La Calavera de Cristal (35 page)

Read La Calavera de Cristal Online

Authors: Manda Scott

Úrsula agarró un montón de papeles y los esparció por la hierba. En todas las páginas aparecía la pareja de jeroglíficos subrayados con un rotulador amarillo.

—Si utilizamos la lógica y damos por sentado que Owen conocía la fecha, el momento y el lugar al que debía llevarse la piedra corazón, llegamos a la conclusión de que le encomendaron una tarea casi imposible: transmitirte esa información con precisión, pero simultáneamente garantizar que no caería en manos de Walsingham o de cualquiera que pretendiera destruir la calavera y usarla para sus propios fines. Seguro que hizo lo que consideró más conveniente.

—Una opción evidente sería dividir esa información en fragmentos y después esconder cada uno de ellos en un sitio distinto —argumentó Meredith—. En el lugar de Owen, es lo que yo habría hecho. Y eso nos lleva al medallón que encontraste en la cueva de la piedra calavera, la que tiene la marca de Libra en el reverso.

—¿Este?

Stella metió la mano por el escote, sacó el cordel que llevaba colgando y se lo mostró. El algodón frotó el lino cuando Úrsula se apoyó en Meredith para observarlo; se oyó un suspiro de decepción.

—No lleva ningún número —confirmó Meredith—, ni ingleses, ni árabes, ni romanos, ni tan siquiera los del sistema maya o unas mellas en el borde. Creí que

podía habérseme pasado algo por alto el otro día, pero no es así. —Volvió a apoyarse en el árbol—. Maldita sea.

Úrsula cogió el medallón y empezó a darle vueltas en la mano.

—Ni tampoco nada que lo relacione con Libra, a menos que encontremos una fecha del mes de octubre que encaje con Oc y Zotz, pero habría una diferencia de cinco meses; es demasiado tiempo. Ki'kaame dijo que la piedra tan solo se mostraría unas semanas antes del día final.

Levantó el medallón, orientándolo hacia la luz; el sol parecía convertir el bronce en miel. Hubo una pausa, y de pronto todos contuvieron la respiración.

Stella enderezó la espalda mientras Úrsula preguntaba en voz baja:

—Meri, ¿cuándo fue la última vez que viste el perfil derecho de un dragón en lugar del izquierdo?

—¿Aparte del que se encuentra en Bede? —Ladeó la cabeza—. Prácticamente en ningún otro lugar. Yo diría que casi todos los dragones pintados según el canon artístico europeo miran a su izquierda y se enfrentan a un caballero que a su vez está representado a su izquierda, en el fondo.

—Pero no encima de una colina, a menos de media hora en coche de aquí,

¿verdad?

—Aja. —Su rostro se iluminó con una repentina sonrisa de oreja a oreja—. El caballo que a lo mejor no era un caballo. Nunca creí realmente que lo fuera. De hecho, si al dragón de Stella le quitas las alas, el parecido es impresionante. Bien hecho, primo. Ya sabía que algo encontraríamos.

La emoción de aquella revelación devolvió a Meredith un aspecto juvenil. Se atusó el cabello con ambas manos.

—Stella, ¿has visto alguna vez el Caballo Blanco de Uffington?

—No, que yo sepa.

—Lo recordarías. —Sonrió contento—. Es un monumento neolítico que data de, al menos, hace cinco mil años, quizá más. Nuestros antepasados tallaron la forma de un caballo en una ladera, extrayendo la turba para que asomara la creta blanca del subsuelo. Se aprecia mejor desde el aire, pero incluso de cerca es asombroso; el mejor lugar para sentarse y contemplarlo se llama Dragón Hill, la colina del Dragón. A estas horas podremos dejar el coche allí mismo y subir andando. Coge el medallón y la calavera. Veremos si ellos creen que es el lugar que buscamos. Y de paso llévate a Kit.

—No puedo...

—Claro que sí. Nos has sacado cuatro tomos de ventaja con las transcripciones; te has ganado unas horas de descanso.

No la había entendido adrede. Stella podría habérselo discutido, pero allí estaba

Kit, al lado de la puerta cristalera, único obstáculo en su camino de regreso al

estudio. Por un instante pensó que era accidental, pero luego se acordó de lo mucho que había tardado Meredith en llevarles el té helado. Desde entonces no se le había ocurrido mirar hacia la casa.

Se puso en pie; sentía frío y calor, ligereza y gravedad. No se le ocurría qué decir. Kit habló con voz inexpresiva.

—Yo fui una vez, hace tiempo. Sé cómo ir, pero tendrás que conducir tú.

—¿Quieres que vayamos? Él se encogió de hombros.

—¿Tú quieres?

—Vamos, chicos, ya está bien —intervino Úrsula a sus espaldas—. Id y punto, los dos. Subid la ladera, sentaos en la cima juntos y hablad de algo que no sea el tiempo, por el amor de Dios. Ya veréis como valdrá la pena, en serio.

* * *

—Aquí hay unos escalones —observó Stella—. No tendremos que arrastrarnos por el lateral de la colina.

—No quiero subir por los escalones; son una ofensa para la naturaleza. Tú ve delante si quieres y deja de mirarme. Eso no me ayuda.

A esas horas, por poniente, el sol ya era un cardenal del color del espliego con un velo descolorido de mandarina en lo alto. Sobre sus cabezas se alzaba una media luna creciente de una luz más ambarina que el mercurio.

Estacionaron el coche ilegalmente, al lado de la carretera. Desde allí se elevaba la colina, que culminaba en un llano; para subir se observaban unos escalones recientemente excavados en la ladera y revestidos con madera. Por el otro extremo, que era por donde eligió subir Kit, la pendiente era más empinada y estaba llena de matorrales. Stella utilizaba las manos para impulsarse y se esmeraba en fijarse en la vegetación y en las flores de estrellas blancas del prado para reprimir la imperiosa necesidad de mirar atrás, comprobar cómo le iba a Kit y ofrecerle su ayuda.

Sin embargo, él se movía con más agilidad a gatas que andando, hasta tal punto que subir le resultaba más sencillo que bajar. En los últimos metros aceleró aún más y alcanzó la cima antes que ella. Le ofreció una mano en silencio para ayudarla a superar el último tramo. Sus manos volvían a ser suaves; después de tres semanas postrado en cama, los callos que se había hecho en la cueva prácticamente habían desaparecido. Tenía unos dedos largos y delgados.

Sin demasiada seguridad, Stella entrelazó sus dedos con los de Kit y alcanzó la cima. Era un espacio de turba reseca por el sol; en un extremo, estaba tan gastada que tan solo quedaba un trecho de creta blanca en forma de delgada media luna. Cabían dos personas sentadas, de modo que no les quedó otro remedio que sentarse juntos con la vista clavada en la hierba del prado. Se quedaron en silencio.

—¿Ya has visto el caballo? —preguntó finalmente Kit.

—Todavía no. —Supuso que él tampoco lo había visto. A ambos se lo impedía su actitud obstinada.

Kit se tendió sobre la turba. El sol del crepúsculo proyectaba largas lanzas doradas en su cara. Los verdes moratones arlequinescos eran apenas un recuerdo borroso que se fundía con el musgo gris.

—¿Es este el lugar indicado?

—Lo lamento, pero no.

—¿Porque lo dice la piedra calavera?

—Sí. Aquí se siente segura, al igual que en el caserío de Úrsula, pero nada más.

A su lado estaba la mochila, abierta, que contenía la piedra. Durante el trayecto en coche y el ascenso, Kit no le había hecho el menor caso, por lo que a Stella le sorprendió que la sacara a colación entonces. No dijo nada más; no dijo que la piedra estaba despierta, con la conciencia aguzada, que en el aire flotaba una amenaza sin nombre ni otra indicación, aunque no era inminente.

Al cabo de un rato, en vista de que no se le ocurría nada que decir y que el silencio era tan espeso que podía cortarse, también ella se tumbó sobre la hierba y dejó descansar sus ojos mientras contemplaban el cielo. Apareció un avión por delante del sol ardiente y surcó el espacio rumbo al este con la lentitud de las hormigas. Un buen rato después de que ya no pudieran verlo, seguía en el aire su blanca estela vaporosa, la única falla lineal que hendía la bóveda del cielo, del mismo azul impoluto que su piedra calavera.

Kit se sentía cómodo al lado de Stella. Ella notaba su respiración por el roce de sus brazos. Se acordó de otros días de verano, en otros prados; un tiempo en el que un cielo azul no era más que un cielo azul y no dolía como en ese instante.

—Debería haberme deshecho de la piedra cuando Tony me lo pidió.

—No lo creo. A menos que Úrsula y Meredith estén completamente locos y...

—Hombre, un poco raros sí son.

Se dio cuenta de que le había arrancado una sonrisa.

—Eso no te lo discuto, pero tampoco creo que estén como un cencerro. De todos modos, tú eres la auténtica guardiana de la calavera, con todo lo que eso conlleva. No quiero ser el culpable del Final de los Tiempos solo porque no he sabido encajar lo que sientes por una piedra.

—¿Todo esto tiene que ver con la piedra? ¿O la piedra y yo juntas? Ya no soy la mujer con la que te casaste, eso es lo que dijiste la noche que volviste del hospital, y supongo que eso no ha cambiado. Entiendo que es motivo suficiente para divorciarnos. Si es eso lo que quieres, no me opondré.

—Stell...

Intentó levantarse impulsándose con un codo, pero ella estaba en su lado malo y el brazo no aguantaría el peso. Rodó sobre sí mismo con un brazo y saltó encima de ella

como una trucha. Stella se quedó muy quieta mientras él maniobraba hasta apoyarse sobre el codo, esforzándose por no aplastarla con su peso. Sus ojos la escrutaban desde arriba.

—¿Qué te hace pensar que quiero divorciarme de ti?

—No me has dirigido ni una frase desde que llegamos a casa de Úrsula. En realidad es desde que nos fuimos del laboratorio de Davy Law. Y si se debe a que tienes celos de él, hasta aquí hemos llegado.

Estaba tan cerca que no pudo ocultar el parpadeo de pánico en sus ojos.

—¿Debería estar celoso?

—¡Kit! Por Dios, ¿bromeas?

Se apartó de ella enroscándose sobre sí mismo.

—No serías la primera mujer a la que quería que ha sucumbido a sus encantos. No pienso pasar por lo mismo otra vez.

—¿Davy Law? —Se carcajeó—. Por favor... No es ni la mitad de horrible de lo que tú crees, pero diría que es el hombre menos atractivo con el que me he cruzado en mi vida. Tiene esa singular integridad de los que son feos de verdad y por ello le respeto. Me gustaría que fuéramos amigos, pero no le quiero. No me veo queriendo a nadie más, hoy por hoy. Pero lo cierto es que resulta muy difícil seguirte.

No quería decir eso. Parpadeó y preguntó en tono serio:

—¿Jessica Warren fue la chica que te arrebató?

Kit no contestó. Stella pensó que él no iba a poder decir nada. La verdad se le apareció obvia, nítida y firme; al fin y al cabo, tampoco era tan complicado. Era tan sencillo que podría haberse partido de risa.

—No me digas que eso es lo único que sucedió. Un orgullo herido por una amante perdida de la que no me habías hablado jamás —dijo ella a la ligera.

Él reaccionó con timidez, algo que Stella nunca había visto.

—No era una amante, ya me habría gustado. Nunca llegué a invitarla ni tan siquiera a beber algo.

—Kit, eres un tontorrón...

—Davy no entiende esas cosas. Mostrarse cohibido, humilde o torpe no es lo suyo. Él no tuvo reparos y la invitó a salir, ella aceptó y fin de la historia; desde entonces fueron uña y carne. Ella opinaba lo mismo que tú: que tenía una luz interior. —Se le escapó una sonrisa irónica—. En fin, que reaccioné con una madurez envidiable.

—¿Y luego intentó violarla? ¿O realmente lo hizo?

—Bueno, es lo que todo el mundo decía... pero había tanta gente que lo odiaba por ser más inteligente que ellos que a todos les pareció perfecto que le pusieran de patitas en la calle.

—¿Qué alegó Davy?

—Nada. Jess se mantuvo al margen; durante la regata metió la pata, tras lo cual abandonó y se fue a casa de su madre sin decir nada a nadie. Y Davy desapareció. Me pasé varios días dando la cara por él ante todos los que pensaban lo peor; esperaba que regresara y les contara que había sido un terrible malentendido, que quizá se había pasado un poco celebrando anticipadamente el éxito en la regata y que había cantado victoria antes de lo previsto, que tal vez Jess le había mandado a freír espárragos, se habían echado los platos por la cabeza y ahora lo lamentaba, algo así. Yo creo que no la violó, claro que no. No soportaba esa idea de que «todos los hombres son unos violadores»; era la típica frase que le sacaba de sus casillas.

—Y luego, ¿qué ocurrió? —preguntó Stella.

—Nada. Nunca regresó. Llevaba medio año de interno en cirugía, estaba a punto de convertirse en un neurocirujano de fama mundial o en un especialista cardiotorácico pediátrico, o en lo que quisiera, y lo echó todo por la borda. Desapareció de la faz de la tierra. Lo que está claro es que la dirección de la universidad sabía algo, porque ni ordenaron que dragaran el Cam para buscar su cadáver ni se cercioraron de que no se hubiera suicidado con el gas del tubo de escape, pero a los demás no nos dijeron nada. Yo no tenía ni idea de dónde se había metido hasta que Gordon nos habló el otro día de los campos de refugiados. Llevaba más de diez años sin verle ni hablar con él.

—Hasta el viernes.

—Cuando estaba prácticamente arrastrándose a tus pies como si fuera a comerte y había dibujado tu cara en su ordenador para colocarla en la calavera. Habría podido matarlo. Aún no sé por qué no lo hice.

—Porque había sido tu mejor amigo y porque tú no eres así. —Stella se incorporó y se abrazó las rodillas—. No sé si te importará demasiado, pero Davy me contó que una vez había intentado apoderarse de algo bonito y que no iba a repetir el mismo error. Yo diría que lo ha pasado mal y que ha aprendido la lección. —Contempló el cielo del anochecer—. ¿Por qué no me lo habías contado antes?

—Los celos no son nada bonito, Stell. ¿No puedo tener mi parcela de orgullo?

—Pues claro... Pero no un orgullo estúpido, idiota y —le cogió de la mano y lo acercó— que me rompe el corazón. No ese orgullo que te aparta de mí y que te lleva a construir barreras para aislarte.

—Prácticamente me impulsaste a hacerlo.

Lo tenía tan cerca que podía besarlo, pero no se atrevió. Sus ojos eran una puerta que quería franquear, pero no aún.

—¿Lo dices por la piedra? Lo siento en el alma, Kit. Metí la pata.

—No metiste la pata, lo único que hiciste fue...

—No lo pensé. Tenía la calavera en mis manos, sabía lo que debía hacer y no me planteé si estaba bien hasta que me dijiste que parara. Fue una enorme estupidez.

Other books

CarnalPromise by Elle Amour
Maidensong by Mia Marlowe
Cheryl Holt by Too Hot to Handle
The Geneva Decision by Seeley James
Pakistan: A Hard Country by Anatol Lieven
THE UNKNOWN SOLDIER by Gerald Seymour