La Calavera de Cristal (33 page)

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Authors: Manda Scott

Sin quererlo, soltó un suspiro sofocado, breve y sin aliento.

Ella se volvió y Owen reprimió una respiración más intensa, pues entre las manos de la mujer, meciéndola con el cariño de una madre, descubrió otra piedra azul, una reproducción exacta de la suya. En la curva espejada de aquel cráneo se vio reflejado, salvo por el pelo, que había encanecido. El asombro que le causaron ambas imágenes

-la piedra y el cabello cano- le hizo enmudecer.

La muchacha lo escudriñó y frunció el ceño. Él reconoció la cara de su abuela en la de aquella mujer y ella también reconoció sus rasgos. Podría haberle hablado, pero ella se volvió y miró a sus espaldas, asustada; siguió corriendo hasta el final de la loma, se arrodilló y alzó su piedra para depositarla en su lugar de reposo.

Impulsado por sus propios miedos, Owen se dirigió a ella en voz alta.

—No te demores.

Ella le miró desconcertada. Él alargó el brazo en su ayuda, como había hecho con los demás, pero antes de que sus manos la alcanzaran se formó una espesa neblina que engulló a la muchacha y a la piedra. Del exterior, por donde penetraba aquella envolvente bruma, llegó hasta él un alarido y un crujido como de un trueno. En la penumbra se oyó un grito ahogado y el sonido de un cuerpo que caía al vacío.

Owen juzgó que la muchacha no había colocado la piedra donde debía. Ciego en medio de la neblina, anduvo a tientas hasta donde la había visto por última vez. Palpando, encontró la cavidad; habría depositado su piedra azul como había visto hacer en ocho ocasiones, de no habérsele erizado la piel en señal de alerta.

Se dio la vuelta. Una corriente de aire le rozó el costado izquierdo. Allí, donde antes había una pared desnuda, se abría un ancho espacio, y en el centro vio tendido sobre el mosaico a Fernando de Aguilar, alumbrado por los vestigios del fuego. Emanaba el hedor característico de unos pulmones putrefactos, su respiración era entrecortada y su nariz supuraba una espuma sanguinolenta.

—Fernando.

Owen se arrodilló para tomarle el pulso, que latía bajo sus dedos indicándole lo que ya sabía y tanto le desesperaba.

—¡Fernando, no! —Se inclinó dispuesto a intervenir como fuese, pero era demasiado tarde. Con la proximidad de un amante, fue testigo del momento en el que el alma de su amigo se desprendió del cuerpo que hasta entonces la había cobijado.

Se balanceó sobre los talones. La sombra de Aguilar lo obsequió con una reverencia.

—No os aflijáis por mí, amigo mío. La muerte no es algo tan nefasto cuando culmina una vida feliz, y he sido muy feliz en vuestra compañía.

—¡No! ¡No podéis morir! —Owen estaba destrozado; se balanceaba y padecía como había visto sufrir a tantos otros, aunque él jamás lo había experimentado antes, ni siquiera por su abuela.

La piedra azul seguía aún en sus manos y le cantaba. Owen tocó con los nudillos unos huesos desperdigados. Los barrió a un lado y dio media vuelta para apoyar la espalda en la pared, donde las afiladas piedras del túmulo se le clavaron en la carne y le concedieron un punto más de apoyo.

La frontera entre la vida y la muerte era algo tangible, una fina membrana de destellos negros que tomaban forma ante sus ojos. Aferrado a la piedra azul y con el filo penetrante de las rocas como segundo puntal, Owen extendió su mano libre para traspasar la frontera y alcanzar el lugar donde yacía el cuerpo de Aguilar, en los mundos del tránsito.

Notó un calor abrasador, como si hubiera introducido la mano en un horno; luego sintió un frío amargo, hiriente, que convirtió sus dedos chamuscados en tocones de hierro que no podía doblar.

Entre blasfemias y alaridos, Owen extendió cuanto pudo la mano para tocar su propia vida en el lugar oscuro de la muerte de Aguilar.

La muerte fue tras él, más rauda que la serpiente o el escorpión, más aplastante que las rocas o un alud. El don de la velocidad, que le había concedido el humo, ya no bastaba para esquivarla. Como un puño de tenebroso hielo, le recorrió el brazo para adueñarse de su corazón...

... y topó con el canto firme de la piedra corazón azul, que la esperaba en el centro de su alma.

El mundo estalló en mil pedazos de azul, negro y escarlata.

Cedric Owen cayó de espaldas y se golpeó la cabeza contra la piedra. El fuego le abrasaba un costado, mientras que el otro permanecía frío. Una pequeña y horrorizada región de su mente le hizo saber que había pisado el infierno, que los curas estaban en lo cierto y que tendría toda la eternidad para lamentar su arrogancia.

Lo único que sabía el resto de su ser era que la piedra corazón azul reposaba sobre su abdomen y que apremiaba evacuar las tripas.

Se dobló sobre las rodillas y vomitó con violencia; las arcadas siguieron, hasta tal punto que creyó que arrojaría por la boca la mucosa gástrica hecha pedazos. Le acercaron un vaso que era una hoja enroscada en forma de cucurucho y atada con finos brotes de árbol. Bebió aquel líquido amargo y espeso sin preguntar ni quejarse.

Tres veces evacuó. Tres veces le abrazaron, le dieron cariño y aquel brebaje asqueroso que debía tragar. Por fin, se sentó y abrió los ojos para descubrir qué dios, qué diablo, o qué tipo de monstruo a medio camino entre los dos se había convertido en su guardián.

Volvió la mirada hacia la figura de camisa blanca que estaba sentada a media luz cerca del fuego con un brazo vendado sobre las rodillas. Parpadeó una y otra vez, pero aquella imagen no se desvanecía.

—Bienvenido a casa —le saludó Fernando de Aguilar plácidamente—. Parece que una vez más os soy deudor de mi vida.

Y, por segunda vez en demasiados pocos días, Cedric Owen se desmayó.

Capítulo 22

Tierras meridionales mayas,

Nueva España, octubre de 1556

Se despertó en pleno día, en aquel momento de frescor matutino en el que aún se agradecía el calor del fuego. Estaba tendido en la hierba, no sobre el mosaico, y por encima de su cabeza todo eran árboles repletos de pájaros de colores y mamíferos de suave pelaje que se columpiaban en las ramas y le observaban con sus enormes ojos oscuros.

Ya no escuchaba su respiración ni se perdía en el destello de un aleteo, aunque aquella pérdida le dolía como le habría dolido perder la vista o el oído.

Se reincorporó, y al hacerlo volvió a sentir mareos, pero su cuerpo se había acostumbrado tanto a las náuseas que ya no hacía nada para combatirlas. En esa ocasión, Najakmul le sostuvo la cabeza y le ofreció la bebida negra. Él sintió la presión de sus pechos en la espalda; se apartó al instante al sentir un escalofrío de terror.

—Cedric Owen...

Ella le sostenía con suavidad. No la miró, pues no se sentía capaz de hacerlo sin recordarla sentada toda la noche sobre el mosaico, en la misma línea fronteriza entre la Desolación y la Inocencia.

—Os he fallado —dijo Owen.

Se sentía agotada; se lo dijeron las arrugas de su rostro, cada vez más profundas. Pero ella le devolvió una sonrisa tensa, como si sus músculos se hubieran olvidado de funcionar.

—No me has fallado.

—Pero yo estoy vivo y los demás han muerto.

—¿Y lo consideras un fracaso? —Esta vez sonrió con incredulidad, pero él no se sentía con ánimos de pulla.

—Solo pensé en Fernando. No entregué la piedra corazón azul a la tierra; sigue aquí conmigo.

No tan solo la tenía en su mano, también la llevaba en su corazón. Algo había cambiado, ya no tenía que alcanzar la piedra como si fuera un objeto externo. Había pasado a formar parte de él, o él de ella. El canto de la piedra era su latido. Su latido, su canto.

—Tu cometido no era entregarla, sino sencillamente hallar su lugar. Y tu amigo vive, por lo que no le has fallado a nadie. Para probarlo te ofrezco esto como recompensa.

Najakmul le entregó una moneda. Observándola mejor, con los ojos entrecerrados y borrosos, le pareció ver un medallón de bronce con un dragón grabado en el anverso. Las alas eran de águila; el cuerpo, flexible, como el del jaguar; las fauces eran las de un cocodrilo, y la cola enroscada recordaba una serpiente. Aquella presencia contrastaba con el sol naciente a sus espaldas y la media luna en los cielos. En el cuadrante oeste aparecía un hombre de pie; una nadería, pequeña e insignificante, comparada con la fuerza de aquella criatura.

Un cordel de un tipo de cuero que no conocía permitía llevar la moneda colgada. Najakmul la cogió de sus manos y se la puso alrededor del cuello. Owen lo miró al trasluz.

—¿Es Kukulcán?

—Así es. El que se alzará de la fusión de las cuatro criaturas cuando se forme el arco con las nueve. Tan solo el guardián de la piedra azul puede llevar este colgante, y deberá usarlo en la hora final. Por el momento guárdalo, y que no se separe de la piedra.

Vio que Owen fruncía el ceño.

—Pero ¿cómo puedo...?

—Piensas demasiado. Ahora bebe y duerme. Hablaremos de ello más adelante. Una vez más le acercó a los labios el cono hecho de hierbas. El asqueroso brebaje

negro penetró en su cabeza y se apoderó de su mente. Durmió, y al despertar era ya

de noche, y más tarde de día otra vez, con el sol orientado hacia el oeste, alumbrando un claro distinto al que conocía. Esa vez estaba al abrigo de un refugio fabricado con ramas colocadas verticalmente cuyas hojas le enmarcaban la cara. Por la abertura lograba ver el pico de una montaña, por lo que se dio cuenta de que se encontraba en algún lugar de la ladera, cerca de la cima.

Najakmul estaba inclinada sobre él y con los dedos le abría la boca. Mordió algo amargo y se atragantó. El cucurucho que le ofreció en esta ocasión contenía agua; jamás le había causado tanta alegría beberla.

Se levantó sin marearse.

—Lo lamento.

Se acordó de que no era la primera vez que pronunciaba esas palabras, pero no recordaba qué había respondido ella en la ocasión anterior. Esta vez no contestó, sino que le ofreció algo de carne cocida, cuyo olor asaltó su estómago con suavidad. Al

ingerirla sintió que el calor alcanzaba hasta las yemas de sus dedos. El mundo dejó de moverse, si bien aquellos colores tan auténticos no regresaron, ni tampoco las canciones que los acompañaban.

Jugueteó con el medallón que colgaba de su cuello.

—¿Reinará la Desolación sobre la tierra?

Najakmul estaba a su lado, sentada en cuclillas. Le arregló el flequillo y posó la mano en su frente con ademán juguetón, piel sobre piel. Él observó en sus ojos calidez, oscuridad y cansancio todavía, pero menos que antes.

—La hora de la Desolación no se cernirá sobre nosotros hasta que el sol enfile el camino hacia el Inframundo dentro de cuatrocientos años.

—En ese caso, ¿por qué hemos entregado las piedras a la tierra? Todas menos esta.

—Buscó a tientas en el zurrón; alguien había introducido en él la piedra azul y había ajustado las hebillas—. Yo no la he devuelto. El arco de las nueve no ha podido formarse. Kukulcán no se alzará.

—No eres tú quien debe hacer entrega de esta piedra. Ahora no es el momento.

—No os comprendo.

Ella separó las rodillas y se colocó frente a él. Empezaba a sentirse más cómodo con su desnudez.

—En tus viajes no tan solo has recorrido kilómetros, Cedric Owen; has recorrido siglos. Lo que has presenciado no ha sucedido en este momento ni en este lugar. Has transitado por el verso de tu piedra, que no es tan solo distancia, a la par es tiempo. Por este motivo no has devuelto la piedra corazón. En ese momento lejano, dentro de muchísimos años, esta misión será encomendada a otra persona, y ella podrá devolverla si eres capaz de indicarle con tus palabras adonde debe dirigirse y en qué momento.

—Entonces, ¿por qué...?

Ella le envolvió la cara con las manos. Owen tenía sus mejillas cortadas tan cerca que tuvo que bizquear para observarlas. Ella no dejó de mirarle y eso le tranquilizó.

—Escúchame bien, intenta entenderlo. Tu cometido era encontrar el lugar en el que deberá colocarse la piedra corazón, nada más. Puedo decirte el día y la hora en que podrá reclamarse la presencia de Kukulcán, pero el lugar es algo que tan solo tú puedes saber. Ahora que ya lo has hallado, debes dejar por escrito el tiempo y el lugar del Despertar, para que tu sucesor no vuelva a perderse; pero no deben encontrarlo aquellos que pretendan utilizarlo con fines dañinos. Esta es tu misión; para ella has nacido.

—Si es así, he fracasado en mi misión, pues desconozco ese lugar.

Owen vio el asombro en sus ojos. Najakmul agitó la cabeza con mudo terror. Un rato después, frunció el entrecejo y preguntó:

—¿Lo reconocerías si volvieras a verlo?

—Sin duda. Se me ha quedado la imagen grabada en el alma. No obstante, podría recorrer Inglaterra de cabo a rabo y sería incapaz de encontrarlo.

—Lo encontrarás. —Acompañó sus palabras con un cabeceo afirmativo para que ambos lo creyeran—. Es la segunda de tus tres misiones en esta vida. Ya has cumplida la primera: descubrir el secreto de la piedra corazón. La segunda era hallar el lugar donde deberá colocarse la piedra en la hora final, y la tercera es dejar la piedra a buen recaudo, oculta, con indicaciones sobre dónde depositarla cuando despierte Kukulcán. El destino del mundo descansa en tus hombros, Cedric Owen. Por eso hallarás el lugar. Así debe ser.

—Y, una vez cumplida mi misión, ¿moriré?

—El guardián siempre muere. Así son las cosas. Si has dado tu vida por la piedra, morirás cuando ella desaparezca. —Entrecerró los ojos—. Mejor morir con la alegría de haber cumplido tu misión que, sencillamente, esperar a que termine tu vida. La piedra le otorga significado. No existe mayor privilegio.

Owen echó una ojeada a la piedra azul que sostenía en las manos. Sentirla parte consustancial de su ser era algo nuevo que debía atesorar. Se vio reflejado en el brillo del cráneo, aunque no era la primera vez.

—En el túmulo, mi cabello era cano —recordó. Najakmul arrimó su frente a la de él.

—Muéstramelo.

—No sé...

—Dibuja la imagen en tu mente y muéstramela por medio de la piedra.

Estaba ofuscado, pero casi era mejor. Proyectó el recuerdo de su reflejo en la piedra azul. En una mejilla aparecía una cicatriz que no se hallaba aún en su piel, y el pelo era del mismo grosor que siempre, aunque de un color plateado que se acercaba al blanco. Como la piedra formaba parte de él, compartía el mismo recuerdo. Vio cómo iba cambiando su reflejo y se esforzó por conservarlo.

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