—. No puedo prometeros nada y jamás lo juraría en nombre del Señor. Pero sí puedo aseguraros que llevo dos meses en alta mar con estos hombres y que no he visto nada más que una vulgar descomposición intestinal y un único caso de desgarro en un hombro cuando un marino sostuvo demasiado tiempo un cable. Os confieso que recalamos en Panamá para aprovisionarnos de víveres y agua, y que acogimos entre nosotros a un joven autóctono que deseaba echarse a la mar. Soy del parecer de que, de llevar enfermedades a bordo, él mismo habría sucumbido a sus efectos, y del mismo modo, si hubiera sido él portador de humores nocivos, a estas alturas habríamos enfermado todos. Por ello, juraré cuantas veces queráis que no he visto ningún indicio de enfermedad, pero nada más. Si es vuestro deseo que nos hagamos de nuevo a la mar, con una bodega repleta de armas y pólvora, plomo y acero, sois libre de pedírnoslo. Estoy convencido de que, en Campeche, seremos bienvenidos entre los defensores del rey Felipe.

No había planeado nada. Las palabras manaban de su boca y las escuchaba al mismo tiempo que los demás, con el mismo asombro.

Fernando de Aguilar le dirigió una mirada de pasmo, que luego se transformó en consideración cuando el sacerdote inclinó la cabeza en ademán de plegaria y dijo:

—Bien razonado, inglés. De haber jurado por Dios que vuestros hombres estaban sanos, habría ordenado que os fusilaran y habría mandado quemar vuestro barco en mar abierto. También el embarcadero habría sido destruido, al igual que sucedió con el último que nos trajo la infección.

—Aunque de nada habría servido —respondió Owen—. Habéis estado suficientemente cerca de don Fernando para convertiros en una fuente de infección, si en verdad él sufriera alguna enfermedad. Os habríais mezclado de nuevo con vuestra gente y habríais contagiado la peste a vuestro paso.

—Salvo que en absoluto me habría mezclado con ellos. Aquí mi asistente, Diego — con un gesto de la mano señaló al indígena con la cara rajada—, tiene órdenes de cortarme el gaznate y luego el suyo propio. Domingo —un dedo en alto apuntaba al más silencioso de los dos asistentes— se habría hecho a la mar, pues esa es la muerte que él ha elegido. Una vez desaparecidos los tres, los guerreros de segundo rango lanzarían flechas encendidas hacia vuestra nave. No hay niño que dispare a su padre por voluntad, pero sí me darían muerte por yo habérselo ordenado, de eso estoy seguro.

Owen advirtió la exasperación de Fernando de Aguilar, que preguntó:

—¿Estas gentes os ven como su padre?

Era imposible leer el rostro de Gonzalo Calderón.

—Yo mismo me considero su padre ante Dios. Sabed que si les digo que no estáis infectados de viruela y que habéis venido para traernos obsequios y conocimiento que nos ayudarán a resarcirnos de nuestras pérdidas, os permitirán que atraquéis vuestro barco. A partir de ahí, lo que acontezca está en manos de Nuestro Señor. No puedo garantizar vuestra seguridad más de lo que vuestro médico es capaz de asegurar que vuestros hombres gozan de una salud de hierro.

Capítulo 11

Bede's College, Cambridge,

junio de 2007

La mesa baja de fresno de la habitación de Kit con vistas al río estaba decorada con un único ramillete de lirios blancos que habían sobrado de la boda.

Gracias a un alarde de ingeniería de la época Tudor, más de la mitad de la estancia sobresalía por encima del Cam. Las ventanas de las tres paredes dejaban entrar el rotundo sol veraniego. A sus pies corría el río con su verdor. Por una ventana abierta ascendía el olor a agua que se mezclaba con los ramos más coloridos, aunque menos duraderos, esparcidos por la habitación; los habían mandado los amigos de Kit para darle la bienvenida tras su salida del hospital.

Como buenos amigos que eran, habían tenido la delicadeza de no estar en su casa cuando llegó; dejaron que fuera Stella quien le ayudara a bajar de la ambulancia con sus dos muletas y lo acompañara por la escalera que llevaba al espacio luminoso y amplio que era su hogar.

Se quedó balanceándose cerca de la mesa adornada con flores, pero lo que atrajo más su atención fue el río que discurría bajo la ventana; el lento fluir de las aguas verdes y grises, el resplandor del aire cubriéndolas y los extraños efectos de la luz sobre el cristal hacían que la estancia pareciera más grande, que flotara por sí sola,

«suspendida entre el agua y el cielo». Tal había sido la intención de sus diseñadores en tiempos de los Tudor.

Dio una vuelta completa para contemplar el cielo, las delgadas franjas de nubes y la hierba abigarrada y reseca del Midsummer Common; el río caudaloso, lleno de turistas y estudiantes preparando exámenes; el césped impecable del Patio de los Lancaster, con su perímetro enclaustrado y la estatua de bronce de Eduardo III, el monarca de los Plantagenet cuyo hijo, en un acto de devoción filial, había fundado Bede para conmemorar la victoria de su padre ante los franceses en Crécy en 1346.

Stella observó cómo Kit regresaba a la habitación, con el recuerdo de lo que había sido y en qué se había convertido. Las muletas vacilaron y se detuvieron. Ella interceptó su mirada, con aquellos ojos entre verdes y castaños, turbulentos, llenos de nuevas pasiones que no lograba descifrar.

—Me acuerdo de los lirios —dijo él.

—Kit...

Ella no conseguía moverse. En la nuca se le enfrió una fina capa de sudor. Desde el instante en que se habían visto en el ala del hospital, él se había mostrado frío, retraído, bastante distinto del hombre que ella recordaba.

En ese momento se dio cuenta de que él intentaba expresar algo que había preparado y que ella no estaba dispuesta a oír.

Su cara parecía la de un arlequín: magullada y amoratada por el lado paralizado;

viva, móvil, pálida por el otro. Se obligó a reír con esa mitad.

—Tendrías que abandonarme, ahora que los recuerdos todavía son buenos.

El precioso tono de su voz sonaba entrecortado, con aristas. Él mismo se dio cuenta e hizo una mueca de dolor. No apartó la mirada ni un momento.

—No... —Ella se echó a llorar, cosa que se había prometido no hacer—. No pienso irme, y no podrás obligarme.

—Pero sí puedo pedírtelo, para bien de los dos.

—No lo dices de verdad. Hace menos de un mes que te casaste conmigo, que me casé contigo. No pienso tirar la toalla.

Frunció el ceño y sacudió la cabeza. Sus manos temblaban sobre las muletas. Ella quería acercarse y sostenerlo, arrimarle una silla, buscarle la silla de ruedas eléctrica para que se sentara, durmiera y se sintiera de nuevo en casa, sin el menor atisbo de preocupación. Pero no podría hacer nada de eso hasta que ambos decidieran un futuro en el que lograran creer.

Su cuerpo no le respondía como quería. Encogió el único hombro sano y dijo:

—No quiero estar contigo si soy menos de lo que era.

—Por Dios, Kit... —Se secó la cara con la palma de la mano y buscó un pañuelo en el bolsillo de sus pantalones cortos.

No era lo que había sido, eso era innegable. Sin embargo, no estaba tan mal como habían temido los médicos a primera vista. Que pudiera andar era todo un milagro de la ciencia moderna y la prueba del valor terapéutico de la dexametasona parenteral que le administraban en dosis que podrían tumbar a un elefante. Al menos eso le había dicho el especialista del hospital de Yorkshire, y lo mismo, en palabras más comedidas, el equipo de neurología del Addenbrooke, en Cambridge. Tras realizar sus propias resonancias y TAC, llegaron a la conclusión de que, o les habían mandado un juego equivocado de imágenes, o los dioses de las cavernas habían sido particularmente benévolos por permitir que el doctor Christian O'Connor despertara del coma tan pronto y tan relativamente entero.

Lo que no lograron fue obrar otro milagro y devolvérselo como nuevo. Se lo mandaron a medio reparar: un hombre propenso a dormirse sin avisar, que tan solo podía sonreír con media cara, que no podía mover completamente la pierna izquierda y solo parcialmente su brazo izquierdo. Lo mandaron a casa con muletas, una silla de ruedas y un programa de ejercicios bajo la dirección de un fisioterapeuta

que le mantendría ocupado y con suerte lo encaminaría hacia la curación. Opinaban que, con el tiempo, sería capaz de apañárselas con una sola muleta.

No podían asegurar si volvería a andar con normalidad, o a correr, o si volvería a ver toda la curvatura de su sonrisa en aquella masa blandengue, casi de plástico, que era la mitad izquierda de su rostro.

Tampoco pudieron decirle si recuperaría los recuerdos de la catedral de la tierra, de la calavera de caliza blanca que habían encontrado, de la carrera a rastras por la cornisa con las dos linternas y de la caída posterior con la suficiente claridad para convencer al detective inspector Fleming de que reabriese el caso como intento de homicidio. En aquel instante a duras penas recordaba los pormenores de su propia boda.

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