Read La Calavera de Cristal Online
Authors: Manda Scott
—¿Qué más? Si es la piedra calavera la que te ha traído hasta mí, ¿es eso lo único que ha hecho? ¿No hay nada que la convierta en algo más que en un bonito pedazo de roca por el que se pelearían los hombres?
Desvió la vista hacia la pantalla del ordenador. Los jeroglíficos se difuminaban y reaparecían y aun así seguía sin entenderlos.
—En la cueva —explicó con voz apagada—, la calavera me advirtió del peligro; por eso Kit y yo nos separamos, por eso lo empujaron desde la cornisa cuando yo no estaba presente. Anoche me avisó de lo que sucedía en la habitación de Kit, pero no lo entendí a tiempo. Y... los libros contienen un código. Me parece que soy la única que puede verlo, pero tiene exactamente este aspecto. —Señaló con el pulgar el terminal—. Son páginas y más páginas de jeroglíficos mayas. Otro códice.
—¿Los archivos de Cedric Owen esconden un códice? —En cualquier otra circunstancia, el anhelo que reflejaba su rostro habría resultado cómico—. Stella, te lo ruego, tienes que dejarme...
Estaba tan cerca que ella notó el calor que desprendía su cara. Le puso una mano en el brazo. Se le atascaron las palabras, eran demasiadas, demasiado urgentes, o desesperadas, para que pudieran ponerse en orden y salir de su boca.
Antes de que Stella pudiera escucharlas, percibieron un ruido de algo metálico procedente del marco de la puerta. Se oyó una voz crispada, severa:
—¿Interrumpo algo importante? Por favor, decídmelo. Si es así puedo volver más tarde.
—¿Kit?
Estaba en la entrada, apuntalado con sus dos muletas. Stella nunca se había percatado de la fealdad retorcida que estropeaba los rasgos de su cara. La observó primero a ella y luego a Davy Law.
—¿Os estáis divirtiendo?
—¡Kit! Está intentando ayudarnos.
—Ya lo veo, ya. ¿Qué tipo de ayuda va a ser esta vez, David?
—No es lo que crees.
Law se retiró a su rincón del laboratorio. Stella observó cómo tomaba aire, lo retenía y lo expulsaba despacio por la nariz.
Alzó la vista otra vez y, rígidamente, asintió con la cabeza hacia ella.
—Ya te ibas, ¿verdad? Aunque no estaría mal comprobar antes si tu piedra calavera ya tiene cara.
La otra pantalla estaba girada, de modo que nadie podía verla. Law rodeó las dos sillas para darle la vuelta en lugar de alargar un brazo, así que ella estaba sola cuando vio la faz que la observaba desde la pantalla.
—Esto tiene que ser un error. —Agitó la cabeza, siguió sacudiéndola incapaz de parar y a renglón seguido se echó a temblar, procurando no vomitar.
—¿Qué ocurre?
Kit no podía andar lo bastante rápido para llegar junto a ella, así que Davy Law dio la vuelta completa a la pantalla para que pudieran examinarla los dos.
Kit se lo tomó igual de mal. Miró a Stella, luego a la pantalla, y luego de nuevo a
Stella.
—¿Qué es esto? ¿Una broma?
—El software no tiene sentido del humor. Cuando se superpone carne a un cráneo, el resultado es lo que veis —dijo Law.
No había ninguna duda: la cara de Stella los miraba desde la pantalla, plástica y quieta, como durmiendo. Se acordó de la primera vez que los ojos de Davy Law habían mirado alternativamente a ella y a la piedra.
—Tú ya sabías que era yo cuando te he enseñado la calavera —le reprendió. Su sonrisa era inexpresiva.
—Llevo mucho tiempo dedicándome a esto.
—Pero le has añadido cabellos y ojos. No tienes ninguna prueba de que fueran los mismos.
—Claro que no. Puedes ser morena y con ojos azules si quieres, pero seguirás siendo tú.
Pulsó tres teclas. El pelo cambió de cobrizo a negro, y sus ojos, de verde a azul. El efecto era desconcertante, pero no alteró lo fundamental: el rostro que los miraba seguía siendo el suyo. Law añadió:
—Puedo pedir una segunda opinión, o una tercera, pero todos dirán lo mismo. La piedra es como el hueso: no miente. Quienquiera que fabricara esta calavera tomó como modelo a alguien que tenía la misma estructura ósea que tú. Dado que las características faciales son principalmente hereditarias, yo diría que fue algún antepasado tuyo. Todos tenemos, tampoco es tan raro. Si te remontas al final de la última época, tienes varios miles entre los que elegir.
Stella negó con la cabeza y le indicó con la mano que callara. Necesitaba tiempo y despejar la mente para pensar, pero carecía tanto de lo uno como de lo otro. Se volvió enfadada hacia Kit, que estaba atónito y pálido. Al final le preguntó:
—Davy, ¿qué hacemos?
El se encogió de hombros, sin energía. Miraba hacia otro lado, buscando algo más importante sobre su escritorio. Ella se sorprendió al darse cuenta de cuánto le dolía su reacción.
—Esconde la calavera. Os mantendréis a salvo. —Fue lo único que dijo al final.
—Vamos a ver a Úrsula Walker. ¿Es de confianza?
Se dio la vuelta enérgicamente y la miró a los ojos. Soltó una carcajada.
—Tanto como puede serlo cualquiera. Puedes enseñarle la calavera, si es eso a lo que te refieres. Es una de las pocas personas vivas que ha visto otra.
Pasó entre los dos y dejó la puerta del laboratorio abierta.
—Os ayudaré a sacarla de la cámara, pero después será mejor que os vayáis.
* * *
Stella estaba maniobrando con el coche en el aparcamiento, con Kit sentado en silencio a su lado, cuando Davy Law salió del edificio. Aminoró la marcha. La bata blanca volaba a su alrededor mientras corría hasta ellos. Se apoyó en la ventanilla, arremetiendo contra ella con olor a café agrio y tabaco. Llevaba en la mano una tarjeta de visita con su nombre y tres números.
—Fijo, móvil y móvil para el extranjero. Estaré en el país las próximas tres semanas. Si me necesitas, llámame.
Vaciló un instante mientras palpaba la tarjeta con sus dedos.
—¿Esto te beneficia a ti o a mí?
—Cógela, Stella. No significa que tengas que usarla.
Zamá, Nueva España,
octubre de 1556
—No tenemos hielo —dijo Owen—. Tampoco mandrágora, ni semilla de lechuga, ni cicuta, ni ninguna de las cosas que Avicena juzgaba necesarias para mantener calmado al hombre al que se le debe amputar un brazo.
—Mas, ¿contáis con la adormidera de opio que Nostradamus os facilitó? Acaso baste con eso.
Fernando de Aguilar descansaba al fresco en el antiguo templo de piedra de una sola estancia que ahora pertenecía al sacerdote. Decorado con imágenes de Cristo crucificado, les había ofrecido el mejor emplazamiento para la operación, en parte por ser la casa de Dios y, por ende, lugar santificado, pero sobre todo porque su suelo y sus muros de piedra podían limpiarse tal como Abulcasis, el médico andalusí, había estipulado que debía hacerse antes de llevar a cabo cualquier operación delicada.
Además, el interior estaba pintado de blanco, con lo que la luz era la óptima. Dos ventanales daban a los aposentos del cura y, a petición de Owen, habían hecho retirar parte del techo para que su mesa de operaciones recibiera luz sin sufrir un calor extremo.
Nadie mencionó el mosaico del jaguar del suelo; Cedric Owen ya lo había olvidado, pues volcaba toda su atención en el paciente. Aguilar se mecía el brazo herido, que estaba ligeramente hinchado, pero tan poco que, a no ser por la insistencia del sacerdote, habrían creído que la mordedura no iba a ocasionarle mayores consecuencias que las que acarrearía la picadura de un mosquito.
Owen releía sus apuntes mientras negaba con la cabeza.
—No lo entiendo. Venus se halla en buena posición, lo que es crucial, y la carta de la fortuna está perfectamente ubicada en Escorpio, en la séptima casa, lo que no podría ser mejor. Y, a pesar de todo, no disponemos de cuanto necesitamos. Nostradamus tenía mandrágora en sus provisiones personales, pero tan solo me proporcionó adormidera. Nos hacen falta ambas, y hielo también; tal como lo describían los moros, esta operación debe realizarse con delicadeza y tacto, sin prisas. A lo largo del proceso vuestra mente y vuestra alma deben ausentarse y esperar en un lugar seguro, pues de no cumplir esos requisitos haríamos una carnicería, como
los cirujanos barberos, que consideran sensato seccionar miembros en medio minuto y por tanto perder a nueve pacientes de cada diez. Yo no haré tal cosa.
—No seré yo quien os pida que viváis con vuestras manos manchadas con mi sangre.
Aguilar se levantó. Estaba desnudo hasta la cintura y llevaba unos calzones holgados de algodón que pertenecían a Domingo. Lo que se le hizo más extraño fue observar que su rostro recuperaba el equilibrio, sin la descompensación causada por el oro que antes colgaba de su oreja.
Al caminar hacia la mesa seguía moviéndose con el temple fluido del espadachín entrenado, ya que el veneno aún no le había afectado al cerebro ni a la elegancia.
—Seguiremos mi plan inicial: cenaremos juntos y nos sentaremos toda la noche en la gran torre cuadrada de los indígenas para contemplar en todo su esplendor el alba en Zamá. No se me ocurre mejor manera de despedir una vida.
—Fernando, no os rindáis tan pronto, os lo ruego.
Cedric Owen se cubrió la cara con las palmas de las manos y abrió los ojos; solo veía oscuridad. Con un poco de esfuerzo, el negro se tornó azul y, en él, despertó el débil canto de la piedra corazón. Intentaba aproximarse cuando le sobresaltó una escaramuza procedente de un rincón.
En la estancia luminosa y blanca del cura, con sus iconos y sus mosaicos, tan solo quedaba un rincón en la penumbra. Owen apartó sus manos a tiempo para ver una figura vestida de algodón pálido e inmaculado que se levantaba del suelo y daba un paso adelante.
—Diego. Qué... poco me sorprende veros.
El indígena con la cara cortada levantó una mano y exclamó sin más:
—Esperad. —Y se fue.
—Ha hablado el tigre —espetó Aguilar con asombro—. Suponía que podía hacerlo.
—Habría sido más de mi agrado oír cuál era su opinión —respondió Owen con seriedad. Se agachó bajo el dintel, oteó el exterior, el sol de la tarde, y volvió a entrar agachándose con agilidad—. Ha ido a buscar al sacerdote. Si pretenden daros la extremaunción, ¿consentiréis?
Fernando de Aguilar se quedó mirando el dorso de las manos.
—A estas alturas, no me negaría. Si vos y yo nos equivocamos y los curas están en lo cierto, me convendría. Si nosotros llevamos la razón y el padre Gonzalo y la Iglesia entera van desencaminados, no creo que vaya a causarme más agravio que mancillar mi alma con un toque de hipocresía, y ahora mismo eso no me quita el sueño. No soy defensor tan acérrimo de mi descreimiento para... ¡Padre Gonzalo! —Se levantó de un salto—. Ahora mismo estábamos hablando de vos y, mirad por dónde, aparecéis, y apresurado. ¿Voy a morir antes de lo esperado? ¿Es ese el motivo de vuestra premura?
—Espero que no.
El padre Gonzalo Calderón ocupaba la entrada de su casa al igual que un buey ocupa su establo, pero sus gestos denotaban una intención que no había resultado evidente hasta entonces.
—Diego entiende que habéis menester de algo, una planta, un brebaje o una cosa parecida que debe combinarse con la adormidera para que el procedimiento quirúrgico pueda efectuarse de forma adecuada, ¿es verdad?
Owen respondió afirmativamente.
—Bien, entonces queda claro. Yo tenía mis dudas.
El sacerdote se dirigió a su asistente en la lengua rápida, parecida al piar de los pájaros, que hablaban los indígenas. Diego le contestó en el mismo idioma, batiendo las manos en el aire para enfatizar su respuesta. Sus ojos observaban alternativamente al médico, al español y la mesa de la cena, que habían vuelto a disponer en la sala para que hiciera las veces de mesa de operaciones.
El padre Gonzalo levantó una mano y pidió silencio.
—Mi asistente se avergüenza de que a un visitante tan noble como don Fernando tenga que importunarle la perspectiva de la muerte cuando ha venido hasta aquí para, sin duda, ayudar al pueblo de Zamá. Os ofrece un brebaje, quizá debiéramos llamarlo bebida, que utiliza su gente para acercarles a... Dios, tal como ellos lo entienden. Se trata de una bebida que jamás ha probado el hombre blanco, pero es de la opinión que, mezclada con la adormidera, surtirá el efecto que esperáis para...
Le interrumpieron unos sonidos melifluos. Diego hablaba atropelladamente sin apartar la vista de Owen. También el padre Gonzalo centró su atención en el médico. En una pausa, se dirigió a él:
—Desea que sepáis que esta oferta no impone condición previa alguna, pero que se os proporciona, señor Owen, en parte porque supisteis desentrañar el mosaico que ilustra el Final de los Tiempos, pero también por lo que habéis traído hasta Zamá, que todavía no tiene nombre ni forma. Debéis saber que esta... bebida, aunque no es la palabra correcta, no logro dar con otra mejor, se reserva para las ceremonias más sagradas dedicadas a Dios. Diego juzga que lo que pretendéis hacer es un ritual semejante, por lo que entenderéis la magnitud de lo que os ofrece. ¿Es así?
Cedric Owen se tomó un momento para meditar; durante ese tiempo su mente acudió a la piedra azul, que le respondió y le tranquilizó.
—Sí —contestó al final—, me parece que lo entiendo.
* * *
—Dios de mi vida... un hombre debe ansiar por todos los medios conocer su alma eterna para beber esto. Es repugnante.
—¿Cómo os sentís?
—Mareado. Tan mareado que podría sacar las tripas, como la primera vez que se navega a mar abierta. Diego mencionó que me... pero a la vez me siento... muy en paz. Creo que, en estos momentos, si logro no vomitar sobre vuestras botas, podría dormir incluso contemplando vuestros bisturís de piedra negra, lo cual de por sí ya es un milagro.
La mano buena de Aguilar intentó asir la de Owen, pero no lo logró; vaciló en el aire y volvió a caer. Apareció un destello de decepción en sus ojos, pero enseguida se desvaneció.
—Buenas noches, amigo mío. Haced cuanto podáis. Sabed que no os guardo... ningún rencor y que...
—Fernando... —Owen le agarró la mano buena, la que conservaba el calor, y la apretó con fuerza—. ¿Fernando? Dios del cielo, se ha dormido. La verdad, no creía que... —Dispuso el brazo sin vida en la mesa—. ¿De cuánto tiempo dispongo?
Diego se encogió de hombros. El padre Gonzalo respondió:
—Tan solo Dios lo sabe. Os alentaría a actuar con rapidez, señor, si queréis que no sienta nada mientras operáis. ¿Requerís mis auxilios para aplicarle el torniquete?