La Calavera de Cristal (32 page)

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Authors: Manda Scott

Capítulo 21

Tierras meridionales mayas,

Nueva España, octubre de 1556

Poco antes de que anocheciera tendieron a Aguilar sobre el mismo centro del mosaico que ilustraba el Final de los Tiempos. A su derecha quedaba la devastación, la pena, la destrucción y la muerte, tan reales que Owen podía sentir el pavor, distinguir los colores de las lágrimas, escuchar la muerte del alma de aquellos que se limitaban a luchar por sobrevivir.

A su izquierda, el lugar de la luna creciente, una chiquilla jugaba a las tabas en pleno verano en medio de una pradera cubierta de flores silvestres.

Y atrapada en la frontera entre ambas estaba la sarta de perlas de todos los colores, un fino hilo de esperanza para Fernando de Aguilar y para el futuro del mundo.

Desde el otro lado de la hoguera oyó que Najakmul le decía:

—El verso que canturrea tu piedra será lo que las unirá.

Su piedra azul languidecía en el zurrón y le propinaba golpecitos en la cadera. Con el cuidado que tendría un padre con su hijo recién nacido, Owen la entregó a la luz del fuego.

Se sintió tímido por ella, ahora que estaba en presencia de una igual, pero enseguida se enorgulleció, pues en la mirada de Najakmul vio el alma de la piedra.

Variando su posición, fue jugando con la luz hasta que la piedra absorbió suficiente fuego y luna para que, entrelazados, fueran en busca del límpido cristal transparente de su fiero jaguar.

En su encuentro se dio una alquimia de luz y sonido que no había presenciado jamás. Al ver cómo se amalgamaban la una con la otra para formar una tercera esencia más grande que sus componentes, Cedric Owen entendió que el hilo de su verso tal vez sería capaz de unir las nueve calaveras y fundir las cuatro criaturas en una. La cuestión era si él también sería capaz.

—Bueno... —Alzó la calavera y la zarandeó para inclinar el brillo de sus ojos y el hilo de su canción hacia abajo, hacia la hendidura embaldosada del mosaico.

Empezó por el sur, con la piedra roja, el color del corazón del fuego. La brecha se abrió al dirigir hacia ella la cantilena azul de la piedra corazón, de tal modo que lo

que había sido una perla manchada de rojo se convirtió en una piedra calavera del color de la cornalina más oscura, y lo que antes parecía una simple hilera de piedras lisas de obsidiana negra incrustadas en el suelo se transformó en una amplia y oscura abertura que le esperaba conteniendo el aliento.

Con el acicate de su propia piedra y de la piedra criatura de Najakmul, penetró en ella.

Ahora, la brecha era un valle que conducía a un vasto desierto de arena. Owen caminaba sobre una arena cálida y gruesa que se escurría entre los dedos de sus pies. Olió un humo agridulce muy distinto del anterior. Al mirar hacia el cielo descubrió un límpido firmamento nocturno tachonado de estrellas como jamás había imaginado.

Una mujer de su misma edad, de piel negra como el azabache, sostenía la piedra fuego roja. Estaba sentada desnuda delante de él. La luz del fuego se derramaba por el valle satinado de sus pechos y adquiría tonalidades doradas y rojizas. Ella le indicó con un gesto que a su lado había un tronco en el que podía sentarse. Al ir a tomar asiento, Owen oyó detrás de él algo que se deslizaba por la arena.

La piedra calavera azul emitió una nota luminosa de alerta y de mandato. El tiempo se combó y se detuvo bajo sus pies. Sin prisa, dio media vuelta sobre un pie y tomó impulso con el otro para propinar una patada a la serpiente negra de vientre rojo que en ese momento iba a atacarle; el animal salió despedido y se perdió en la noche.

No sentía miedo alguno, tan solo un extraño frenesí. En otra región de su mente pidió disculpas a Fernando de Aguilar, su amigo, por no haber reaccionado con la misma agilidad cuando le mordió la serpiente.

Cuando se volvió, la mujer de piel morena ya se había puesto en pie. Su piedra calavera era del color de la sangre, del nacimiento, de la ira, de la muerte de colmillos colorados, del color del vientre de la serpiente. Ella absorbió la luz del fuego y la expulsó de nuevo con un verso escarlata que coloreó la tierra y trazó un camino que no se desvaneció cuando la mujer se apartó. Owen orientó su piedra azul del mismo modo y los caminos se entrelazaron para formar uno mayor.

—Acércate —le pidió Cedric Owen—. Nuestro es el momento, el júbilo y el deber. Las palabras no eran suyas. Habían nacido en la noche, en la tierra, más allá de las

reptantes sombras del fuego que en aquel momento dejaban atrás.

Recorrieron en silencio el camino rojo y azul que los conducía a la oscuridad hasta que llegaron a una roca que se erigía en medio del desierto, enorme y lisa como el lomo curvo de una ballena. En lo alto de un flanco, perforado en la piedra, descubrieron un orificio redondo del tamaño de una cabeza humana.

—Debemos formar el todo con la suma de las partes —dijo Owen—. Tu piedra debe unirse con el alma de la tierra. La mujer se puso de puntillas.

Su piedra encajó en el orificio; de ese modo volvía a la raíz de la tierra. Resonó como las estrellas al nacer, una implosión cegadora, ensordecedora, que zarandeó a

Owen y le arrebató el sentido unos instantes; lo suficiente para no reparar en una segunda serpiente que atacaba a la mujer de piel morena.

Al volver a abrir los ojos, la mujer estaba expirando, pero con alegría. Su sonrisa iluminaba la noche. Le hizo un gesto con la mano y él se tendió con la espalda contra el suelo, que se abrió para dejarle caer en la oscuridad.

—Esta ha sido la primera —le explicó Najakmul—. Te has enfrentado a la serpiente y has sobrevivido.

Cuando se dio cuenta de que se dirigía a él, Owen ya se encontraba en otro lugar.

* * *

Ocho veces recitó Cedric Owen su verso al abismo en el que moraba la Desolación. Ocho veces conoció a un custodio de la calavera, cada uno de ellos con una piedra de distinto color que fue entregada a la tierra para que su canto se fundiera con el sonido de la calavera azul, que era también el sonido de todo lo acontecido hasta entonces y a la vez algo más grande.

Ocho veces se enfrentó a la muerte, que apareció de múltiples formas: un escorpión al pie de una pirámide; la embestida de un jabalí en los bosques de un llano húmedo y ventoso; un desprendimiento en un valle fluvial arbolado de tal belleza que derramó lágrimas al abandonarlo. Ocho veces presenció cómo el custodio de la calavera hallaba la misma muerte que él acababa de esquivar tras devolver cada una de las piedras a la tierra.

Y así fue como cumplió la profecía de Nostradamus, que le había mostrado los siete colores de la luz en forma de abanico sobre una mesa en una fonda parisiense y le había enseñado que, después de los colores, venía el negro -la ausencia de luz-, y a continuación el blanco -la totalidad-; con ellos eran nueve.

La última visión fue la de la totalidad de la luz. Un hombre muy anciano con una nariz aguileña y una cornamenta por turbante sostenía la piedra calavera blanca en un lugar nevado y helado, en el que había ciervos de grueso pelaje a lo lejos y una mujer joven entonando el verso. La muerte se cernió sobre Owen en forma de alud. Él salió corriendo pero regresó después, aunque se hundía en la nieve hasta los muslos. El orificio que devolvería la calavera a la tierra estaba en lo más hondo del hielo en el lecho de la roca, por lo que el anciano tuvo que inclinarse atado con una cuerda para que le ayudaran a regresar una vez engarzada la piedra blanca.

El anciano y la mujer desaparecieron arrastrados por una avalancha de la que no hicieron ningún esfuerzo por huir.

Solo e intacto, Owen siguió en pie en la noche cerrada, en un paisaje tan vasto y tan blanco que la luz de las estrellas le hirió los ojos.

Permaneció en la frontera entre la nieve blanca y la negra noche, y su piedra azul cantó para él una canción que unificó y formó por fin el complejo hilo de ocho colores que circundaba la tierra.

Tan solo ocho.

La sombra de Nostradamus le susurró algo al oído: «Nueve llevan las formas de las razas de los hombres. Recordadlo. En lo venidero esta información os será útil».

Owen bajó la vista hasta su piedra azul. Haciendo memoria cayó en la cuenta de que había pasado sin interrupción de un bosque verdoso con enormes y espumosas cascadas a las montañas color añil donde un monje con la cabeza afeitada y ruedas oratorias había colocado una piedra azul oscuro en una hornacina tallada, en un altar tan antiguo que apenas estaba rodeado de roca. Entre ambos lugares no había tenido ocasión de viajar hasta Inglaterra, de donde procedía la piedra azul y adonde debía regresar.

A través de miles de leguas de hielo y nieve, la voz de Najakmul le llegó hecha jirones, rasgada por el cortante viento.

—Tendrás que imponer tu voluntad para llegar hasta allí. Él preguntó a voz en grito:

—Pero ¿dónde? No conozco el lugar.

—El lugar será el que te guíe. Piensa en tu amigo y sigue la cantilena de tu corazón.

Le avergonzó darse cuenta de que se había olvidado por completo de Fernando, pero por fin se acordó de él, tendido en el mosaico, sin un brazo y con el burbujeo de los líquidos en sus pulmones, que lo estaban matando. Llegó a su olfato el humo de la hoguera, más punzante que antes, pero con la misma dulzura picante.

Estornudó. Najakmul le indicó:

—Inhala y recuerda. Tu amigo te espera. Has apostado tu vida por él. Piensa, te lo ruego, y recuerda.

Owen volvió a estornudar y luego observó las estrellas del firmamento que restallaban en sus órbitas.

«Piensa».

Esta vez se lo dijo a sí mismo sin ayuda de Najakmul. Devanándose los sesos, sondeó su mente y por fin halló algo a lo que aferrarse: la imagen de Aguilar sentado con la espalda apoyada en el mástil de su nave, contemplando el amanecer al avistar Zamá, que le ofrecía amistad sin apegos ni condiciones.

«Tal vez no queríais cargar con semejante lastre a un amigo, ¿verdad?»

La voz liviana y severa le llegó cruzando las tierras baldías, desde el ardiente sol y el viento marino, con el aleteo del velamen, el sabor entre salado y agrio del mar en sus labios y el balanceo del barco bajo sus pies.

Acompasó su movimiento al del barco, pero la embarcación osciló con menos fuerza. El viento ganó en calidez y dejó de parecerle tan cortante. Llegaron a él los gimoteos de una gaviota lejana, que, al acercarse, se convirtieron en la trémula llamada de una cría de autillo, un animal que no procedía ni de la tundra de los pastores de renos ni de las húmedas selvas de la noche del jaguar de Najakmul.

Owen abrió los ojos, y no fue hasta entonces cuando se dio cuenta de que los había cerrado. Se encontraba en Inglaterra. Lo supo por el olor a tierra mojada, por la brisa susurrante, el crepitar y el balanceo de las hayas, pero ante todo lo supo por el emotivo silencio de la piedra azul, que por fin había regresado a casa.

Desconocía el lugar al que le habían llevado. Estaba rodeado de unas piedras verticales de dura roca grisácea, altas como hombres y media altura más. Sus sombras formaban aristas negras que surcaban el suelo.

Eran la antesala de un túmulo de tierra conquistada por la hierba, tan ancha como el navío de Aguilar. Al final le esperaba una entrada con un dintel de piedra desde donde partía un túnel custodiado por las cuatro piedras centinela, acompañadas por otras más bajas y chatas de puntas carnívoras, decoradas con runas talladas que atrapaban y conservaban la luz de la luna. En la noche flotaban sílabas incomprensibles.

El paisaje era siempre el mismo, de todas direcciones se acercaban caminos difuminados, fantasmales, que convergían como los rayos de una rueda en el centro de la loma, en el interior del círculo de piedras erguidas. Repicaron con dulzura, disonantes, y Owen quedó atrapado en la red que tejía la luna; apoderándose de su voluntad, la maraña tiró de él hasta la oscura boca angulosa del túmulo.

Era una tumba. Podía oír los suspiros de los que un día vivieron y todavía deambulaban cerca.

El búho volvió a llamarle, esta vez con más apremio. Owen se estremeció ante una amenaza desconocida. La piedra azul no le daba ninguna señal de alerta como lo había hecho antes del temporal; reposaba aguardando en un silencio contenido.

«¿La piedra exige vuestra muerte?»

El búho le llamó por tercera vez. Owen alzó su piedra azul para que se impregnara mejor de la luz de la luna a sus espaldas y le alumbrara el camino.

Por primera vez, mostró conjuntamente los nueve colores de las razas de los hombres, creando así el brillo de la superficie del agua, del hielo de la cima de las montañas, dividido y vuelto a crear; un color que no tenía nombre, pero que era más hermoso de lo que jamás habría imaginado.

Se arqueó hacia delante a la manera de un arco iris invertido, con el rojo en la cara interna y una hilera de diamantes blancos en el exterior. Siguiendo la luz espectral del camino, Cedric Owen anduvo hasta el túmulo, que se descubrió para darle la bienvenida, y se adentró en las profundidades del túnel.

La oscuridad se apoderó de la luz. Owen estaba de pie en el extremo ciego de la loma de la fosa, que era mucho más grande de lo que parecía desde el exterior. Sentía la piedra por todos lados; las paredes del túnel le rozaban la cabeza y los hombros. Si abría los brazos alcanzaba a tocar ambos márgenes laterales.

Había huesos por el suelo. De rodillas palpó su longitud y la curvatura de su extremo, por lo que pudo saber que algunos eran humanos y otros de caballo; había varios de cada tipo. Sus dedos toparon con algo metálico, un broche o una moneda.

Limpió el objeto con el pulgar para quitarle la tierra de la tumba, pero no logró distinguir lo que tenía grabado en la superficie. Lo guardó en su zurrón y aguzó otra vez sus sentidos para hallar el receptáculo donde debía depositar la piedra corazón. No presintió ningún peligro, por mucho que le rodeara la muerte allí donde pisaba.

Un ruido le obligó a darse la vuelta. Era el sonido de unas voces discutiendo. Palpando la pared de la tumba encontró una oquedad y se acurrucó en ella. Con sus manos cubrió los ojos de la piedra corazón para que no emanara luz y le delatara.

En la oscuridad, sus ojos creaban formas inverosímiles. Por delante de él pasó una mujer joven, ataviada de manera estrambótica, que pronunciaba palabras en una lengua que Owen no logró reconocer. Llegó al final del túmulo y miró a su alrededor. Con la luz que desprendía su presencia, pudo ver el receptáculo de la piedra calavera azul.

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