Read La Calavera de Cristal Online

Authors: Manda Scott

La Calavera de Cristal (22 page)

—Platón lo llamaba el uróboros: la serpiente multicolor que circunda la tierra como muestra de compasión infinita y engulle su propia cola para que no se separe jamás. En mis tierras lo llamaríamos un dragón, una criatura con cuerpo y garras de jaguar, cabeza de cocodrilo, cola de serpiente y alas y gracilidad de águila. Se me ha enviado aquí para averiguar cómo pueden fundirse dichos animales para formar uno solo; sin embargo, ahora que lo he visto, soy incapaz de rememorarlo.

—¿Tal vez alzándose, cual ave fénix, de entre las llamas del fuego? —preguntó

Aguilar.

La mirada que le dirigió Owen demostraba que no lo decía con intención de mofa.

—En efecto. —La sonrisa del cura quedó apenas perfilada—. O bien podría ser Nuestro Señor quien lo convocara a acercarse a Su mano. Tales asuntos no son ahora de nuestra incumbencia, si bien podemos elogiar que acontezcan. En las tierras de mis hijos, esta bestia que agrupa a las cuatro es lo que llaman la serpiente emplumada o arco iris, conocida como Kukulcán o también Quetzalcóatl, una criatura que podría montar Jesucristo si regresara para salvarnos de nuestra destrucción.

El sacerdote hizo una reverencia rápida y se apartó de la entrada.

—Ahora he sido yo quien ha cometido una herejía pareja a la vuestra, por lo que estamos en deuda los unos con los otros. Considero que así la velada será más relajada, lo cual es muy acertado, pues aquí llega Domingo con la comida. Aquí el plato del día son siempre frijoles con pimientos y chile. Os sabrá muy picante tras vuestra tempestuosa travesía, pero os aseguro que si vuestro estómago se acostumbra, todo alimento que ingiráis a partir de entonces no se le podrá ni comparar. Hasta ese momento, beber agua mientras coméis os ayudará.

Capítulo 14

Zamá, Nueva España,

octubre de 1556

—He aquí, amigo mío, el oro verde que nos convertirá en los hombres más ricos de la cristiandad, y a nuestros hijos y nuestros nietos, después de nosotros.

Fernando de Aguilar andaba en cuclillas entre el polvo y la mugre de aquella tierra yerma. A su lado, una mula movía las orejas y la cola para ahuyentar los insectos. Era un obsequio, o al menos un préstamo, del padre Gonzalo, junto con la silla de montar, las riendas y el petral, todos ellos de cuero de fabricación autóctona con botones de plata en las uniones y una pequeña imagen de Cristo crucificado en medio del petral.

Cedric Owen se inclinó para examinar de cerca la planta que había captado la atención de su compañero. No parecía distinta de las demás que crecían en el árido desierto que los rodeaba: un puñado de hojas largas, coriáceas y afiladas como espadas, que surgían de la cáscara espesa del tallo. Además, era pequeña; no llegaba más allá de la altura de la rodilla, si bien algunas más cercanas le alcanzaban la cabeza, de modo que si uno se aventuraba a andar entre ellas, bien podía perder un ojo con esas puntiagudas hojas. Aquel engendro parecía incomestible para los hombres, los animales o los insectos.

Cedric Owen aprovechó la ocasión para apearse y resguardarse en la sombra que proyectaba su mula regalada. Había menos moscas en ese paraje que en el pueblo, pero más polvareda. Se sentó en una roca plana de espaldas al sol, que ardía en lo alto, y arrojó una piedra al desierto. Intentó imaginarse rico, pero no lo logró.

—¿Cómo? —se interesó. El calor le estaba enseñando a ser parco con el lenguaje, algo en lo que Cambridge jamás le había instruido.

Aguilar volvía a sentirse con ganas de hablar. Barrió el horizonte con el brazo.

—¿Veis algo más que crezca por estas tierras?

Owen fingió avistar los confines del territorio en todas las direcciones; hasta allí donde alcanzaba la vista, tan solo percibió rocas y polvo. Aquí y allá despuntaban las plantas de hojas afiladas que habían cautivado a Aguilar. Respondió sin florituras:

—Muy poco.

—Será porque no gozáis de buena vista o de buena formación. Por suerte, yo disfruto de ambas cosas.

El español se puso de pie con una sonrisa y se sacudió aparatosamente el polvo de las perneras con el ala de su sombrero.

—La mayor parte de su vida, mi tío abuelo creyó que su estancia aquí en Nueva España le acarreaba más dolor de lo que merecía, que los salvajes nunca nos permitirían vivir aquí en paz y que la tierra no producía nada más que polvo, pimientos y el chile que nos dio de comer el cura anoche y que tanto ofendió a vuestra lengua. No hay plata digna de mención y poco oro. Los lingotes están más al sur o en el interior, en las reservas de los aztecas, y Cortés ya se ha apoderado de la mayoría de ellos. El arte es precioso, pero está pintado en paredes o tallado en piedras y, además, es idólatra y la Iglesia lo destruirá en cuanto se convenza de que no le aporta nada. Todos mis parientes han creído a pies juntillas las palabras de mi tío abuelo y ninguno de ellos ha zarpado jamás de Sevilla.

—Salvo vos —recalcó Owen—. ¿Por qué?

—Porque conozco el contenido de las cartas y me di cuenta de cosas que mi antepasado no supo ver al hablar de las plantas de hojas afiladas que crecen en el desierto. Amigo, existen dos tipos de estas plantas. Una puede destilarse en un licor tan potente que basta un vaso para dejar a un hombre sin sentido, y con dos el mismo hombre deseará no haber nacido. La otra planta la utilizan los nativos para fabricar una especie de cuerda, parecida al cáñamo. Cortés la usó en sus navíos para el viaje de regreso.

Aguilar se acercó a su mula y sacó la cuerda enrollada que colgaba de la alforja.

—Esto es lo que se produce con esta planta. Lo llaman sisal. Acercaos, tocadla...

Era solo una cuerda. Cedric Owen no estaba preparado para distinguirla de las demás. La tocó con los dedos y preguntó:

—¿Es buena?

—La mejor. El sisal es mejor que el cáñamo en todos los sentidos; es más fuerte, más áspero, más robusto, más apto para las necesidades de los barcos que cualquier producto de nuestra tierra. Cultivaremos esta planta como los indígenas cultivan sus frijoles y fabricaremos cuerdas que darán servicio a las armadas de toda la cristiandad y a los hijos de sus hijos. Seremos los hombres más ricos del mundo, confiad en mí. Echad un ojo a las estrellas de mi nacimiento y decidme si no estoy destinado a la grandeza.

Tan solo un hombre sumamente confiado tentaría al destino con semejantes ínfulas. Aunque era cierto que la carta de Aguilar vaticinaba, efectivamente, un futuro brillante, mancillado tan solo por una única cuadratura complicada de Mercurio a Júpiter, en la cúspide de la tercera casa. Sin embargo, su conjunción Sol-Venus, que se alzaba en Aries menos de un grado por debajo del ascendente, evitaba que esa cuadratura acarreara una desgracia.

Algo sabían de astrología los indígenas. Owen ya había descubierto que se referían a Venus en masculino y lo llamaban el Lucero del Alba; lo consideraban un guerrero. De haber gozado de más tiempo, les habría pedido su opinión sobre la

posición que ocupaba en la carta de Fernando. A falta de tiempo, tuvo que recurrir a su formación clásica, tal como se la habían transmitido el doctor Dee y Nostradamus. A su juicio se diría que aquella disposición indicaba temeridad; puede que grandeza, si se podía refrenar la impulsividad.

Owen no había pronunciado nada de eso en alto, ni pensaba hacerlo. Se reclinó en su roca y se tapó los ojos con el sombrero para apartarlos de la solana, de la vista del cielo y del rojo lejano e inquietante de la ciudad.

—Fernando, os confiaría mi vida, pero quizá no mi dinero. Para cultivar estas plantas en las cantidades que soñáis se requerirían caudales de agua que aquí brillan por su ausencia. Esta misma mañana he paseado por los campos de los alrededores del pueblo mientras desestibabais el barco. Las gentes de aquí apenas tienen agua para evitar que sus pimientos se les marchiten antes de salir del tallo.

—No, amigo mío, eso les pasa porque no cuentan con el asesoramiento de mi tío abuelo. En su época recorrió toda la zona como esclavo de los indígenas y me contó cosas que incluso ellos habían olvidado: en las tierras del interior, donde la selva penetra en las ciudades, o en los confines de esta llanura yerma, los antiguos nativos construían sus poblaciones donde se hallaban las grandes reservas subterráneas con las que la naturaleza ha privilegiado estos parajes. La tierra se sustenta sobre una capa de creta y forma acuíferos que conservan el agua. El nunca relacionó ambas cosas: el agua y estas plantas. No lo hicieron ni él ni ningún otro pariente.

La roca se había calentado, pero aún no quemaba. Owen se estiró con pereza y alisó los pliegues del ropaje en su espalda. A continuación respondió:

—Suena bien. Podéis usar el agua para regar las plantas y luego, si lográis convencer al padre Gonzalo, que a estas alturas ya es medio indígena, para que establezca el monopolio del comercio de la cuerda en toda Nueva España, conseguiréis...

—¡Por Dios, Cedric! ¡No os mováis!

Era la primera vez desde que se conocían que Aguilar pronunciaba su nombre de pila. Owen se quedó paralizado y levantó la vista hacia la corona del sombrero. De sus sienes empezó a manar sudor y le empapó la camisa tan inesperadamente que le destempló.

—¿Qué ocurre?

Fernando respondió sin pestañear.

—Hay una serpiente detrás de la roca, una de esas de las que nos habló el padre Gonzalo anoche, de las más peligrosas, las de las manchas rojas y rayas negras sobre amarillo. Aún no os ha visto. Si os estáis quieto un instante, la mataré con mi espada... No respiréis, inglés, y todo irá bien... Quedaos bien quietecito mientras yo... desenvaino la espada y apunto... para que... pueda... ¡Ah! ¡No!

—¡Fernando! —Owen dio un salto y se dio la vuelta.

«Rojo sobre amarillo... corre, corre, que te pillo». Antes de retirarse la noche anterior, el sacerdote les había advertido acerca de aquellas serpientes, con rima incluida para que no se les olvidara.

Luego, en privado, Owen se había burlado de sus palabras, pero en aquel momento se arrepentía. De hecho, se arrepentía de muchísimas cosas, en particular de haber elegido sentarse allí y haber bajado la guardia hasta ese punto. La serpiente era roja y amarilla con intervalos negros entre los dos colores. Se retorcía con fiereza y colgaba por los dientes del lino blanco de la manga del español, que llevaba remangada despreocupadamente hasta medio brazo, el mismo brazo que en su día se había fracturado. Volaban por doquier gotas de sangre escarlata, gruesas como frambuesas; los dientes no solo habían traspasado el lino, sino también la carne.

Aguilar se quedó tieso e inmóvil, con los ojos en blanco. La espada cayó de su mano y provocó un estruendo al tocar el suelo.

«El veneno de la serpiente paraliza los músculos del hombre y dejan de funcionar; primero la víctima arrastra las palabras, después es incapaz de comer. Con el tiempo no logra andar ni mantenerse en pie, y finalmente su pecho deja de bombear aire y su corazón se detiene. Es inexorable. La única forma de ponerle fin es seccionar la extremidad. Pocos son los que sobreviven. Ah, gracias, Diego. Si no te importa llevarte los platos, tomaremos el licor fuera, con el fresco del anochecer...»

Owen agarró la espada y en esta ocasión no resonó en su cabeza la voz del maestro de esgrima para impedirle su acción.

Sin pensar en su propia seguridad, la levantó en alto y la dejó caer otra vez, tan cerca del brazo de Aguilar que le cortó parte de la puñeta de lino.

Lo más importante, sin embargo, fue que con ese corte limpio seccionó también la cabeza de la serpiente. Su cuerpo cayó a tierra, retorciéndose y bombeando una sangre oscura y fina. La parte frontal de la cabeza, con los dientes y el veneno que contenían, siguió agarrada a la muñeca de Aguilar por debajo del ligero vendaje de lino que aún cubría la antigua herida.

—Fernando, sentaos, hacedme el favor. Así, de pie, no puedo soltarla. Necesito que mantengáis el brazo hacia abajo, como si fuera a extraeros una punta de flecha. Sentaos.

Como el titiritero que manipula una marioneta de madera desplazó a Aguilar hasta sentarlo sobre la roca. Con la ayuda de su navaja a modo de bisturí y con un jirón de lino haciendo las veces de torniquete, empleó las técnicas de batalla que había leído en los libros de Nostradamus y que nunca creía que iba a poner en práctica.

La serpiente había hincado profundamente los dientes en la carne del antebrazo del español. Para extraerla, Owen tuvo que desencajar la mandíbula haciendo palanca con la punta de la navaja en el pellejo de piel por debajo del ojo muerto y retorciéndolo arriba y abajo para separar las quijadas superior e inferior. Se despegaron despacio entre las blasfemias del inglés.

Aguilar estuvo blanco como el papel durante todo el proceso. Al final contempló las cuatro profundas marcas de punción que le habían quedado en el brazo.

—Estoy muerto.

Lo pronunció sin sentimentalismo. Los ojos le brillaban y no vacilaban. Su piel lucía un blanco verdusco; las comisuras estaban amarillentas.

—Deberíamos regresar a Zamá. Son muchos los cabos que debo atar si no voy a seguir siendo el capitán del Aurora cuando emprenda el regreso. Si el padre Gonzalo no yerra en su diagnóstico sobre el veneno, me queda medio día de movilidad completa y no pienso desaprovecharlo. Juan Cruz puede sustituirme como capitán para los quehaceres cotidianos del barco, pero no para las decisiones importantes. Vos podríais, pero me temo que vuestra piedra aún no os permitirá regresar, y el barco debería zarpar con premura, mientras los hombres no pierdan la esperanza... Lo decidiremos más tarde. Por el momento... —Se puso en pie—. ¿Me ayudaríais acaso a montar? Me queda un día de vida por delante. Mañana... —Se quedó en silencio mientras su mirada descansaba en el mar que se extendía allende los arrecifes de caliza—. Me complacería contemplar otra vez ese amanecer. Cuentan que desde la torre del faro se puede avistar el fin del mundo en un día despejado, y aquí todos los días son así. ¿Me haréis compañía mientras contemplo este último amanecer, Cedric Owen?

—No.

Owen estaba llorando, algo que no hacía desde que le entregaron la piedra azul a la edad de trece años. Apartó de una patada el cuerpo sin vida de la serpiente hacia el otro lado de la roca y acercó a Aguilar la terca mula. Con voz ronca añadió:

—No será vuestro último amanecer. El padre Gonzalo dijo que la amputación podía salvaros la vida.

—Pero también dijo que eran conjeturas y que nadie había sobrevivido para contarlo.

Other books

Just Babies by Bloom, Paul
The Red Pavilion by Jean Chapman
The Quality of Love by Rosie Harris
Get Lucky by Wesley, Nona
145th Street by Walter Dean Myers