Read La Calavera de Cristal Online
Authors: Manda Scott
Con tal de hacer algo, se agachó para controlar el pulso de Aguilar en el cuello y en la muñeca que le quedaba. De los tres pulsos de la muñeca, el del hígado parecía ser el más frágil, y el del corazón era poco estable, lo cual no indicaba nada que no supiera ya. Había cargado con el español al hombro desde el alba y había oído cómo empeoraba su respiración a medida que los pulmones se le llenaban de líquido y una
neumonía al principio leve iba convirtiéndose, con el paso de las horas, en grave. Lo único que podía hacer Owen era obligarle a ingerir agua y acaso una pizca de valeriana y corteza de sauce, a sabiendas de que se las administraba para su propia tranquilidad, para sentirse útil, pues no creía que fueran a surtir demasiado efecto.
Tras comprobar que no había serpientes, dejó el zurrón con la piedra corazón a un lado y extrajo de sus profundidades el saquito de medicamentos que llevaba consigo. La marea de murciélagos que le rodeaba se dispersó por donde había llegado y la selva cobró vida de nuevo, escandalosa y colorida como lo había sido aquellos tres días. Por todas partes, atildados pájaros que revoloteaban entre el ramaje batían sus alas cortando el aire con su alboroto. En las profundidades más insondables, seres más voluminosos planeaban, acechaban, gritaban y mataban.
En algún lugar rugió un jaguar, pero Owen optó por no hacer demasiado caso. Su piedra corazón seguía a salvo en el zurrón, a sus pies, y no presagiaba ningún peligro. Diego pasó a su lado con leña para la hoguera y Owen aprovechó para agarrarlo del brazo.
—Este es el lugar —repitió—. Debemos actuar mientras podamos. Fernando no vivirá mucho más si nos retrasamos.
Diego negó con la cabeza.
—Aún no ha llegado la hora. Lo primero es encender un fuego. Comeremos algo de maíz y beberemos lo que nos queda de agua. Después aguardaremos.
—Pero ¿por qué? ¿No es este el lugar convenido? ¿Acaso no comprendéis la naturaleza de la muerte y por ello la tratáis con semejante caballerosidad?
Diego dio vueltas y más vueltas al hacha de piedra negra mientras, pensativo, contemplaba a Owen. Alcanzó a sonreír, cosa que el inglés no había visto hasta entonces.
—Cedric Owen, ¿sabéis adonde ir o qué hacer con vuestra piedra corazón azul? No, ¿verdad? Pues yo tampoco. Pero se acerca de alguien que sí lo sabe y, hasta entonces, nada podemos hacer. Por lo tanto, esperaremos.
* * *
El jaguar llegó al caer la tarde, cuando las sombras de los árboles partieron el claro en franjas que semejaban los barrotes de una jaula.
Cedric Owen estaba sentado a la vera del fuego, medio aturdido por el humo. Cuando la luz se hizo más tenue, los murciélagos regresaron de uno en uno, o por parejas, como pequeñas siluetas que esporádicamente se dejaban caer desde el manto de la selva.
El anochecer despertó a todo lo demás. Los rugidos de las grandes fieras ocupadas en la caza y las estridentes muertes que les seguían creaban un cerco a su alrededor, hasta tal punto que las mulas rebuznaban y tiraban de sus correas; incluso Diego parecía no tenerlas todas consigo.
El indígena con la cara cortada estaba sentado con sus dos hermanos a un lado de la pequeña hoguera que habían encendido. Owen descansaba al otro lado, meciendo la piedra corazón en su zurrón, con el cuerpo inconsciente de Aguilar tendido boca arriba a su lado.
Esperaron. El fuego fue apagándose hasta convertirse en un fulgor rojizo y, al final, en cenizas. Owen bebía agua de vez en cuando sin olvidarse de Aguilar; al cabo de un rato, cuando la espera empezaba a volverse insoportable, se levantó y caminó unos pasos hacia el centro del claro, hasta un lugar en el que un parpadeo amarillo e irregular llamó su atención.
Allí estaba, un centelleo con vida propia entre la maleza. Apartó la hojarasca y las hierbas con las botas y descubrió una mancha dura y brillante, del color de la celidonia. Se puso a cuatro patas, escupió en los dedos y los pasó por la tierra mugrienta. Apareció ante sus ojos un pequeño rectángulo irregular de piedra mantecosa que absorbía la luz del anochecer.
Surgieron otros de distintos colores, algunos más brillantes, otros más profundos, todos con un borde rojo sangre, naranja fuego y alguna que otra mota verde. Se aplicó a limpiarlos todos. Al poco, en sus manos, todos los colores del sol y del fuego resplandecieron para atrapar la luz moribunda. Se sentó sobre sus talones. Ante él había un círculo entero de fuego como el del mosaico, bordeado de serpientes rojas y azules.
—Dios mío...
Se levantó y con el pie fue dibujando arcos y apartando la tierra. Aparecieron perfiles de hombres y animales ordenados en un mosaico mucho más grande que el de la casa del párroco en Zamá. Este ocupaba todo el claro y, probablemente, iba más allá.
Si el primer mosaico, el pequeño, a primera vista parecía el dibujo de un niño, este era la obra maestra de donde lo habían copiado. La complejidad de los detalles, el uso espectacular de los colores y las sombras, los reflejos de la luz procedente de resplandecientes fragmentos de diamante engarzados en tupidos hoyos negros, lo convertían en una maravilla de la existencia y de la enseñanza.
Con todo, la imagen que exhibía era la misma: el instante de contención antes del Armagedón. A pesar de la escasa luz, Owen estaba seguro de que los contornos simbolizaban la destrucción de la Desolación, salvo el prado del sur, donde predominaban la Inocencia de una niña y las flores silvestres de su alrededor.
Aún no lograba ver ninguno de los cuatro animales y lo estaba deseando, pero para ello tenía que cortar una escoba con las ramas de la selva y no disponía de cuchillo.
—Diego... —empezó a decir.
La densidad del silencio lo turbó. Se dio la vuelta lentamente; entonces reparó en que se había olvidado de la selva y de la piedra corazón, y que, mientras estaba ocupado, todo se había sumido en un silencio vacuo. Los tres indígenas estaban de
pie, dando la espalda al fuego, y observaban las sombras aterciopeladas que ocultaban los árboles.
Se le hizo un nudo en las entrañas. Corrió de vuelta a la hoguera.
—¿Diego?
—Chis.
En ese momento era un niño al que mandaban callar con un azote. Owen contuvo la réplica que tenía en la punta de la lengua y, en su lugar, miró hacia donde lo hacían los tres hermanos. Descubrió que la cabeza del jaguar estaba a su altura, y sintió el aliento fiero y agrio que le calentaba la garganta; miró de hito en hito esos ojos brillantes y misteriosamente humanos, unos ojos que le conocían, que conocían todo cuanto él había sido de una forma que ni siquiera Diego sabía.
El jaguar lanzó un gruñido y abrió las fauces de par en par. Owen miró a la muerte a la cara e intentó gritar, pero no pudo. La voz le había abandonado y las piernas le flaqueaban como a un gatito. Por un instante temió que incluso las tripas le fallaran, que descargaran como había oído decir que sucedía a algunos hombres antes de la batalla; hasta entonces no lo había entendido.
Consiguió levantar una mano y oponerla en vano contra el pelaje suave y moteado del animal. Un gañido de pavor escapó de su boca.
—Bienvenido —dijo el jaguar, hablándole en español. Cedric Owen se desmayó.
Instituto Walker, finca Lower Hayworth, Oxfordshire,
junio de 2007
—¿Por qué nos paramos? —preguntó Kit.
—Porque quiero saber si el Audi verde que lleva veinte minutos detrás de nosotros nos está siguiendo.
Stella detuvo el coche en un herbazal que daba a una verja. Unos setos altos de color avellana se erigían a uno y otro lado de la entrada; de ellos pendían unas difuntas candelillas resecas. Al otro lado de la verja, el maíz, aún dentro del tallo, estallaba en amarillo. Se escucharon los trinos de una nube de gorriones que volaron en círculo y después descendieron para alimentarse entre gritos con los granos caídos. Por encima de sus cabezas pasó un halcón y todos se quedaron quietos. En algún lugar que no alcanzaban a ver, un grupo de música en directo (aunque seguramente era más de uno) maltrataba el bucólico sosiego inglés.
Un elegante Audi verde pasó de largo sin apenas hacer ruido. Aminoró en la intersección y giró a la izquierda.
—Dime que nosotros giraremos a la derecha —dijo Kit al cabo de un momento.
—Giraremos a la derecha. Al menos yo, tú no tienes por qué. Si quieres puedo llevarte a la estación y subirte a un tren que te lleve de regreso a Cambridge. —Se volvió para mirarlo—. ¿Es eso lo que quieres?
—Stell...
—No has abierto la boca desde que hemos salido del laboratorio de Davy Law. Kit cerró la tapa del portátil.
—Estaba trabajando. Pensaba que...
—¿Trabajando? —A Stella se le escapó la risa. Tras soportar un silencio glacial durante una hora optó por no disculparse.
A Kit le subieron los colores, aunque en la mitad inmóvil de la cara le subieron en forma de manchas.
—Te he preparado un programa que cogerá los garabatos de los archivos de
Cedric Owen y los juntará para formar los jeroglíficos mayas. Si te aclaras con una
tabla de gráficos, con esto te ahorrarás la mitad de tiempo para traducir el segundo código.
Stella no dijo nada, se limitó a apoyarse en la puerta y esperar a que él rompiera el silencio. Él negó con la cabeza.
—No quiero pelearme. Ahora no, y menos por Davy Law.
—Me ha contado que en su día fuisteis amigos.
—Lo fuimos.
—¿Y por qué no me lo cuentas? Ya has escurrido el bulto dos veces. Eso no es bueno, Kit. Se supone que estamos del mismo lado.
La rabia había desaparecido, pero el vacío que dejaba era igual de hiriente.
—Por si te sirve de algo, te diré que él se detesta más de lo que lo detestas tú.
—Quizá. —Él la cogió de la mano e hizo un intento un tanto torpe de entrelazar sus dedos con los de ella. Ella consintió, pero no ayudó demasiado—. ¿Podemos zanjar el asunto? No estoy escurriendo el bulto, pero...
—Claro que sí.
—Bueno, pues sí. ¿Qué problema hay en ello?
—Kit, alguien quiere matarnos. Tengo en mi poder una calavera de cristal azul inspirada en mi cara y no tengo palabras para contarte el miedo que me da. Davy Law sabe cosas que nosotros no sabemos. Me ha dado su número y probablemente necesitaré llamarle, pero no puedo si vosotros seguís enfadados por algo que sucedió hace diez años y que yo desconozco. No necesito los pormenores, pero sí quiero tener una idea general de lo que ocurrió.
El le soltó la mano y se peinó el pelo con los dedos. Frunció los labios y soltó un largo silbido.
—Pocas cosas quedan por contarte aparte de lo que Gordon ya te ha dicho, y lo que queda no es importante, de verdad, te lo juro. Se cometieron errores, de obra y de omisión, en definitiva, de imbecilidad supina, y alguien que me importaba salió malparado. Ni que decir tiene que yo también tenía parte de culpa, pero solo me di cuenta de la que recaía en Davy. Yo era joven, prepotente y estaba colérico. Debería haberlo superado entonces, o ahora que ya soy mayorcito, pero joder, Stell, a veces cuesta comportarse como alguien mayorcito.
Se volvió hacia ella. Era imposible leer su cara cuando tan solo dominaba la mitad. Stella le alisó con una mano el alborotado pelo del flequillo.
—Tony Bookless me dijo que debería borrar de mi vocabulario la palabra
«debería».
—Muy propio de Tony. —Kit se reclinó en el reposacabezas del asiento y se quedó contemplando el techo del coche—. Intento no tener miedo. Procuro fingir que todo es normal y que simplemente tuve un accidente al caer de una cornisa durante una
excursión a unas cuevas. Pero entonces tú sales de la carretera para comprobar que nadie nos sigue y...
—Kit, era lógico...
—Chis. —Le tapó la boca con la palma de la mano; suavemente, posó las yemas sobre sus labios y las dejó ahí mientras le hablaba—. Tengo miedo, y punto. Quería que lo supieras. Hasta ahí llego para no desmoronarme. Ahora mismo, ser amable con Davy Law es pedir demasiado. —Separó los dedos de sus labios, pero dejó en ellos la huella fantasma de estos—. Y si vamos a volver a discutir por esto, no quiero que sea un día en el que uno de los dos pueda acabar muerto antes de que se haga de noche. ¿La piedra te dice que corremos peligro ahora?
—No.
La piedra corazón seguía en su mochila, en el asiento de atrás. Vigilaba cómodamente como haría un gato sobre una estufa caliente, observando el mundo con la misma sabiduría infantil y anciana a un tiempo que Stella presintió por primera vez en Ingleborough. Transmitía un sosiego que le ayudaba a mantener controlado el miedo.
—La piedra se siente más feliz aquí que en el laboratorio de Davy Law —dijo ella. El sonrió educadamente al escuchar esas palabras.
—Una piedra con buen gusto, eso ya me gusta más. ¿Estamos dirigiéndonos hacia esa finca estilo Tudor en blanco y negro apartada de la carretera, a mano izquierda, a unos cien metros después de la curva?
Reconoció esa voz y respondió con cuidado.
—Puede.
—Bueno, en ese caso lo mejor será que te acerques y mires por ese boquete que hay entre los setos. Me parece que ya sé de dónde llega la música.
—Eso no es música; parecen mil gatos a los que estén estrangulando.
Stella se acercó a él para ver lo que le señalaba. A lo lejos, en los terrenos que rodeaban la única granja blanca y negra que se veía, alguien había organizado un festival de música pop, con sus tiendas de campaña, sus tenderetes, un campo lleno de coches y otros campos repletos de escenarios, grupos musicales, carpas y el espejismo rutilante que acompaña al ruido infernal y a una multitud.
Stella abrió la puerta del coche pero volvió a cerrarla al instante para protegerse de aquel martilleo incesante.
—Kit...
Kit le tapó amablemente los oídos con las manos y le habló por las rendijas que dejaban sus dedos.
—Yo iría gustoso a investigar, pero me temo que no podría andar tanta distancia yo solo. Tú, en cambio, podrías ir sola, pero después de habernos besado y hacer las
paces querrás que te acompañe. —Se acercó a ella y la besó en la mejilla—. Por cierto, te quiero. ¿Te lo había dicho?
—Sí, pero todavía estoy asimilando lo afortunada que soy. —Stella le cogió la mano y no la soltó—. Yo empujo la silla de ruedas si tú te comportas como un caballero andante y mantienes a raya a esos pirados de la música. Con valentía y juntos. Vamos, no me falles ahora.